viernes, 30 de octubre de 2009

Es cosa de hombres


Terminaron las vacaciones y tocaba incorporarse a un nuevo curso escolar, así que allí estábamos todos estrenando aula para el que iba a ser nuestro último año de permanencia en aquella escuela y pasar a lo que entonces se llamaba el BUP. Los pupitres revelaban el paso de anteriores alumnos que con las agujas del compás habían dejado sus nombres grabados y reseguidos con la tinta de los bolis Bic. También habían escritas algunas divertidas obscenidades y algún que otro apunte o fórmula matemática que tenía todas las pintas de ser alguna chuleta en vistas a un examen.


Aún no eran las nueve en punto de la mañana, la Señorita Isabel no había llegado todavía y algunos compañeros iban entrando y ocupando los sitios vacíos tratando de ponerse al lado de los que eran sus más afines. Cristina hizo su aparición en clase y pasó a acaparar la atención de cuantos allí estábamos. Durante ese verano entre séptimo de EGB y octavo, después de casi tres meses sin verla, había dado un cambio total. Siempre destacó por su naturalidad, desparpajo y saber estar, pero en esas vacaciones la naturaleza se había esmerado con ella moldeándola a conciencia. Las peculiaridades de la nueva aula ocuparon un segundo plano ante esa Cristina que en Julio se despidió de nosotros siendo una niña y que aparecía, ahora, convertida en una espléndida mujer. Cris, que así era como la llamábamos, era un pedazo de chica de quitarse el sombrero, y al parecer, eso no había afectado en absoluto a su simpatía y a esa manera que tenía tan particular de mostrarse amable con todo el mundo.


Sus amigas y compañeras que habían compartido con ella desde primero de EGB fueron las primeras en saludarla, en lanzarse a sus brazos y en mostrarse encantadísimas de volver a verla. Incluso alguna lágrima se derramó por parte de algunas que se sintieron súper emocionadas por el feliz reencuentro. Los tíos no llorábamos por eso. Nos alegraba reencontrarnos también, y nos dábamos collejas, empujones o lo que fuese necesario, pero... Llorar? Menuda mariconéz.


Con el paso de los días y del normal devenir del nuevo curso, las mismas amigas que se deshicieron en halagos ante lo hermosa que estaba Cristina, no tardaron en empezar a comentar por los rincones que al parecer, ese verano, la Cris... se lo había montado con más de uno en el pueblo de su madre. La Asun -su amiga del alma- llegó a decir que hasta había perdido la virginidad y que lo sabía de buena tinta ya que la propia Cris se lo había contado. Alguno preguntó que qué era eso de la virginidad, y como era de esperar en un cole de barrio, la respuesta no pudo ser más clara:


—Pues que se la han follado. Capullo!

El único pecado que cometió Cristina durante ese verano, lo que realmente sus amigas no le pudieron perdonar jamás, fue que les había tomado la delantera, y que mientras que ellas continuaban luciendo unas piernas escuálidas, unas formas rectas y unos pechos planos, Cristina mareaba con sus curvas incluso al “profe” de geografía del que todas, sin excepción, estaban loquitamente enamoradas.

Tal fue la propaganda a la que toda la clase fue sometida durante ese primer trimestre sobre los excesos que, al parecer, la Cris había cometido en el pueblo, que la falacia fue cobrando un incuestionable aspecto de realidad. La Cris se levantaba para tirar algo a la papelera y a la Asun le faltaba tiempo para llamar la atención de todos cuantos estaban sentados en los pupitres cercanos.

—Mirarla, mirarla como mueve el culo. Hay necesidad de exhibirse tanto? Ha vuelto hecha una puta!

Tanto se repitió que “la Cris va salida, la Cris va salida, la Cris va salida” que le cayó el apodo de “Crisálida”. No hay que decir que el primer golpe que recibió fue cuando se enteró de a cuento de qué se le había puesto ese mote. Recuerdo que rompió a llorar no entendiendo el motivo de semejante escarnio al que hasta ese día, ella había estado completamente ajena. Por fortuna, allí estaba Asun para consolarla y para decirle que no se preocupase y que quienes le decían eso lo hacían simplemente por envidia.

Tres pupitres por detrás se encontraba el Ortega. El pobre ya había sido un aspirante a gusano en quinto de EGB, en sexto se consolidó como tal. En séptimo fue un gusano profesional y en octavo le hubiesen podido llegar a dar un master. Su aspecto de macarra barato lo decía todo de él, y por lo que se ve, junto a sus secuaces había planeado calzarse a la Cris a lo largo de ese último curso en la escuela.


—A esta me la tiro yo por mis cojones.

—No hay huevos tío. Demasiado mujer para ti.

—Seeh, ya, pero... Qué no veis que es una guarra? A esta le entro bien y me la follo fijo.


Cristina, que ya era plenamente consciente de todo y cuanto se decía de ella, fue dejando poco a poco de ser esa chica tan extrovertida, se le agrió algo el carácter y empezó a desconfiar de todos en general. Alguna vez, no obstante, había conseguido hacerla reír con alguna de mis payasadas, y la clase, el patio, o la estancia en la que nos hallásemos, por amplia que fuese, se iluminaba con su amplia sonrisa y el brillo de sus ojos, pero... Asun seguía siendo su confesora, su paño de lágrimas y su hombro amigo sobre el que llorar; luego, le faltaba tiempo para largarles a los demás su maliciosa versión de todo cuanto su amiga le había confiado.


A los oídos de Ortega llegó el rumor de que si la Cris estaba triste, era porque se moría por sus huesos, pero que como él era el más chulo de la clase, lo más probable sería que no quisiese saber absolutamente nada de ella. Desde el día en que Ortega ante sus amigos sentenció cuales eran sus intenciones con respecto a Cris, que ya había dado algunos pasos tanteando el terreno, pero después de conocer esa noticia no le quedó la menor duda de que la chica andaba por él, pero que aún y a pesar de ser un zorrón no se atrevía a lanzarse de lleno.


—Claro —pensaría Ortega—. A lo mejor es que me ve demasiado hombre para ella.


Ortega se dispuso a cumplir con su objetivo convencido de su éxito y no dudando ni por un solo instante de sus posibilidades.


Una tarde, en el patio de la escuela, andábamos cada uno a la nuestra y en los grupitos habituales de siempre; el Vallcanera, el Boliche y yo nos encontrábamos sentados en nuestra esquina comiendo nuestro bocadillo y charlando de nuestras cosas. El resto de chicos jugaban a la pelota y las chicas aunque simpáticas en general, estaban deseando terminar octavo, pasar al instituto y tener la posibilidad de conocer a chicos mayores, nosotros empezábamos a ser poca cosa.


Al poco rato unas voces llamaron la atención de todos. Alguien estaba discutiendo cerca de la puerta de los lavabos y la cosa parecía ir en serio.


—Suéltame idiota! —Cris le gritaba a Ortega que la tenía cogida de uno de sus brazos.

—Pero que coño te pasa tía?

—Que me sueltes te digo! —insistía.


Sin soltarle el brazo Ortega levantó su puño por encima de su cabeza y lo descargó con todas sus fuerzas sobre el rostro de Cristina desarbolándola completamente y tirándola al suelo. Seguidamente se giro y se dirigió a los suyos, tieso y triunfante como si se hubiese tragado el palo de una escoba.


—Será puta la asquerosa esta? No te jode la tía? —iba diciendo con una media sonrisa en su cara mientras se acercaba a un puñado de espectadores satisfechos.


Ortega no consiguió su trofeo, pero aquella acción viril le hizo revalidar ante sus amigos el título de macho alfa.


—Haz algo tío —me dijo el boliche en voz baja y sin dejar de mirar como Cristina lloraba arrodillada en el patio.


Me levanté y me acerqué a ella. No sabía esa vez cómo podría arrancarle una sonrisa. El Ortega me daba absolutamente igual; ni me planteé encararme con él en ningún momento. Cristina estaba ahí y ninguna de sus amigas se acercaba ni a ver qué tal estaba.


—Y tú? Qué quieres tú? —me preguntó clavándome sus ojos llorosos—. Déjame en paz. Quieres?


El timbre anunció el final del patio y de regreso a clase algunas compañeras miraban a Cristina como pensando “Tía... no puedes andar calentando a un tío para luego nada”.


