jueves, 20 de octubre de 2011

Gran Jefe Comansi

Tú estar equivocado, Melena al Viento. Tú deber saber que dificultad no sólo ser peligro, sino que también ser oportunidad.

Y lo sé, Gran Jefe Comansi, pero... estoy acojonado.

Acojonado? Qué ser acojonado?

Oh! Perdona Gran jefe. Acojonado quiere decir que simplemente... tengo miedo.

Tú buscar en ti a gran guerrero. Tú siempre ser gran guerrero. Por qué estar... acojonado ahora?

Verás. El momento es muy complicado, hay pocas oportunidades, y precisamente ahora ha aparecido una de las más importantes de mi vida. Temo no saber aprovecharla, no ser merecedor de ella... y estropearlo todo.

Tu temor venir por tu atención. Tú no prestar tanta atención y tú no tener temor. Dejar fluir como agua de río.

Dejar fluir, dejar fluir... como si fuese tan sencillo.

Gran Jefe Comansi dio una profunda calada a la pipa, entornó los ojos, bizqueó, y desde allí, desde la cima de la montaña del elefante, contempló el valle, alzó su vista hacia el estrellado cielo y miró la luna. Los veloces destellos de la pequeña hoguera que nos prestaba su calor recorrían su agrietado rostro y dejaban ver, en la oscuridad de la noche, los vivos colores de las pinturas de guerra que cincelaban sus mejillas. La tez del Gran Jefe me recordaba a una piel de búfalo curtida al sol durante lustros. De sus comisuras y de los agujeros de su nariz salía lentamente el humo del peyote, que al mezclarse con el de la hoguera, dibujaba en el cielo curiosas figuras que bien hubiesen podido ser las siluetas de sus ancestros deseando comunicarse con él.

Tú no deber quejarte como si ser niña abandonada. Tú deber recordar que terreno rocoso no necesitar de plegaria, sino de puntiagudo tomahawk.

También lo sé, pero es mucha la presión y no me siento con fuerzas ahora. No estoy en mi mejor momento Gran Jefe, eso es todo.

El aullido de un lobo a lo lejos precedió al ademán con el que el Gran Jefe me ofrecía la pipa sosteniéndola con sus brazos extendidos, las piernas cruzadas y la espalda erguida. La tomé, la acerqué a mi boca y con tímidas aspiraciones la hice humear un poco. Tosí sujetando mi garganta entre mis dedos y se la devolví. El Gran Jefe la depositó con delicadeza sobre unas piedras, colocó las manos sobre sus rodillas y fijó su mirada en mi.

Tener que enfrentar con espíritus que perturbar tu mente, Melena al Viento. Tu miedo ser imaginado. Todos poder vencer a enemigo empleando mucho esfuerzo, pero vencer a enemigo inventado requerir de esfuerzo extra.

Estoy algo perdido Gran Jefe. Qué puedo hacer?

Tener miedo ser virtud del valiente. Sólo el cobarde dejarse dominar por él. Así que si querer ser fuerte como bisonte, tú no comer bisonte, tú comer lo que come él.

... No sé por donde empezar...

Empezar por combatir contra ti mismo, y esa ser la más dura de las guerras, pero la mejor de las victorias.

El Gran Jefe Comansi se puso en pie, alzó los brazos e inició una milenaria danza dando vueltas alrededor de la hoguera y entonando una vieja plegaria.

“No te detengas en mi tumba a llorar no estoy allí.
Soy ahora una de las brisas que soplan.
Soy el brillo del diamante en la nieve.
Soy la luz del sol en el grano maduro y soy la suave lluvia del otoño.
Cuándo te despierte en la mañana una ráfaga de aire.
Soy yo.

Soy yo la gentil brisa que se levanta en círculos con el vuelo reposado de los pájaros.
Soy una de las tenues estrellas que brillan en la noche.
No te detengas en mi tumba a llorar. No estoy allí. No he muerto”.

Créditos Imagen: Gran Jefe de Comansi. Colección particular.

jueves, 6 de octubre de 2011

Mi querida Srta. Pepis.

Mi vecina Maria Dolors era una auténtica genio con eso del Tricomarc. Resultaba alucinante verle tejer aquellos vestiditos, bufandas y ponchos para sus muñecas. Combinaba los colores a la perfección y tan pronto hacía rayas, como cuadros, como delicadas cenefas en los bordes de toda aquella ropita de juguete. Maria Dolors presumía de sus muñecas y de cómo las llevaba vestidas.

