martes, 30 de agosto de 2011

El Papus

El próximo día 20 de septiembre hará 34 años que el grupo terrorista de la ultra derecha, denominado “La Triple A” colocó un artefacto explosivo en la redacción de la revista “EL PAPUS” de la calle tallers de Barcelona. La bomba se la dieron al conserje del edificio para que le entregase “el paquete”a Xavier de Echarri, director de la publicación. Juan Peñalver Sandoval, el conserje, resultó muerto como consecuencia de la explosión que le pilló de pleno. Algo más de una docena de heridos leves fueron también las víctimas directas de aquel lamentable atentado.

Mi experiencia personal de aquel día la comenté ya en esta entrada y con motivo de un libro sobre el humor gráfico que realicé para Parramón Ediciones.

Los detalles sobre cuanto aconteció al hecho, a la investigación posterior, y el incomprensible desenlace de que, a día de hoy, aún no hayan aparecido culpables ni se hayan fijado indemnizaciones para las víctimas, lo pueden encontrar en este estupendo documental elaborado por RTVE que aquí mismo les enlazo.

De modo que lo único que puedo contar en relación al semanario de humor más corrosivo de la transición española, es una de las muchas anécdotas que conservo de mi colaboración con la que fue la segunda etapa de la revista después de la bomba. Breve colaboración debida a que el espíritu de la revista fue claramente afectado por la explosión y por una crisis de esas que durante los años 1984 - 1986, llevó a la editorial a una irremediable suspensión de pagos.

Les dejo con una historia que creo, refleja con claridad las numerosas contradicciones de una época en la que se estaba llegando al final de una transición política, pero en la que aún seguían mandando los mismos.

Recuerdo que cuando me mandaron la carta en la que “amablemente” me pedían que me alistase a las filas del flamante ejército español, hice un ejercicio mental en el que traté de imaginar cómo me iría a mí haciendo “la mili”. La verdad fue que lo que me esperaba no pintaba nada bueno. No tenía más que los estudios primarios y unos estudios secundarios incompletos. Tampoco tenía ningún oficio de formación profesional como de carpintería, electricidad, mecánica, o cualquier cualificación profesional que me asegurase algún destino más o menos llevadero en el ejército. Lo único que había hecho después de abandonar mis estudios y durante los siguientes cuatro años había sido dibujar historietas y humor gráfico dentro de la corriente underground de aquella época, de modo que mis dibujos estaban plagados de mujeres desnudas y de ocurrencias pretendidamente ingeniosas que apuntaban en contra de los políticos, de los militares, de los fascistas, así como en contra de cualquier cosa que pudiese significar un régimen autoritario. Definitivamente no era el material adecuado para mostrarles a los del ejército con el que dar fe de mi trabajo de dibujante y que, gracias a él, me destinasen a un cuartel con algún despacho cómodo en el que poder seguir con mi labor de “pintamonas”. Vaya... que me veía vestido de uniforme chupando guardias por un tubo ante las inclemencias del tiempo y haciendo más maniobras y moviéndome más por la pista americana que un garbanzo en la boca de un viejo sin dientes.

Pasaron los días, y cuando me encontré preparando mi petate y los enseres mínimos para tomar un tren e incorporarme al “ejerssito epañó” dispuesto a derramar hasta la última gota de mi sangre por Dios y por España, se me ocurrió que no sería tan mala idea después de todo. Llamé a mi editor Carlos Navarro por teléfono y le pedí una cita.

—Cómoooo? Pero tu te has vuelto loco hijo mío? —me dijo mi editor sentado en la mesa de su despacho, mientras que yo estaba allí, en pie frente a él.
—Se trata de una simple carta señor Navarro, no le pido nada más que eso. —le insistía yo.
—Vamos a ver, alma de cántaro. No estoy dispuesto a sentirme culpable el resto de mi vida porque te hayan montado un consejo de guerra y te hayan hecho fusilar —me decía él —. Que mira que esos tipos son muy bestias, y que aunque haga nueve años que se les ha muerto el jefe, los que mandan siguen siendo ellos.
—Lo sé, lo sé, y le entiendo perfectamente, pero prefiero pasar la mili en un calabozo antes que metido en una garita. Además... quién sabe, es posible que hasta se acojonen si ven que trabajo en un medio de comunicación subversivo. Igual hasta se cagan patas pa’bajo y me licencian en pocos días.
—Tú si que te vas a cagar. Con esa gente no se puede hacer el chulo. Acaso no recuerdas que nos pusieron una bomba? Y ahora quieres meterte en la boca del lobo y decirles donde trabajas? —me preguntó.
—Pues si. —le respondí con determinación marcial (lo de marcial fue, porque ya estaba yo practicando, y eso).
—No se hable más si eso es lo que quieres.