El paso del tiempo determinó que Cristina "crisálida" terminase convirtiéndose definitivamente en mariposa y tomando el control de una vida; su vida. Ortega, el gusano... no pasaría nunca de capullo y terminó ocupando durante una buena temporada una celda de la prisión Modelo de Barcelona por un largo sinfín de asuntos sucios. Pero en aquel momento y ante una compañera llorando en el suelo del patio de la escuela, nada pude hacer. Estaba de más mi actuación o la actuación de cualquiera en una España en la que aporrear a una mujer... tenía premio.



miércoles, 28 de octubre de 2009

Del cosmos vinieron, y un buen día... desaparecieron

Me declaro enemigo absoluto de los chicles sin azúcar y con propiedades (que aún no sé de dónde sacan) capaces de limpiarnos los dientes mientras los masticamos. Detesto que hoy en día los anuncios de chicles sean más parecidos a los de pastas dentífricas que a otra cosa, y por encima de todo... odio; ODIO que desapareciese de nuestras vidas el único e inimitable chicle Cosmos.

No dejaba de ser inquietante la idea de meterse en la boca un chicle de color negro, pero su prolongado sabor a regaliz nos transportaba al infinito del infinito. Nadie nos contó nunca de qué estaba hecho ese chicle, cuáles eran sus ingredientes principales ni su cantidad de calorías, azúcares, grasas saturadas, etc. Los jarabes de glucosa y los aromas y colorantes autorizados nos sonaban bien e ignorábamos que eran los E-XXX. Por aquel tiempo los productos no llevaban DNI y era imposible saber poco más que de dónde venían.

El caso de los cosmos era claro; venían de una empresa llamada “Chicles americanos” afincada en Pinto (MadriZ), y tal como llegaron del espacio sideral, un buen día y para desgracia de todos... se fueron. Trágico.

A los adultos de hoy nos han quitado “los chuches”! y tenemos que soportar el ver como nuestros hijos consumen (casi como quien dice) productos de farmacia.

Quiero un Chicle Cosmos, y lo quiero... Ya!

Nota: El señor del video que parece que está tratando de sacar un demonio del interior del cuerpo de ese niño... reconozco que me da cierto miedo. Eso de que se declare tan "amigo de los niños" y de que se lleve tan bien con los curas... además, seguro que nos terminará por dar cualquier cosa, pero no “los chuches”; esos se los quedará para él como irremediablemente hacen todos.

lunes, 26 de octubre de 2009

Cagando se aprende

En Barcelona, durante los sesenta y en mi piso de la calle Salvà del Poble Sec, no teníamos un mal lavabo en el que desahogar nuestros cuerpos con una comodidad medio decente. En su lugar había un pequeño cobertizo afuera, en el balcón, y con una letrina compuesta de una tabla de madera con un agujero sobre el que uno podía sentarse y deshacerse de sus “interioridades” para posteriormente perderlas de vista a base de cubos de agua. Acudir a ese cobertizo en invierno significaba terminar con el culo congelado, mientras que en verano, una cantidad de indescriptibles malos olores podían hacerte perder el sentido como no andases ligero en hacer tus necesidades. Los esfuerzos de mi bisabuela Rosario para mantener limpio todo aquello eran indescriptibles, pero las condiciones insalubres siempre terminaban ganando la batalla. Todo eso provocó que “aliviarse” siempre fuese sinónimo de tener que ir con prisas y de que yo estuviese a punto de perderme una de las cosas más maravillosas de la infancia de cualquier niño de aquella época: la lectura y relectura por una y mil veces de los tebeos al tiempo que nuestras cachas reposaban sobre una hermosa, blanca y reluciente taza de váter.

Mucho se ha escrito y se ha dicho al respecto de que los tebeos han sido los que han creado generaciones de lectores; ya saben: “Se empieza por tebeos y se termina leyendo libros”. No voy a quitarle gran parte de verdad a tal afirmación, pero yo... que sé de que hablo... creo que lo que en mayor medida ha contribuido a que existan lectores, han sido sin duda, los cómodos váteres.

Leer en una acogedora sala de estar, sentado o semitumbado sobre un sofá y con una iluminación adecuada, es... contrariamente a lo que se piensa, un modo erróneo de enfrentarse a la lectura. Pregúntense a ustedes mismos cuántas veces no se han encontrado releyendo por segunda vez un párrafo entero, o más de dos o tres páginas debido a que tanta comodidad se les ha llevado el santo al cielo, han perdido el hilo de la lectura y sus mentes se han distraído con los problemas acontecidos durante la jornada.

Eso jamás sucede en un váter ya que allí lo que se produce no es otra cosa que una combinación místico-metafísica provocada por un fenómeno al que podríamos denominar de “expulsión / imbución” en virtud del cual la excreción de algo material y sucio, deja espacio y cabida para algo espiritual, limpio y en un estado puro. Se trata de un proceso filosófico comparable a los fundamentos más profundos del taoísmo encontrados en la representación gráfica del Yin y el Yang como su esencia. Por decirlo de otro modo: sería como si la mierda –porque no tiene otro nombre-, transmigrase hacia un macrocosmos universal para terminar convertida en conocimiento. Un final feliz para nuestros excrementos y una experiencia verdaderamente religiosa.

No se dejen engañar, ir a cagar es ir a enriquecerse y a crecer como persona. Nuestras heces son el abono que dan como fruto nuestro conocimiento y nuestra sabiduría.

Indudablemente uno de los días más felices de mi vida fue aquel en el que mi Yaya Lola y mi padre, se pusieron de acuerdo para hacer obras en casa y llamar a unos albañiles para que construyesen un lavabo. Derribaron el cobertizo del balcón y le restaron algo de espacio a la cocina para crear un pequeño cubículo en el que instalar una pica, un armario tipo romy, un mini plato de ducha y un inodoro. Se termino eso de lavarse las manos y los dientes en la pica de fregar platos, asearse adoptando difíciles posturas en el interior de un balde y desenjabonarse a cubetazos de agua calentada en los fogones de la cocina, pero por encima de todo... se terminó el rollo de poner el culo al aire ante las inclemencias del tiempo y con ello, llegó la posibilidad de leer compulsivamente todo cuanto caía en mis manos gracias a disponer en casa del lugar ideal, único e inmejorable para tal fin: un váter en condiciones y con una taza de la casa Roca, blanca, brillante, con una tapa en color verde claro sobre la que se me dormirían una y otra vez las piernas de los interminables ratos que invertí en esa época en la que justamente estaba aprendiendo a leer.

Poco más tarde, en 1969, llegó una gran novedad a los hogares de los privilegiados del barrio que teníamos un váter en el que pasarnos las horas. Se trataba ni más ni menos que del papel higiénico “El Elefante”, con su celofán de color amarillo y ese elefante rojo diseñado por el gran pintor Manuel Marcos. Limpiarse el culo con semejante invento era como quitarle el barniz a una puerta, pero contribuyó al crecimiento personal ya que a partir de ese momento ya no sólo era leer, yo podía encerrarme en el lavabo y aprovechando la fuerte textura de ese papel... podía escribir e incluso dibujar en él.

Parece mentira que hoy en día, si un cuarto de baño no tiene bañera con jacuzzi, nos parece que ni es cuarto de baño ni es nada. Que blandos nos hemos vuelto!

Créditos de las imágenes: 1).- Papel"El Elefante" de 1969. Colección Particular. 2).- Ilustración: Sergi Càmara.

sábado, 24 de octubre de 2009

Los Sugus

Debería tener yo unos seis años cuando mi yaya Lola se hizo testigo de Jehová; siempre he dicho que quería con locura a mi yaya Lola... nunca que fuese perfecta.

Los viernes, debido a que mis padres trabajaban hasta bien entrada la noche, mi yaya Lola me llevaba con ella a las reuniones en el Salón del Reino y allí pasábamos la tarde. Al parecer, yo daba bastante guerra mientras que los siervos discurseaban sus sermones, de modo que mi yaya tuvo la brillante idea de comprarme cada viernes, una bolsita de caramelos Sugus. Era un modo como otro de tenerme entretenido... supongo.

Siempre me fascinaron esos caramelos blanditos, paralelepípedos, perfectamente envueltos con doble papel: uno que contenía la marca y el sabor, así como su color correspondiente, y otro de color blanco que protegía a la viciosa chuche del calor. Lo mejor de lo mejor, lo más de lo más... era desenvolver uno de cada sabor: fresa, naranja, limón, piña, cereza y hacer con ellos una torre para meterla toda entera en el interior de la boca. Sin duda se trataba del súmmum extremo y mi expresión así lo describía: los carrillos hinchados y llenos de caramelos, la sublime explosión de todos los distintos sabores, los ojos en blanco y ligeramente entornados, la babilla resbalando por la comisura de los labios...

Viéndome esa cara, muchos de los allí congregados bien podían llegar a pensar que la palabra de Jehová estaba entrando y calando hondo en mi, pero... nada más lejos de la realidad. Se trataba de la casa chocolatera suiza Suchard la que verdaderamente me estaba haciendo tocar el cielo y convirtiéndome en un fiel adepto de los placeres más extremos.