Yo me sentaba a su lado sin decir nada, ni palabra. Contemplaba el modo en como se manejaba con el ganchillo, las agujas de tejer y aquellos extraños bastidores de distintos colores y tamaños que habían en el interior de su caja del Tricomarc de la Srta. Pepis.

Toma, prueba —me decía a la vez que me daba el ganchillo y un ovillo de lana.

Yo? Quita, quita! Te has vuelto loca? —le respondía.

Eso de tejer era de niñas, y cualquier amigo mío que me viese haciendo bufanditas para muñecas, no hubiese dudado un solo instante en contarlo por todo el barrio y en convertirme en el marica más grande del mundo mundial.

Así no. La lana por encima del dedo, y ahora... una vuelta —me enseñaba ella que jamás perdió la paciencia conmigo a pesar de que fui muy mal alumno.

Otro día Maria Dolors se presentaba en mi casa para jugar conmigo. Yo le abría la puerta y allí estaba ella, con el uniforme del colegio de las monjas, pintada como un cuadro, con sombra azul sobre los párpados, carmín rojo en los labios y unos coloretes rosados que le daban el aspecto de haberse bebido media botella de tintorro.

Jugamos? —me preguntaba.

Vale. A qué?

Yo no había reparado en que bajo el brazo traía su juego de maquillaje de la Srta. Pepis. Una enorme caja que a mi me daba cierto miedo ya que en ella había una cara en forma de máscara que servía para probar todos los potingues que incluía el set.

Pues a qué va a ser? Nos vamos a tu habitación, y yo te pinto.

A mi? Quita, quita! Te has vuelto loca?

Y así Maria Dolors probaba qué tono de base de maquillaje le iba mejor a mi piel, y resaltaba mis labios con ese rojo carmín que sabía a rayos.

Por qué no pintas esa cara que va en la caja? —le preguntaba.

Esa cara es un timo. La pintura no coge bien. Es imposible pintarla.

Y a tu hermana? Por qué no pintas a tu hermana?

Mi hermana es un chicazo y pasa de esto. No quiere saber nada de maquillajes ni de cosas de esas —y añadía—. Ahora estate quieto que te voy a pintar los ojos.

Alguna vez había ido yo a jugar a casa de Maria Dolors. Nos sentábamos en la alfombra que había en su habitación a los pies de su cama y leíamos tebeos hasta que se cansaba, se levantaba y se ponía a escribir en su mesita.

Se puede saber qué escribes? —le preguntaba.

pues una carta —me respondía.

Una carta? A quién?

A la Srta. Pepis —contestaba ella dejando de escribir por un instante y lanzándome un contrariado ademán con el que me indicaba que la estaba desconcentrando.

Pero... La Srta. Pepis existe?

Pues claro que existe! —respondía Maria Dolors dejando el lápiz en su plumier, obligándome a levantarme de la alfombra y acercándome a su mesita.

Mira. Lo ves? En las cajas de sus juguetes hay estas cartas para que le escribamos y le hagamos consultas.

Oh, vaya! Y qué le escribes?

Maria Dolors se hacía la interesante, apretaba sus labios, ladeaba su cabeza, encogía sus hombros y con cierto aire de suficiencia me respondía:

Nada... cosas de chicas. Toma. Quieres escribirle una carta?

Yo? Quita, quita! Te has vuelto loca?

Recuerdo que un mediodía, al regresar mi padre del trabajo y recoger la correspondencia del buzón de la escalera, subió a casa y me dijo que había una carta para mí. Su cara fue un auténtico poema.

Toma, tienes una carta del consultorio de... la Srta. Pepis.

Acto seguido hizo carraspear su garganta, miró a mi madre con desconcierto y ambos se encerraron en la cocina. Yo abrí mi carta alucinado. Era cierto... la Srta. Pepis... existía!

Querido Sergi;

Es muy normal que tu vecina Maria Dolors no quiera jugar contigo ni con cochecitos, ni con los Madelman, ni a guerras con tus soldaditos de Monta-Plex. Ten en cuenta que es una niña y que sus juegos, así como su modo de ver la vida son distintos a los tuyos.

De todos modos, y a pesar de que te quejas de ese tiempo de juego que compartes con ella, me alegra saber que accedes a tejer con su Tricomarc, a dejarte maquillar con su juego de maquillaje, e incluso a escribirme cartas. Quizá no se trate de los juegos más adecuados para un niño, pero dice mucho de lo buen amigo que eres, y estoy segura de que Maria Dolors, cualquier día de estos, jugará contigo a cosas que te gusten más.