El señor Navarro pulsó un botón del interfono que había sobre su mesa y le pidió a su secretaria personal que tomase un papel con membrete de Ediciones Amaika y que redactase la siguiente carta:

—”Como editor gerente de Ediciones Amaika, informo a quien corresponda que el humorista gráfico Sergi Cámara, colabora desde...” Por cierto hijo. Desde cuando trabajas con nosotros?
—Exactamente no recuerdo.
—En fin, da igual. Prosigo señorita: “...colabora desde hace unos años en nuestras publicaciones editoriales tales como: El Papus, El Harakiri, El Puro, La Judia Verde, etc, y en calidad de dibujante y redactor de textos. Firmado, etc, etc”. En cuanto la termine tráigala a mi despacho.

Al poco rato aparecía la secretaria con la carta en la mano y con un sobre en el que también podía verse el membrete impreso de la editorial. El señor Navarro estampó su firma sobre la carta, la metió cuidadosamente en el sobre y me la dio.

—Joder! —exclamó —. Por un momento me he visto como el Generalísimo firmando sentencias de muerte. Estás seguro de lo que haces?
—Absolutamente señor. No se preocupe tanto que no va a pasar nada. Muchísimas gracias y ya pasaré a visitarle cuando me den permiso.
—Permiso? Me conformaré con no tener que ir a verte a una prisión militar para llevarte tabaco.

El señor Navarro y yo nos despedimos cordialmente. Quedamos en que durante mi estancia en la mili seguiría haciendo mis historietas y que o bien se las mandaría a él por correo, o las mandaría a mi casa para que mi padre pudiese ir a la redacción a hacer las entregas y a recoger los cheques. Y así fue, pese a mi nueva vida militar siempre encontré algún que otro momento (en la clandestinidad, obviamente) para dibujar algo de material que el señor Navarro pudiese publicar.

Para mí, la mili empezó en Colmenar Viejo. Allí me raparon, me dieron ropa de color verde, cubiertos, una llave para mi taquilla y unos platoons identificativos; no fuese el caso que pisase alguna mina o me estallase una granada en la mano y mi cuerpo quedase inidentificable. También me asignaron una litera y una compañía; concretamente la 24 del 2º batallón, y para terminar el Kit me dieron un número; el 222, y ese iba a ser “mi nombre” durante los siguientes tres meses.

A los pocos días empezaron a hacernos tests psicotécnicos, revisiones médicas y a clavarnos vacunas. Para todo había que formar largas colas, y una de ellas, una de esas colas, fue para rellenar un formulario y aportar documentos que acreditasen nuestro nivel de estudios y nuestra experiencia laboral. Allí fue donde entregué la carta de Ediciones Amaika que me firmó el señor Navarro... mi suerte estaba echada.

Una noche, mientras dormía placidamente en mi litera, me despertó un instructor. Eran alrededor de las tres de la madrugada.

—Recluta! El suboficial quiere verte!

En calzoncillos, pero con las botas y las trinchas puestas, seguí al instructor hasta el despacho del sargento de la que era mi compañía. Por el camino un cabo (el cabo Frutos) me hizo besar una foto con la alineación del Real Madrid y gritar: “Hala Madrid!”. Lo hice... que remedio.

El sargento en cuestión era un tipo de Valencia que también iba en calzoncillos, que llevaba puestas sus botas y sus trinchas y que me miraba con una cara de mala leche tremenda.

—Eres tú el tal “Sergi” que trabaja en esas revistas de rojos? —me preguntó.
—Si mi sargento. Soy yo.
—Curioso... te hacía con barba y con melenas —me dijo, mientras que a mis espaldas, el instructor, dejaba ir una carcajada.
—Y así era mi sargento, hasta que la pasada semana pasé por la barbería.
—de todos modos, veo que no eres muy amigo de la maquinilla de afeitar. Eh? —el sargento deslizó su bolígrafo por mi barbilla prestando atención al “ris, ris” que se producía al contacto con los incipientes pelillos que habían por mi cara.
—Es que... me crece, mi sargento— le comenté.
—déjenos solos instructor, y cierre la puerta —ordenó el sargento al capullo que estaba detrás de mí.