Los dejaron de fabricar durante un tiempo, pero irremediablemente volvieron... será por algo. Los caminos de Suchard son inescrutables...

Amén.

viernes, 23 de octubre de 2009

Marica de terciopelo

Una celda en una cárcel no se trata de un lugar en el que uno deba pasar una temporadita de su vida a pan y agua por si acaso algún día comete un delito. A uno le meten a la sombra después de haber sido imputado como presunto culpable de algo, y después de haber demostrado su culpabilidad en un juicio, pero nunca antes, no sin haber sido previamente detenido, se le hayan leído sus derechos y se le haya juzgado.

No obstante, y pese a esta obviedad, existe en nuestra sociedad un punto extraño, un agujero negro anacrónico que nos condena a todos los ciudadanos a cumplir una pena preventiva, tanto si delinquimos, como si no.

Me explico: Hace poco que muchos regresamos de nuestras vacaciones y decidimos volcar nuestras fotos de viaje a un disco duro, grabarlas en un CD, llevarlas con nosotros en un Pen-Drive, e incluso imprimir algunas con nuestras impresoras. Me refiero a NUESTRAS FOTOS, cada uno las nuestras, las que tomamos con nuestras cámaras y de las que somos autores, pero por las que no percibiremos ningún beneficio recaudado por ninguna entidad gestora de derechos de autor; al contrario... por cada cámara digital que hayamos comprado, CD, Pen-Drive, disco duro, impresora, etc, lo que estaremos haciendo será pagar el canon a la SGAE, y eso, no es más que un castigo preventivo que nos impone dicha entidad, una condena por un delito que no hemos cometido, pero por el que aún y así... pagamos. No vaya a ser que con nuestra cámara se nos ocurra filmar algún fragmento de película en la que salga Pilar Bardem, o que en nuestro pen-drive llevemos música descargada de internet, o que con nuestra impresora nos imprimamos material protegido, o que llenemos nuestro disco duro de películas descargadas de la mula.

Vale, pero... Y si no lo hacemos? Aún somos muchos a los que si nos gusta una película preferimos comprar una copia original que una del top manta, y tampoco somos pocos los que gracias a descargarnos música de forma “ilegal” hemos terminando descubriendo a artistas que nos han encantado y de los cuales hemos comprado sus CD’s originales. Del mismo modo si vamos a hacer un regalo a alguien y optamos por música no se nos ocurre regalar un CD grabado en plan casero con una carátula escaneada, si optamos por un libro no nos presentamos con un ejemplar fotocopiado y grapado, o en el caso de querer regalar una película no mandamos vía e-mail un enlace con un texto que diga: “Mira colega; en el día de tu cumpleaños te mando este link para que te mires tal película del Cine Tube. Regalazo Eh???”. Vamos, que no somos tan cutres.

Ya no voy ni a entrar en el caso de los que realizamos algún tipo de trabajo autoral y por el que la gran mayoría de las veces no percibimos derechos de autor, pero a los que nuestros editores nos piden que las entregas de dichos trabajos las hagamos en CD’s, Pen-Drives, o que las subamos a servidores FTP; por todo eso también pagamos el canon de la SGAE y ahí ya no es sólo que se nos haga pagar por un delito que probablemente no vayamos a cometer jamás, ahí directamente y sin paños calientes lo que la SGAE está haciendo es robarnos nuestros derechos de autor además de hacernos pagar -vía canon de rigor- para dárselos a otros autores que probablemente lo sean mucho menos que nosotros. Cuanto tiempo llevan muchos de los de la SGAE sin dar un palo al agua? Quien ha oído hablar del último disco de Teddy Bautista, entre muchos otros?

Hoy es viernes y toca música, así que os dejo con un tema de Ramoncín del año 1978. El que fue durante 20 años miembro activo de SGAE y se dejó el alma en la lucha a favor del canon digital y en esa supuesta defensa por los derechos de autor, es ahora un indiscutible ídolo de mesas... no, no hay ningún error, he escrito bien: de “mesas”, ídolo de “mesas” ya que lo suyo es sentarse de tertuliano en alguna mesa de algún plató, opinar sobre el tema que sea y eso si... cobrar por todo. Antes cantaba, pero de eso... ya nadie se acuerda.

Nice weekend Friends ;-)



Pdt - Quedan dos cosas pendientes; a saber: contaros cómo pirateábamos música en los setenta, que tiene su tela, y una anécdota personal que tuve con Ramoncín en 1984, en Madrid.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Los coches de los 70, un mundo paralelo

Hablar de un coche a mediados de los sesenta o principios de los setenta significaba hablar de libertad, de categoría y de prestigio social.

Para la gran mayoría de familias de aquellos tiempos, un coche significaba el fruto de mucho esfuerzo y el tedioso pago de numerosísimas letras seguidas de una dolorosa entrada previa de unas 2.500 o 3.000 pesetas, o bien la posibilidad de que te tocase en suerte uniendo los vales de cartón que aparecían en el detergente AJAX y que te ofrecían la posibilidad de conseguir uno “por la cara”. No conozco a nadie que consiguiese un coche por ese procedimiento, aunque recuerdo que cuando mi yaya Lola llegaba de la compra, vaciábamos el polvo del detergente en una bolsa y nos afanábamos en la búsqueda del codiciado vale de cartón. Siempre aparecía uno, pero casualmente pertenecía a la parte trasera o delantera del vehículo y nunca, jamás de los jamases conseguimos encontrar el vale correspondiente a la parte central que nos permitiese completar el puzzle.

Una mañana de verano de 1968, mi padre me despertó y me pidió que le acompañase a dar una vuelta. Recuerdo que me sorprendió ya que eso solíamos hacerlo los domingos, y aunque no era domingo, tampoco recuerdo que día era. El caso es que mi madre me puso como un pincel y papá y yo salimos a dar un paseo. Entramos en un concesionario SEAT y nos metimos en un coche mientras que un tipo le daba a mi padre todo tipo de explicaciones. Papá le dio media vueltilla a la llave de contacto y salimos del concesionario con un SEAT 850 Especial de color verde botella. Yo miraba hacia atrás tratando de ver si el señor que nos había explicado tantas cosas corría detrás nuestro para recuperar el coche, pero lejos de eso, aquel caballero me saludaba con la mano y con una amplia sonrisa.

—Papá... este coche es nuestro?
—Si cariño. Qué te parece?
—WooOOoow...

A partir de ahí, desde el momento en el que un coche pasaba a formar parte de la familia, todo el universo giraba en torno a él: papá pasaba las noches asomado al balcón y vigilando que nadie le hiciese nada al recién llegado utilitario, la yaya Lola se ponía como loca a coser cojines de ganchillo y mamá se recorría las tiendas en busca de elementos para personalizarlo y hacerlo único y exclusivo.

Recuerdan? Seguidamente enumeraré algunos de los más característicos, pero seguro que la lista se podría ampliar muchísimo:

La correa del mareo: Todos los críos nos mareábamos en el interior de aquellos vehículos que alcanzaban la astronómica velocidad de 125 kilómetros por hora (en bajada) y que tomaban las curvas como si se tratasen de auténticas naves del espacio. Las biodraminas hacían su efecto, pero un día se pusieron de moda unas extrañas correas de goma que se colgaban del parachoques trasero y que supuestamente hacían auténticos milagros. Papá compraba una harto ya de pasarse el viaje diciéndonos “mira a la carretera. Tú mira a la carretera y verás como así no te mareas”, hasta que al final no quedaba más remedio que detener el coche en la cuneta para que potásemos y nos quedásemos a gusto. Por suerte, llegaba un fin de semana en el que salíamos con el coche y como no... con la correa del mareo colocada. Se le atribuían poderes mágicos a ese pedazo de goma diciendo, entre otras cosas, que por el hecho de ir arrastrándose por el asfalto transmitían unas cargas de electricidad estática al interior del vehículo que propiciaban un viaje feliz y placentero. Lo cierto es que pasadas unas cuantas curvas nuestros rostros palidecían y había que parar en una cuneta para vomitar ante la atónita mirada de papá que no daba crédito.

—Pero coño! —exclamaba—. Si llevamos la correa del mareo!!

El perro mueve cabeza: Auténticos engendros de plástico duro o cartón piedra que de un modo realista y con pelo, simulaban ser un perro situado en la parte trasera del vehículo y que con el movimiento del coche realizaban un sinuoso vaivén con sus cabezas. Un portento de gadget fruto de la elucubración de alguna mente enferma y que se comercializó con enorme éxito en aquella época. Yo recuerdo que me ponía de rodillas sobre el asiento trasero del coche, apoyaba mi cabeza entre mis brazos cruzados sobre el respaldo y era capaz de contemplar durante horas a aquel “bicho” como si se tratase de un pez en el interior de una pecera. Todo eso dio lugar a alguna que otra pesadilla y a suplicarles a mis padres que por favor, quitasen a ese monstruo del coche.