Me he alegrado mucho de recibir tu carta y espero haberte sido útil en tu consulta.

Quedo a tu entera disposición para cuanto desees. Recibe un cordial saludo:

La Srta. Pepis”.

Pasó mucho tiempo hasta que volví a ver a Maria Dolors. La vida tiene estas cosas. Recuerdo que fue una noche en la que yo estaba haciendo cola para entrar a un teatro de Barcelona. Ella paseaba por la calle con un niño en un cochecito y acomapañada de una amiga. Nos miramos, nos reconocimos y rapidamente nos dimos un cálido abrazo. En el breve tiempo que pudimos conversar antes de que yo tuviese que sacar mis entradas en taquilla, me comentó que el niño del cochecito era su sobrino, es decir; el hijo de esa hermana que según ella, era un chicazo. Su acompañante, Carmen se llamaba, era su novia con la que vivía felizmente desde hacía tres años. Recordamos juntos aquellas tardes de juegos en su casa o en la mía. Me confesó que yo fui el primer y único chico con el que jugó a médicos; evidentemente con el maletín de enfermería de la Srta. Pepis y del modo más inocente del mundo. Finalmente nos despedimos para no volver a reencontrarnos jamás. Ya saben... la vida tiene estas cosas.

Me alegró mucho ver a Maria Dolors. Me gustó verla bien, y me dio que pensar en lo afortunados que somos.

Crecimos en una España de libertades reprimidas, de colegios de monjas, de uniformes, de clases de labores del hogar, de juguetes de la Srta. Pepis... pero a pesar de todo, Maria Dolors fue capaz de hacerle frente a la vida tomando sus decisiones del modo más natural.


Créditos Imágenes: 1) Logo de juguetes de la Srta. Pepis. 2 y 3) Tricomarc de la Srta. Pepis. Colección particular.

martes, 4 de octubre de 2011

El boli BIC


Los abrumadoramente baratos bolígrafos de la marca Bic, o más popularmente llamados “boli Bic”, nos convirtieron en unos auténticos ninjas preadolescentes.

De las películas de Bruce Lee, así como de otras de artes marciales en general que se pusieron muy de moda por la década setentera; películas llamadas “de chupilais”, aprendimos que un ninja era un ser entrenado para la guerra y que él sólo se bastaba para sobrevivir ante cualquier adversidad, así como para eliminar a todo tipo de enemigos, siendo capaz de improvisar un arma mortífera con cualquier objeto que cayese en sus manos. Habitualmente los ninjas iban provistos de ciertos elementos letales del estilo de: una katana, estrellas ninja, luchacos, etc. Toda esa parafernalia nos mostraba a esos guerreros ninja como a unos auténticos aficionados a nuestro lado. Un escolar con bata a rayas y zapatos Gorila no necesitaba ninguna de esas armas para convertirse en un verdadero samurai, ya que en aquellas aulas que olían a goma Milan de nata y a Filvit champú, ser poseedor de un boli Bic era como tener todo el poder en nuestras manos.

Qué contar de un boli inventado en Clichy, una pequeña localidad al norte de París por Marcel Bich y por allá el año 1945 recién terminada la Segunda Guerra Mundial. Cómo olvidar sus múltiples utilidades como por ejemplo, la de convertirle en una funcional chuleta tallando delicadamente su cuerpo hexagonal de plástico “que no rueda en la superficie de la mesa” con la aguja de un compás para recordar/copiar aquellos temas duros de aprender. O bien los recreos en los que nuestro boli Bic era transformado en una cerbatana con la que lanzábamos pelotitas de papel mojado con saliva o granos de arroz. Para ello bastaba con sacar la mina, ambos capuchones y el simple boli pasaba a ser una potente arma de asalto. También fue el mejor elemento antiestrés cuando, en los exámenes, lo devorábamos propinándole pequeños bocados y lo esculpíamos compulsivamente con nuestros dientes.

Ya en la adolescencia, utilizábamos el boli Bic para rebobinar las cintas sin necesidad de gastar las pilas de nuestros magnetófonos, e incluso pudimos leer a través de algún medio que algunos servicios de espionaje lo habían utilizado para colocar en su capuchón un negativo y fotografiar documentos secretos de esos que son capaces de poner en jaque al gobierno de un país. O que incluso, algún médico lo lleva en el bolsillo de su bata blanca para practicar traqueotomías de urgencia.

Una joya que... Ah! Se me olvidaba!... Servía también para escribir.