La máxima autoridad nocturna en la compañía y yo, estábamos frente a frente, solos. Todo indicaba que no habrían testigos de las vejaciones que aquel tipo parecía dispuesto a proferirme. Jamás pensé en mi vida que llegase un día en el que iba a ser torturado, y menos aún sentado en una silla, en calzoncillos, en trinchas y con botas. Me encajaba la idea de que mi torturador fuese un militar, pero el verle a él también en calzoncillos, con trinchas y con botas, le daba a todo aquello un macabro toque de humor, curiosamente típico de la revista... El Papus.

—Siéntate —me dijo—. Así que tú dibujas a las tías en pelotas que salen en esta revista?

Para mi sorpresa, del cajón de su mesa sacó un ejemplar de la revista Harakiri abierta por una página en la que aparecían dibujos míos.

—A esas tías las he dibujado yo... entre otras cosas.
—Estupendo. Mañana hay instrucción.
—Lo sé mi sargento.
—Los de tu compañía irán a dar barrigazos por la montaña, a revolcarse por el barro y a correr unos cuanto kilómetros bajo una lluvia de mil demonios.
—También lo sé mi sargento. Nos lo han explicado esta noche en la orden del día. Mañana tenemos instrucción.

El sargento valenciano se levantó, se acercó hacia mí, se puso a mi espalda mientras yo permanecía sentado en la silla, colocó sus manos sobre mis hombros y me dijo:

—Tú te quedarás aquí, en mi despacho. Estarás al lado de mi estufa. Los instructores te traerán papeles y todo cuanto necesites, y a cambio... nos dibujarás a unas cuantas de esas tías en pelotas. Qué opinas?
—Qué quiere que opine mi sargento? Me parece bien.
—Pues ahora lárgate a dormir, apenas quedan un par de horas para que suene el toque de Diana, así que en cuanto estés vestido te quiero aquí, en mi despacho.

Me despedí del suboficial, y cuando me acercaba a la puerta para asimilar toda aquella situación surrealista, el sargento llamó mi atención de nuevo.

—Una cosa más recluta. Hablas catalán?
—Lo hablo mi sargento.
—Excelente. Yo hablo valenciano así que podemos entendernos. Cuando estemos solos hablaremos catalán y valenciano y me tratarás de tú. En presencia de cualquier instructor, mando o recluta de esta compañía seguiré siendo tu sargento. Queda claro?
—Como el agua mi sargento.
—Que passes una bona nit —se despidió mientras se quitaba sus botas y se disponía a entrar en su litera.

Apenas hice instrucciones, guardias o imaginarias. El sargento valenciano se las ingeniaba como podía para dejarme en la compañía para que le hiciese dibujos: de su novia, de su hermana... me traía fotos de él con sus colegas para que les dibujase, e incluso me permitía que ocupase parte del tiempo en hacer las historietas para el señor Navarro. Quien le iba a decir a él que su carta, esa carta por la que iban a formarme un consejo de guerra, iba a terminar siendo un salvoconducto para un confortable escaqueo.

Yo creo que cuando dicen eso de “inteligencia militar”... se refieren al sargento valenciano de la 24 compañía del 2º batallón de Colmenar Viejo. Un tipo con sentido del humor.


jueves, 25 de agosto de 2011

Lulu y el génesis

No recuerdo el día en el que Lulu y yo nos vimos por primera vez. Puede que llegase a casa en la segunda o tercera noche de reyes de mi vida, así que yo no era más que un mocoso demasiado pequeño como para recordarlo. No obstante, tengo muy presente a Lulu entre mis juguetes de finales de los años 60’s. Se trataba de uno de esos juguetitos mecánico y metálico que ofrecía muy poca interactividad, ya que tras darle algunas vueltas a su cuerda poco más se podía hacer salvo observar como daba saltitos a la vez que remostaba su pico contra el suelo. Con ese tipo de juguetes siempre pasaba lo mismo; jugabas con ellos dos o tres días a lo sumo, te dabas cuenta de sus escasas posibilidades y finalmente les desterrabas a “la caja”. La caja era una especie de limbo para juguetes. Una especie de mundo entre los vivos y los muertos, o en el caso de los juguetes, la frontera entre el calor del hogar y el vertedero. En esa caja se hallaban aquellos muñecos que por tener rota alguna de sus extremidades ya no eran aptos para el servicio activo ni para ninguna misión que implicase salvar al mundo o algo así. También se podían hallar rompecabezas incompletos, cromos que nunca encontraron su destino final pegados en las páginas de su álbum correspondiente, piezas sueltas de algún juego de construcciones, cuentos pintarrajeados con los colores Alpino, cochecitos sin ruedas, pistolas sin cachas, soldaditos sin ejército ... y así cientos de objetos incompletos que permanecían en la caja, hasta el día en que mamá, en una de sus implacables revisiones, llenaba con ellos una bolsa de basura y desaparecían para el resto de los tiempos. Otros juguetes gozaban de mayor fortuna, eran los considerados “preferidos”, los que te llevabas los domingos al campo y viajaban en el SEAT 850 con el resto de la familia. Eran los que dormían con nosotros y compartían nuestro sueños e incluso a veces... nuestras pesadillas. Nunca viajé con Lulu a ningún lugar, y debido a su material metálico jamás dormí con aquella cadernera que a pesar de sus vivos colores daba pocas opciones de juego.