Las pegatinas en los cristales: Las familias motorizadas tomaban rumbo a algún merendero situado en plena montaña, comían paella, bebían vino con gaseosa y mirindas, y al terminar el día se les compraba un Chupa Chup a los críos y el dueño del lugar obsequiaba a nuestros padres con una pegatina del merendero para que la enganchase en el interior del cristal del coche. Por una parte implicaba publicidad para el local, por otra parte era como ir por la carretera diciéndoles a los demás dueños de vehículos: “Yo estuve allí”. Distintas pegatinas, pero con idéntica intención te daban si pasabas un domingo en algún parador nacional o lugar turístico, así como si asistías a alguna feria de productos hortícolas o de buscadores de setas. El caso es que las lunas laterales y traseras de los coches quedaban llenas de pegatinas que nos impedían contemplar el paisaje y no nos quedaba otra opción que la de ir leyendo los tebeos de la Pantera Rosa y como consecuencia... pillarnos un buen mareo.

El papá no corras: A veces papá se libraba de mamá, de la abuela y de nosotros y emprendía un viaje en solitario hacia algún lugar. No obstante, allí estaban nuestras fotos para recordarle que le queríamos, que le echábamos de menos y que no corriese demasiado para evitar tener accidentes. Los salpicaderos de la gran mayoría de coches lucían unos rectángulos de madera o aluminio forrados de escai que se sujetaban por medio de un imán y en el que aparecían los caretos de los miembros de la familia sobre la frase “Papá no corras” en letras metálicas. Vamos, una pieza super fashion de la muerte que posiblemente también motivó alguna pesadilla a más de uno.

Las hierbitas secas en el salpicadero: No sé si antes existía el pino aromático que ahora llevan los taxistas colgado del retrovisor y que desprende un “posible” buen olor que mezclado con el pestazo a sudor de tanta gente que entra y sale y de los aromas de los diversos perfumes, se acaba convirtiendo en algo nauseabundo, pero antes, en lugar de esos ambientadores artificiales se utilizaban auténticos remedios naturales.

Mientras papá buscaba caracoles por entre medio de las malas hierbas de la cuneta nosotros pillábamos un palo, y a modo de espada pirata terminábamos con una legión de enemigos imaginarios. Entre tanto, mamá y la yaya se dedicaban a recoger ramitas de romero o de tomillo que acababan colocadas en los armarios de casa y en el salpicadero del coche. A mí siempre me recordó al olor de la botica del pueblo.

Los cojines de ganchillo: Otra suerte de gadget que era una mezcla de horterismo e inutilidad a partes iguales. Se colocaba en la parte trasera del vehículo junto al perro mueve cabeza y servía única y exclusivamente para demostrar que las abuelas se entretenían en casa encantadas en decorar los coches de sus yernos. Los había de todo tipo, pero predominaban los motivos florales con unas pedazo floripondias enormes y los escudos de los equipos de fútbol. Nosotros creíamos que aquello debía tener alguna utilidad específica, así que tras una dura jornada de trajín en el campo, nos metíamos en el coche de camino a casa, nos entraba el sueño y agarrábamos el cojín para echarnos una siesta, pero no...

—Deja el cojín en su sitio! Con lo que has sudado hoy todo el día... Qué quieres? Llenarlo de porquería?

... definitivamente, no servían para nada.

Ah!... en la época se comercializó una pegatina especial para todo aquel conductor que no disponía de un cojín de ganchillo y que decía: “A mí también me están haciendo uno”.

Los colgantes de los retrovisores: Posiblemente se trata de un gadget automovilístico que perdurará por los siglos de los siglos, siguen siendo de uso obligado en el interior de cualquier vehículo que se precie y no han perdido su vigencia y rabiosa actualidad con el paso de los años. Los modelos fueron, son y serán de lo más variado y recorren todos los espectros estéticos. Algunos son discretos, simples elementos de decoración casi subliminal que pueden llegar a pasar desapercibidos. Por el contrario, otros... además de ser horteras y de tamaño XXL, obligan a los conductores a adoptar difíciles posturas con sus cabezas para poder ver la carretera a través de esos colgantes que ocupan prácticamente toda la luna delantera.

El de la foto corresponde al que se utilizó en el SEAT 850 de mi padre del año 1968. Representa la figura del Manelic; personaje central de la obra Terra Baixa del dramaturgo catalán Àngel Guimerà. El pobre está absolutamente descolorido y estropeado por el sol español que nos acompañó a lo largo de tantos y tantos kilómetros recorridos a través de nuestra geografía, pero ahí sigue, a sus 41 años y como si nada. Actualmente forma parte de mi colección de recuerdos setenteros y goza de un lugar privilegiado en una de mis vitrinas.

Total... que la moda de tunear coches parece que sea de ahora, pero al lado de nuestros padres, madres y abuelas, los tuneadores modernos son unos auténticos aficionados ;-)

Créditos de las imágenes: 1).- SEAT 850 de mi padre. En la foto aparecemos mi madre y yo en un desayuno de camino a alguna parte. 2).- Cartel publicitario de los 70 con el infalible SEAT 850. 3, 4, 5, y 6).- Imágenes bajadas de internet y debidamente tuneadas para la ocasión. 7).- El Manelic de mi viejo SEAT 850 que colgó durante años de su retrovisor, así como de los siguientes coches que tuvo mi padre. Colección particular.


martes, 20 de octubre de 2009

Las Reglas del Compromiso

En este mes de octubre se cumplen los 130 años del nacimiento de Joe Hill; músico y sindicalista norteamericano que fue condenado y ejecutado tras un controvertido juicio en el que se le acusó de asesinato. Sin duda se trató de un tipo molesto en una época en la que se dedicó a organizar a los trabajadores en sindicatos y utilizó la música como modo de lucha y propagación de reivindicaciones políticas y sociales. A partir de Joe Hill nació la canción protesta que en España tuvo su máxima representación durante las décadas de los sesenta y los setenta.

Lo cierto es que el debate sobre si los artistas –de cualquier especialidad- deben o no comprometerse política o socialmente, ha estado abierto desde que el primer cavernícola pintó en su cueva una escena de caza utilizando la sangre de un venado, carbón vegetal y resina como primigenios materiales pictóricos.

Es indudable que el artista comprometido ha sido en muchas ocasiones la voz de una parte del pueblo que ha necesitado verse representado en determinados momentos políticos en los que las libertades han sido tan nulas como excesivas las injusticias. Por otra parte no pocos artistas en su coherencia de asumir su compromiso hasta el final, se las han visto ante sus verdugos y han sido ejecutados por el único delito de alzar la voz expresando un modo de pensar distinto al impuesto.

Pero como es obvio, todo compromiso tiene unas reglas, y de ahí que hay quien opine que un artista no debe comprometerse con nada más que con su arte y sólo en base a él ganarse al público; más que nada porque los tiempos hacen que las personas evolucionen en sus ideologías y en sus planteamientos, y a veces puede parecer que ciertos compromisos políticos no sean más que una forma de oportunismo para sacar a flote carreras artísticas actuando en pro o en contra de determinados regímenes o de ciertas causas que favorecen que el artista en cuestión se haga notar.

A todo esto... el pasado viernes andaba buscando algún tema de Victor Manuel para realizar una entrada musical. El cantautor asturiano me gustó bastante durante una época en la que las cintas de cassette de muchos artistas “comprometidos” llenaban mi Telefunken; a destacar algunos de la Nova Cançó catalana y en especial Joan Manuel Serrat, vecino de mi querido Poble Sec y al que algún día dedicaré una entrada.

Pues bien, la verdad es que Victor Manuel me tuvo con la mosca detrás de la oreja por el hecho de haberse declarado siempre tan comunista y por incurrir en el mundo del cine español como productor; ante lo cual uno piensa: “Bieeen... por fin alguien le quitará caspa al cine español y tras el reinado de Ozores y Frade se dedicará a hacer cine ‘comprometido’que al menos podrá tener un cierto interés”. Y va el tío y se pone a producir una película en la que la protagonista es Isabel PantojaYo soy esa (1990)” y su subsiguiente secuela; es decir... de lo más casposo que ha parido el cine español y de manos de un “comprometido” que demostró serlo con su bolsillo como bien lo certificó en cierta ocasión cuando se le preguntó (con mala leche y mucho infortunio) que por qué no repartía sus beneficios con los pobres. Su respuesta fue tan estúpida como la pregunta, acuñando la frase histórica de: “Soy comunista, no soy gilipollas”; o en otras palabras: repartir los beneficios con los pobres... es de gilipollas.

Lo peor de todo es que ahondando en la vida del artista para dedicarle mi entrada del pasado viernes, me encontré con un documento antológico; un tema que compuso y que grabó en 1964 titulado “Un gran hombre”, dedicado ni más ni menos que...a Francisco Franco y en honor a la celebración de los primeros XXV años de dictadura.

Me quedé a cuadros. Al parecer el artista negó siempre este hecho en su vida hasta que finalmente, en una entrevista a “La Voz de Galicia” en diciembre del 2007, declaró que dicho episodio en su vida fue algo así como un pecado de juventud.

La verdad es que estuve a punto de mandar al pedo la entrada dedicada a Víctor Manuel; es más, en realidad lo hice y en su lugar le di paso otra cosa, pero tras darle vueltas al tema durante un par de días debo reconocer que Víctor Manuel no deja de ser un icono de la época, y de que su abuelo picador no tiene ninguna culpa de que le haya salido un nieto de un rojo más desteñido que el traje del payaso de Micolor.

viernes, 16 de octubre de 2009

Una del Oeste

Mi afición por el lejano Oeste se manifestó en mí cuando yo era un crío con tres años recién cumplidos. Poca influencia ejercieron las películas del Far west, las novelas de Zane Gray o de Marcial Lafuente Estefanía, ya que por aquel entonces, yo no iba al cine, no teníamos tele en casa, ni leía novelas. Imagino que sencillamente, el espíritu errante de algún vaquero perdido en el limbo entró en mí un buen día, me poseyó y me convirtió en un precoz aspirante a forajido.

Cuenta la leyenda, que durante la navidad del 67, mis padres y los de mi vecino Alberto, se pusieron de acuerdo para celebrar juntos el día de reyes. La idea era festejarlo un año en casa de unos y al siguiente en la de otros, y el motivo era por una pura cuestión “de bulto” ya que al parecer ninguna de las dos familias disponía de posibles como para llenar el comedor de regalos para sus respectivos cachorros humanos, de modo que se les ocurrió reunirnos a los dos críos en una cena conjunta en casa de la familia de Alberto ese primer año, pasar la noche juntos, y mientras nosotros dormíamos como benditos, nuestros progenitores dispondrían los escasos juguetes por el comedor para que al día siguiente, al despertar, no se apreciase esa expresión de frustración en nuestras caras al encontrar un simple par de paquetes envueltos; veríamos cuatro, la frustración vendría luego cuando nos tratasen de hacer entender que dos paquetes eran para Alberto y dos para mí.

La casa de Alberto era un entorno extraño. Se trataba de un piso idéntico al mío, pero al revés y con distintos muebles. Mi piso era el 2º 2ª y el suyo el 2º 1ª del mismo inmueble. Mi balcón daba a un patio interior, el suyo a la calle. Yo entraba en mi casa, atravesaba el recibidor, recorría el pasillo y llegaba al comedor para finalmente salir al balcón, y ese recorrido lo hacía dirigiéndome hacia mi izquierda. En casa de Alberto era lo mismo, sólo que había que dirigirse hacia la derecha. Por el camino me encontraba con la cortina que estaba situada en el mismo lugar que la de mi casa, pero que era de un color y un estampado distinto, como el sofá, la mesa, las sillas, etc. De verdad... daba mal rollo. Era como entrar en tu casa y encontrarla habitada por personas que aunque conocidas, habían cambiado las cosas de sitio y de dirección. Sin duda algo extraño que con tres años me costaba procesar y que indudablemente algún psicólogo me sonsacará un día de estos y a partir de lo cual generará una teoría en torno a algún posible trauma.

Llegó la mañana y Alberto y yo nos despertamos, pusimos nuestros pies descalzos en el suelo y fuimos a por nuestros juguetes con esa alegría desbordante y típica ante la incertidumbre de saber si los reyes se habían leído la carta, o si para variar... habían traído lo que les había dado la gana. Alberto salió primero, atravesó la puerta de su habitación y giró hacia su derecha, hacia el comedor; lugar en el que sin duda se hallaban los paquetes. Yo tras él, pero tal y como hubiese sido lo normal en mi casa me dirigí hacia mi izquierda topando con esa cortina situada cerca del recibidor, pero que no era del color de la mía. Fue algo así como un shock; me desperté de golpe, reaccioné, giré sobre mis pies y enfilé a toda velocidad por el interminable pasillo temiendo que al llegar, Alberto ya hubiese abierto todos los paquetes arruinándome cualquier posibilidad de sorpresa.

Los cuatro paquetes estaban allí, y los cuatro adultos expectantes y observando por primera vez en nuestras caras una expresión de niños de la más alta burguesía catalana ante tanto bulto. Cuatro paquetes de morirse! Bien envueltos con papeles de colores y rodeados de un par de tremendas bolsas de chuches. Había hasta de ese carbón de azúcar, que aunque arruinó mi dentadura para los restos, se trató de mi primer vicio manifiesto y uno de los muchos que aún mantengo.

Alberto, que había tomado una ligera ventaja y que era un año mayor que yo, empezó por los dos más grandes. Sus padres le arrebataron uno de los paquetes de sus apresuradas manos y me lo cedieron a mí pese a su cara de pocos amigos. En el suelo sentados, al lado de una estufa de gas butano, Alberto y yo empezamos a deshacer los paquetes; él más pendiente de qué contenían los míos, y yo interesado por saber qué había en los suyos.

Por fin, Alberto extrajo una caja de uno de ellos; se trataba de un traje de futbolista del Real Club Deportivo Español. Su padre, su tía y su abuela eran hinchas indiscutibles del equipo, posteriormente Alberto también lo fue, hasta el punto en que era de esos que cuando el Español perdía un partido le entraban todos los males y era mejor mantenerse a distancia ya que descargaba su furia ante el primero que se cruzase por delante de sus narices. Alberto siempre quiso ser portero del Español desde esa tierna infancia y desde esos cuatro años en los que ya sus ojos se llenaron de felicidad ante aquella caja rectangular y grandota que contenía una camiseta blanquiazul, un pantalón corto, unas rodilleras y unas botas de fútbol.

Reconozco que miré aquel regalo con indiferencia, pero mi paquete, también rectangular y grandote me hizo pensar lo peor. Aún no había sido capaz de desenvolverlo y ya empecé a hacer pucheros temiendo que en su interior me pudiese encontrar con un traje de futbolista. Y encima... con lo que me estaba costando abrirlo. Para qué? Tanto esfuerzo para nada? En primer lugar ya era alérgico al fútbol a los tres años, y si una cosa tenía clara era la de que yo no iba a salir a la calle a jugar con mis amigos vestido de futbolista por más que eso molase en el barrio.

Mi madre me echó un mano con ese papel de regalo y lentamente pude extraer la caja de su interior... Wow! Al parecer los reyes de Oriente conocían los gustos de todos y a mí me trajeron un precioso fuerte del Oeste con su torre de vigía, su bandera, casitas y soldados de plástico. Creo recordar que no era de la casa COMANSI, posiblemente se trataría de alguna marca desconocida, pero el fuerte era chulísimo y de madera de la buena.

Alberto estaba boquiabierto contemplando mi regalo mientras que con ambas manos sujetaba su caja con el equipo del Español. Era tan impresionante mi fuerte que olvidó por completo su segundo paquete. Yo en cambio, empecé a pelear con esos malditos embalajes de papel y cintas de colores para conseguir desentramar el misterio y averiguar que contenía mi segunda caja. Una caja bastante grande y cuadrada que aunque pesaba poco era difícil de manejar.

Oh Señor!... Enseguida que vi los dibujos de la caja, una vez extraída de tan complicado envoltorio, intuí que sus majestades habían metido la pata hasta el fondo. Claro, demasiados niños en el barrio, así que era fácil que esa caja en la que aparecían dibujados unos niños jugando al fútbol y la pelota que había en su interior, perteneciese a otro niño que al igual que a Alberto, le apasionaba ese deporte que yo tanto aborrecía. Alberto se puso en pie de inmediato, su boca seguía abierta y sus ojos tan redondos como mi balón. A contraluz contemplaba su silueta que se interpuso entre el balcón y yo dejando colar esa luz de la mañana que me molestaba en los ojos.

—Qué te parece? Para que puedas jugar con el Alberto al fútbol —me dijo el padre de Alberto con una cara de satisfacción más deslumbrante que la luz que entraba por el balcón.

Miré a mis padres para saber si ellos habían tenido algo que ver con semejante despropósito, pero pude ver en sus caras que eso había sido cosa de los reyes. Malditos capullos! Con el tiempo me enteré de que, dado que se celebraba ese día en común, un poco a lo hippie, los padres de Alberto se ocuparon de uno de mis regalos (la pelota) y los míos de uno de los de Alberto (el equipo de futbolista); vaya... un toma y daca para hacer más amena la festividad y para que eso de compartir tuviese más sentido.