Sí recuerdo el día que encontré a Lulu en la estantería de mi habitación. Alguien se había apiadado de ella y la había rescatado de la caja para darle algún tipo de utilidad, ni que fuera de adorno. Acepté con agrado la nueva ubicación de mi cadernera metálica hasta el punto que pese a que la decoración de mi habitación iba cambiando con el paso de las décadas de los 70’s y parte de los 80’s, Lulu permaneció allí. Primero haciéndoles compañía a mis Madelman, posteriormente a los útiles de vidrio de mi juego de química, al lado de la rejilla para los tubos de ensayo. Más tarde compartió espacio con una minúscula colección de latas de cerveza vacías y posters de grupos de música Heavy, y así hasta que un día desapareció de forma definitiva, quizá por ser un objeto demasiado infantil para la habitación de un adolescente que empezaba a traer a casa a alguna que otra amiga. El caso es que le perdí la pista a Lulu. Mucho me temo que la abandoné en algún cajón y que con el tiempo fue a parar a alguna de esas bolsas de basura en la que terminan algunos juguetes e inician ese irremediable viaje sin posible retorno.

También recuerdo el día en el que, ignoro porque razón, Lulu vino a mi mente y sentí unos irreprimibles deseos de recuperarla. Aproveché una visita a casa de mis padres para buscarla por la que había sido mi habitación durante largos años, pero apenas quedaba nada de la vieja estantería, del armario con cajones, así como de algún rincón en el que hubiesen podido permanecer, aún, algunos viejos juegos. Mi habitación, se había convertido en la habitación de invitados y las posibilidades de encontrar por ahí a Lulu eran prácticamente inexistentes.

Hará pronto cuatro años que tuve algo en común con Lulu y con todos los juguetes que van a parar a "la caja”. Estuve, por decirlo de alguna manera... en el limbo y con inciertas posibilidades de regreso, pero regresé para disfrutar de lo que tienen de bueno las segundas partes (por más que haya quien diga que nunca segundas partes fueron buenas). Por experiencia puedo decir que no hay nada como una nueva oportunidad para poder vivir sin necesidad de preocuparse tanto por el futuro que es y será siempre incierto y para disfrutar más del presente que para lo bueno o para lo malo es, cuanto menos, palpable. Imagino que de ese breve viaje que hice por “tierra de nadie” nació también la vena nostálgica que me movió a recuperar parte del pasado para convertirlo en presente y plasmarlo poco más tarde en este blog en el que uno de mis primeros objetivos era precisamente el de poder escribir esta entrada. Lulu fue el primer juguete que busqué y busqué para mi colección que en sus orígenes no pretendía llegar a ser una colección. Se trataba únicamente de un intento por reencontrarme con años vividos, de recuperar formas, olores y sonidos de tiempos felices de esa infancia en la que los juguetes son inseparables compañeros con los que vivir inolvidables momentos.

Lulu, quizá por ese desapego que tuve con ella desde el día en que nos vimos por primera vez, se resistía a ser encontrada. Se negaba a formar parte de mi presente después de haberla desterrado a “la caja” tras un par o tres de días de haber jugado con ella. Pero Lulu, sin duda consciente de la importancia que tiene eso de ser un juguete para un niño mayor, cedió finalmente a mis búsquedas y se dejó encontrar para traerme con ella esas formas, olores y sonidos de tiempos felices, y para recordarme una vez más que todo es posible en esta vida y que incluso, en momentos difíciles, se puede salir de “la caja” y seguir haciendo camino.