Alberto seguía molestando ahí en pie, cada vez se me acercaba más, invadía mi espacio y todo parecía indicar que quería hacerse con mi pelota. Aún no había desenvuelto su segundo regalo. Su padre, presa de una ilusión desmedida trató de infundirme un amor hacia el fútbol mostrándome el gran valor que tenía mi pelota. La agarró bajo uno de sus brazos, tomó mi mano y me llevó hasta el pasillo. Alberto detrás de mí sin perder ripio. En mitad del estrecho pasillo colocó el balón y lo chutó con suavidad en dirección al recibidor; la cortina lo detuvo en su trayectoria. Se acercó a la pelota y nuevamente la colocó en mitad del pasillo.

—Ahora tú. Dale un chute bien fuerte! —dijo el padre de Alberto.

Le miré a él y miré la pelota. Creo que no entendí nada de qué era todo aquello, así que me giré en dirección a mi fuerte que estaba en el comedor esperando mi regreso. Las manos del padre de Alberto me tomaron por la cintura y me levantaron del suelo. En volandas me llevó al otro extremo en el que se hallaba el balón.

—Ya ves que si quieres ir a buscar el fuerte... no vas a tener más remedio que darle un chute a la pelota —me dijo sin perder ni por un momento esa expresión de felicidad en su rostro. Una expresión típica de alguien que cree haber dado en el clavo—. Alberto... ponte de portero! —añadió.

Ignoro que hacía Alberto colocado allí en mitad del pasillo impidiéndome el acceso al comedor. Tampoco sé que pintaba aquella pelota a escasa distancia de mis pies, ni que intenciones tenía el padre de Alberto a mis espaldas y jaleándome para que realizase no sé que tipo de ceremonia de iniciación ritual. En cualquier caso, yo lo tuve claro; el pasillo era estrecho, pero conseguí colarme entre el espacio que había entre la pelota y la pared para reanudar mi interrumpido viaje al comedor. Quedaba un obstáculo por vencer ya que Alberto permanecía allí obstruyendo el paso, pero todo fue más fácil de lo que en principio se podía prever. Alberto estaba tan alucinado de que alguien se negase a chutar un balón que esa pose que había adoptado de portero infalible ocupando el pasillo, se había convertido en un encogerse de hombros mirando a su padre y dejándome el espacio libre. Así que me dirigí a mi fuerte y lo empecé a montar con la ayuda de mi padre y con una mirada que me lanzó de absoluta complicidad.

—Alberto, aún no has abierto tu segundo regalo —dijo su madre—. Miquel ven a ver que le han traído los reyes a tu hijo! —gritó llamando a su marido que aún permanecía en medio de aquel pasillo y en un lamentable estado catatónico.

Y efectivamente... los reyes se habían equivocado hasta el punto de que se empezó a manifestar en mí un sentimiento claramente republicano.

Alberto lucía en sus manos un precioso envase de cartón y plástico que contenía un plateado y flamante revolver 31 de la casa JOAL. Una pistola metálica con las cachas encarnadas y un blister en el que aparecía ilustrada una cabeza de búfalo, una placa de sheriff y una espuela. El complemento perfecto para el gorro de Cow-boy y el chaleco negro que me pondría cada vez que jugase con mi fuerte y mis soldaditos de marca desconocida, pero eso si... de madera de la buena.

Mientras contemplaba esa pistola de juguete, Alberto no estaba boquiabierto ni tenía los ojos redondos como platos, era evidente que la pelota... mi pelota, le había hecho mucha más ilusión, de modo que me planteé la posibilidad de realizar un trueque. Corrí de nuevo hacia el pasillo en dirección al balón. El rostro de Miquel se iluminó y resplandeció más que ese sol de invierno que cada vez se colaba con más intensidad a través de los cristales del balcón.

—Anda!, Dale!, Chútala fuerte! —gritaba.

Su expresión se tornó en la noche más negra cuando vio que mi intención no fue otra que la de agarrar la pelota con las manos y correr con ella en dirección a Alberto para entregársela, librarme de ella para siempre y sustituirla por el revolver 31 de JOAL.

En un primer momento Alberto no cayó en la cuenta y no se lo pensó dos veces al entregarme la pistola para poder aferrarse a ese balón con ambas manos, tan fuerte que parecía que se trataba de un apéndice más de su propio cuerpo. Lo malo es que tampoco tardó mucho en reaccionar y tratar de recuperar su revolver tomando el balón con un brazo, apretándolo contra su pecho y extendiendo su mano libre solicitando la pistola con una impertinente insistencia. Alberto quería la pelota, pero no estaba dispuesto a deshacerse del revolver aunque tampoco se tratase de algo que le hiciese especial ilusión.

Miré a mi entorno en busca de respuestas y vi a mis padres con una sonrisa dibujada en sus caras, pero en un rictus como de apuro que quería decir: “no es tuya cariñito”. Juani, la madre de Alberto miraba alternativamente a mis padres, a su hijo y a mí sin saber que actitud tomar, y Miquel estaba sumido en un síndrome postraumático ante la visión de que un niño frente a una pelota, no había querido propinarle un chute.

Alberto seguía acercándose a mí, y si nadie lo impedía ese tipo acabaría arrebatándome la pistola y a ver luego quien le arrancaba la pelota que ya estaba prácticamente incrustada en su cuerpo. Lo cierto es que me importaba más bien poco dónde pudiese terminar la dichos pelota, pero el revolver de JOAL ya estaba en mis manos, ya había conseguido incluso sacarlo del blister y mientras daba pasos hacia atrás alejándome de Alberto podía sentir sus cachas encarnadas al tacto de mi mano, su peso debido a su material metálico y ese olor a juguete nuevo que me cautivó.

El balón iba dando botes por el suelo, cada vez con menos ímpetu hasta que finalmente se detuvo frente a la puerta de una habitación. Alberto murmuró algo... estaba completamente tendido en el suelo y con los brazos abiertos, yo me hallaba sobre él con mis rodillas clavadas en su pecho y con la pistola de JOAL apuntando entre medio de sus cejas. Con mi dedo pulgar levanté el martillo con suavidad, el tambor del revolver 31 giró hasta que un “crick” le detuvo en el lugar donde debería hallarse una supuesta bala. Mi dedo índice acarició el gatillo mientras cerraba mi ojo izquierdo tratando de tener buena visión con el derecho a través del punto de mira. Alberto me miraba desconcertado y bizqueando ligeramente ante la presencia metálica y plateada del cañón de la pistola sobre su nariz.

—No des un paso más forastero! —le dije—. De lo contrario, me veré obligado a disparar en tu entrecejo y volarte la tapa de los sesos.

Nadie supo de dónde había sacado yo esa frase que recité al más puro estilo John Wayne, posiblemente la habría escuchado anteriormente en casa de mis tíos que por aquellos tiempos eran los únicos que tenían tele, y sin duda me debió impactar del mismo modo que impactó a Alberto y a todos los allí presentes.

Levantarse el día de reyes para lanzarse sobre los regalos tiene el inconveniente de que no pasas antes por el lavabo para hacer un pis, así que Alberto, aún en el suelo y bizqueando, empezó a orinarse encima empapando el pantalón de su pijama y formando un charquito que se dirigía hacia su bolsa de chuches.

Nuevamente salí en volandas, pero esta vez fue mi padre quien me agarró de la cintura y me llevó hacia un rincón del comedor para soltarme una buena reprimenda. Juani se apresuró a levantar a su hijo del suelo y a recoger la bolsa de chuches antes de que la meada la echase a perder. Mi madre volvía de la cocina con el mocho en las manos y dispuesta a limpiar el estropicio, y Miquel... bueno, Miquel seguía tratando de averiguar el inescrutable misterio del niño que no quiso chutar un balón.

Empezó a armarse una buena: mis padres ordenándome que le devolviese el revolver a Alberto mientras yo les respondía abriendo fuego con la pistola descargada y escondido detrás del sofá a la vez que les alejaba de mí a gritos: “Largo de aquí pieles rojas! Os haré morder el polvo de la llanura!”. Juani regañando a su hijo por haberse meado y gritándole para que saliese de debajo de un armario en el que se hallaba apostado y nuevamente aferrado al balón. Por un momento hubo un disloque tremendo en esa casa; mis padres tratando de rodearme por ambos lados del sofá, yo saltando sobre él “No lograréis atraparme! Moriré con las botas puestas!”. Juani con el palo del mocho intentando sacar a Alberto de debajo del armario y Miquel en un rincón y con la mirada perdida. Vamos... que ni el mismísimo Gary Cooper se las vio tan difíciles en “Solo ante el peligro” como nos las vimos Alberto y yo aquella mañana de reyes.

Por fin Miquel salió de su estado de trauma y puso paz con unas sabias palabras.

—No cabe duda de que los reyes han cometido un error. No creéis familia? —miró al resto de adultos que se detuvieron en su empeño de capturarnos.

—Vamos a ver —prosiguió Miquel—. Estoy convencido de que esa pistola era para esta especie de vaquero que no levanta tres palmos del suelo, pero que está claro que nunca le dará una patada a una pelota. Mientras que la pelota no puede ser para nadie más que para alguien que de mayor será portero del Español. No?
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Todos asintieron y aceptaron el error de los reyes. Alberto y yo empezamos a salir de nuestros escondites y a aproximarnos de nuevo el uno al otro. Él seguía aferrándose a la pelota temeroso de que se la fuese a quitar y yo iba apuntándole con la pistola no fiándome un pelo de que aceptase el cambio.

El resto del día transcurrió estupendamente bien. Una vez recogidos los trastos nos dirigimos todos al 2º 2ª, a ese piso de enfrente, que era el mío, y que no estaba al revés como el de Alberto y en el que su abuela y la mía habían preparado un comida especial que consistía en pollo, una botellita de cava y un roscón de reyes. Comimos todos juntos mientras que Alberto le contaba a su padre no sé qué acerca de un joven que en un futuro próximo sería jugador del Español y que se llamaba Solsona. Yo iba cerrando mi ojo izquierdo para apuntar bien con el derecho y tener bajo el punto de mira de mi pistola a todos cuantos habían en la mesa “Detente Toro Sentado!... he visto caballos tuyos galopando por la pradera!”. “John Dillinger, ya te dije que nunca debiste cruzar el mississippi!”. Mi padre iba soltándome algún que otro capón para hacerme callar, al parecer mis soliloquios de legendario forajido interrumpían la conversación que estaba manteniendo con Miquel y que giraba en torno a un tipo muy malo, que mandaba y que se llamaba Franco. Mi madre y Juani hablaban de colegios, de que las vacaciones de Navidad se terminaban y de que había que comprarnos algo de ropa con no sabían que dinero. Las abuelas, mientras, hablaban de muertos y de enfermedades. El sol que había aparecido por el balcón de la casa de Alberto, empezaba a desaparecer ahora por el mío mientras que las mamás recogían los platos de la mesa y los papás sacaban copas y una botella de coñac.

Recuerdo muchas comidas y cenas en casa de Alberto o en la mía, todos reunidos como siempre y pasándolo bien. Lo que no logro recordar es si volvimos a festejar otro día de reyes juntos.



Créditos de las imágenes: Todas las fotografías mostradas en esta entrada pertenecen a la infancia del legendario forajido conocido como: "El Kioskero del Antifaz". Imágen nº 6.- Pistola de la casa Joal. Colección particular.

Videos pertenecientes a las series de televisión que vimos durante los años 60 y 70: "El hombre del rifle", "Bonanza", "El Virginiano", "Jim West", "El Gran Chaparral".

jueves, 15 de octubre de 2009

Clamante Vitaminado, le devuelve la alegría

Ahora que me veo convaleciente de mi tendinitis en el codo, y con mi brazo derecho inmovilizado, me acuerdo de esos domingos de los años 70 en el campo con nuestros padres, tíos y primos. Las mesitas y las sillas de camping, el vino con gaseosa, las tortillas de patatas, los libritos de lomo. Los SEAT 600 y los 850 Especial iban cargados hasta los topes de neveras portátiles, fiambreras de la casa Tupperware, vasos y platos de Duralex en colores verde y ambar, y de críos. Un montón de críos en cada coche en dirección al deseado “día de campo” y sin elevadores, sillitas ni cinturones de seguridad.

Y como no, me acuerdo de que una tendinitis nunca se solucionaba ni con inmovilizaciones ni con infiltraciones. Cualquier mal tenía su cura inmediata con aquellos botiquines setenteros que nuestros padres llevaban en la guantera del coche y que contenían: alcohol, agua oxigenada, mercromina, sulfamidas, vendas, esparadrapo de la marca Imperial, algodón, tiritas y el infalible Calmante Vitaminado.

Cualquier trompazo, arañazo, caída con voltereta incluida, etc, tenía su remedio aplicando unas gotas de alcohol, unos polvos sulfamidas para prevenir infecciones, una venda sujetada por una tirita y un Calmante Vitaminado para evitar el dolor.


Por si eso fuera poco; nosotros regresábamos a casa vendados y llenos de mercromina hasta las orejas, tal y como si hubiésemos mantenido una refriega contra alguna guerrilla revolucionaria, y con nuestro calmante entre pecho y espalda, pero siempre, absolutamente siempre... algún tío se había pasado de vueltas con el vino, la gaseosa o con el brandy Soberano, y alguien de la familia le administraba también el calmante vitaminado de turno.

—A ti qué te duele tío? —preguntábamos.

—A mí?... A mí no me dfuele naaadza —respondía el tío con una sonrisa socarrona y la nariz colorada.

Y es que claro..., ya lo decía el anuncio: “Beba sin temor. Ya todo ha pasado con Calmante Vitaminado”.

Así que ni controles de alcoholemia, ni leches; el tío cargaba de nuevo el coche con un puñado de críos y emprendía el viaje de regreso a la ciudad aunque llevase un pedo del quince. Como mucho, en alguna curva tomada un poco en Zig-Zag, se le acercaba una pareja de la guardia civil, le hacían detener el coche, bajar la ventanilla, y le saludaban con ese: “Güenas tardes... Documentassión”. El tío sacaba los papeles del coche de la guantera, los guardia civiles veían el botiquín, miraban el interior del vehículo -que más bien parecía un parvulario en día de excursión- y ya consideraban que el tío era un señor responsable. Además... si su aliento echaba un poco de pestazo a Brandy Soberano, su categoría aumentaba a la de “macho ibérico”, ya que eso... “era cosa de hombres”. Le despedían con un: “Güen viaje, caballero” y en marcha de nuevo.

Total, que ya estoy harto de reposo, voy a mandar al carajo mi vendaje, mi cabestrillo y voy a pillar una borrachera de tres pares. Luego me tomaré un Calmante Vitaminado y a trabajar que ya va siendo hora.

Me parece a mi que esto de la tendinitis... no es más que otra excusa que se buscan los médicos de hoy en día para evitar que los viejos botiquines de los años 70, les dejen sin curro.


sábado, 10 de octubre de 2009

La entrada número 100

Debo confesar que en la génesis de este blog creí que estaría más sólo que la una. Mi intención no era otra que la de colgar fotografías de mis objetos de colección setenteros acompañadas de imágenes que pudiese ir rescatando de aquí o de allá. También tenía previsto añadir algún texto y así, proporcionarme una excusa más para hacer eso que tanto me gusta y que es contar historias. El hilo temático del blog me permitía escribir mis relatos y compartir mis recuerdos dándoles una coherencia argumental en base a un tema que me sirviese como denominador común entre todos ellos: Los setenta.

Más de 11.000 visitas y de 60 seguidores en apenas nueve meses de existencia. Un buen montón de comentarios que se han convertido en grandes aportaciones y a través de los cuales se han compartido anécdotas y recuerdos con los que espero que todos nos hayamos divertido, y que han contribuido a conocernos un poco, aunque la mayoría, no nos conocemos en realidad, pero vaya... ya casi.

Creo que el interés que despiertan los años 70 en la actualidad, surge de la nostalgia de los que a día de hoy ya tenemos cierta edad, y que pese a la infancia exenta de libertades en la que nos tocó vivir, prevalece por encima de todo el hecho de que fuimos niños; etapa que sólo se vive una vez y que sólo puede seguir presente y permanecer ahí gracias al esfuerzo de muchos por no olvidar.

Las fotografías que muestro en esta entrada pertenecen a una mínima parte de mi colección particular. Algunos de los objetos ya han sido presentados en este blog, y en ocasiones asociados a algún relato inspirado en algún recuerdo rescatado de mi memoria. Como se puede apreciar quedan aún muchísimos objetos y un montón de historias que compartir, de modo que si les parece bien y desean acompañarme en este viaje en el tiempo, seguiremos en ello.

Total... sólo llevamos 100!

miércoles, 7 de octubre de 2009

Los Halcones del Espacio

Iván tenía sus cosas. Era un crío como nosotros, jugaba con nosotros, iba al cole con nosotros y le divertían las mismas cosas que a nosotros, pero siempre andaba unos pasitos por detrás y no se le podía considerar un niño “despierto”.

En el Poble Sec y con diez años de edad, ya todos habíamos desarrollado una picaresca típica y propia de supervivientes natos, en cambio, para Iván, la vida era un complejo berenjenal en el que ante cualquier situación siempre salía perdiendo.

—No te metas con Iván y procura que tus amigos tampoco lo hagan —me decía mi madre.
—Por qué no mamá? Iván es tonto.
—Hijo... Iván sólo tiene un problema, pero los tontos sois vosotros.

Yo no podía llegar a entender a mi madre cuando en clase, la propia señorita Isabel era la primera en ensañarse con él.

La señorita Isabel si oía una sola mosca en sus clases de matemáticas, necesitaba obsesivamente que apareciese un culpable. Daba igual que el culpable fuese uno u otro... ella necesitaba uno, y nosotros, conocedores de que a Iván ya no le venía de aquí, siempre le señalábamos como el causante de todos los males. Iván recibía estopa a diestro y siniestro ya que lo que a la señorita Isabel le gustaba más en este mundo era pegar. Lanzaba bofetadas con sus manos cargadas de anillos y sus muñecas repletas de pulseras. Las hostias que recibíamos nos causaban más dolor por el impacto en nuestros rostros de tanta chatarra que por los manotazos en sí. El ceño fruncido, pero a la vez esa cara de satisfacción que ponía la señorita Isabel cuando hostiaba a Iván no casaba con los consejos que trataba de darme mi madre, y para mí, para todos, era más fácil tener a Iván y apuntarle con el dedo cada vez que la profesora de “mates” pedía a gritos la presencia de un tierno infante a quien llenarle la cara de manos.

En el patio jugábamos “a la melé”, la típica melé de los partidos de Rugby; consistía en que uno de la clase se lanzaba sobre otro gritando “A la melé! A la melé!!”. Ante este grito que era algo así como una llamada de la selva o similar, el resto saltábamos los unos sobre los otros formando un amasijo humano y sepultando al pobre de turno que perdía la respiración tratando de zafarse de los diez o quince “compañeros” de clase que le habíamos caído encima. Generalmente -salvo contadas excepciones- el pobre que se hallaba aplastado en el suelo tras dispersarse el amasijo humano... era Iván.

Un día en la calle, vimos a un par de gitanos jugando con un juguete nuevo; se trataba del paracaidista “Halcones del espacio”. El Vallcanera, el niña, el boliche y yo nos quedamos mudos ante ese juguete y contemplando como esos críos lanzaban por el aire a un muñeco que, al caer, desplegaba su paracaídas y descendía lenta y suavemente. De inmediato corrimos hacia el kiosco del señor Sánchez con la esperanza de que esa novedad estuviese presente sobre su mostrador y en unidades suficientes como para satisfacer el capricho de cuatro críos que a empujones y a toda velocidad atravesábamos las calles del barrio.

Allí estaban, en varios colores y metidos en su blister de plástico. El señor Sánchez estaba acostumbrado a que abordásemos su kiosco cual piratas al asalto de un buque inglés, pero aquella tarde creo que temió por su integridad física ya que nuestra escandalosa llegada y aquel empeño en ser los primeros en conseguir uno de esos paracaidistas fue apremiante.

—Un paracaidista señor Sánchez! Deme un paracaidista! —El boliche, pese a que debía desplazar consigo varios kilos de carne más que el resto, se las ingeniaba siempre para llegar el primero a todas partes.
—Otro para mí! —gritaba el niña desde el final de la cola, el último en llegar y con ese aspecto y esa vocecilla que le hacían merecedor de semejante mote (confieso no recordar su verdadero nombre... siempre fue “el niña”... eso le pasaba por guapo).

15 pesetas valía por aquellos tiempos el paracaidista. Eso era un montón de dinero que no reuníamos entre los cuatro en ese momento. El señor Sánchez nos deseó suerte con nuestros padres y con nuestras huchas emplazándonos de nuevo en cuanto tuviésemos el dinero.

Pasados dos o tres días estábamos en el patio de clase una tarde, contando nuestro dinero y observando con un brillo en nuestros ojos que la cantidad que habíamos reunido entre todos, nos daba para comprar cuatro maravillosos halcones del espacio, uno para cada uno, así que ahora sólo quedaba pelearnos por los colores, pero a toda costa, fuese como fuese, el mío tenía que ser amarillo. Me fascinó el día en que frustradamente intentamos hacernos con uno en el kiosco, me impactó ese paracaídas de cuadros morados y blanco, de modo que estaba dispuesto a lo que fuese con tal de que ése fuese el mío.

Timbre que anunciaba el final de las clases y consiguiente carrera hacia el kiosco con el fin de reclutar a uno de esos maravillosos aventureros del aire para nuestra colección de juguetes predilectos. El señor Sánchez nos vio llegar y se apresuró a salir del kiosco con un montón de paracaidistas en sus manos protegiendo su chiringuito del impacto sobre él de nuestros cuerpos, y del posible riesgo de llegar a desmontarlo y convertirlo en un montón de tablas de madera pintadas de color verde.

—Tomad! Tomad!, pero no os acerquéis ni un milímetro más! Que sois como la peste!!!

Hay veces que la vida te lo pone fácil, y eso era algo a lo que los niños de barrio no estábamos acostumbrados, pero el azar, el orden en el que íbamos entregando las 15 pesetas al señor Sánchez a la vez que él iba repartiéndonos blisters con paracaidistas, hizo que sin pedirlo, sólo deseándolo, el kioskero depositase en mis manos al deseado halcón amarillo con el paracaídas a cuadros morados y blancos.

—Ahora no hagáis como el hijo de la Encarna que ha saltado del balcón agarrado al muñeco.

No le hicimos demasiado caso, no reparamos en sus palabras ya que nuestro entusiasmo rebasaba cualquier límite dentro de la normalidad. Tres manzanas calle abajo, esas palabras del señor Sánchez se clavaron en nuestros cuerpos provocándonos un dolor que aún dura al recordar.

Iván hacía tres días que no venía a clase por culpa de unas anginas, pero daba igual. Creo que nadie le echó en falta a excepción, quizá, de la señorita Isabel. La señora Encarna le había comprado a su hijo un halcón del espacio para hacerle más llevadera su convalecencia, y esa tarde, en la que Iván ya se notaba más recuperado, se lanzó al vació desde un cuarto piso tratando de surcar el cielo con el paracaídas de ese muñeco con el que ya jugábamos todos los críos.

Unos montones de serrín en el suelo tapando un charco de sangre y un par de patrullas de la policía fue todo lo que llegamos a ver de lo que pasó en el barrio aquella tarde.

No sabría decir si Iván se ganó sus alas de piloto realizando ese vuelo suicida, pero lo cierto es que nos dio una lección. Estoy seguro de que todos, seguimos echando de menos a alguien a quien nunca tuvimos en cuenta. Y efectivamente, él tenía un problema, pero nosotros... fuimos siempre muy tontos.

Créditos de las imágenes: Fotografías del paracaidista "Halcones del espacio". Colección particular.

sábado, 3 de octubre de 2009

Kiss and Say Goodbye

Los viernes pretende ser el día oficial en el que este blog presenta un tema musical de los 70, pero... por alguna extraña razón, siempre termino posteándolo en sábado.

Lo cierto es que la razón no es tan extraña. En realidad es por culpa del conocido síndrome del “Oye, ya que estás...” Se trata de un síndrome que padecen la gran mayoría de editores con los que trabajo y que viene dado por culpa de que ellos... no trabajan los viernes por la tarde. No obstante, y pese a esa virtud y privilegio del que gozan, necesitan invariablemente el trabajo realizado para el lunes, motivo que da lugar a otro conocido síndrome denominado “A ser posible a primera hora”. Es decir, que todo se resume en algo del estilo de lo siguiente:

Oye, ya que estás... a ver si me puedes tener esto listo para el lunes. Ah!... y a ser posible a primera hora”.

De modo que a este bloggero, setentero y rockero, no le quedan más huevos que pisar el acelerador a fondo durante el viernes para poder librar el sábado y aún y así... entregar el jodido lunes a primera hora.

Esta vez, me toca currar también en sábado así que les dejo este tema de “The Manhattans” que lleva por título “Kiss and Say Goodbye”. Música R&B en estado puro. El grupo se formó en New jersey por el año 1962 y el tema corresponde a uno de sus éxitos de 1975.

Ahora disfruten de la música, y como a mí me toca seguir laborando un poco, sólo les digo que... un beso y adiós.

Hasta más ver hermanos ;-)

NOTA: Cagüen tó lo que se menea! Acabo de ver que estos putos del Goear, ahora le meten publicidad a la música. Habrá que buscar otro servidor, o tragarse el anuncio.