viernes, 21 de diciembre de 2012

La estrella de la Navidad

Estrella de Sheriff - Gonzalez Hermanos S.L.
Ya sé que no se trata de la mejor imagen de “estrella de Navidad” para felicitar estas fiestas, pero sin duda es mejor que aquella estrella de Navidad que en los años 70 comprábamos para decorar nuestro árbol o que poníamos en nuestro pesebre. La recuerdan? Se trataba de una estrella fugaz, de cartón y rebozada en purpurina preferentemente plateada, aunque creo que llegué a ver alguna dorada. Cada vez que sacábamos la estrella de la caja en la que se encontraban también las bolas del árbol o las figuritas del nacimiento, la purpurina se escampaba por todas partes. Como para perderse los Reyes Magos de Oriente! La estela de minúsculos destellos de purpurina que dejaba la dichosa estrella aún se percibía por nuestros hogares hasta bien entrada la primavera.

Pero si he preferido ilustrar la entrada navideña con esta estrella del sheriff, es porque de lo que se trata, teniendo en cuenta cómo nos están poniendo el panorama para el próximo 2013, es de transmitir un mensaje positivo, y esa estrella –aunque no lo parezca- forma parte importante de ese mensaje debido a que se trata de una historia de éxito.

La famosa estrella de Sheriff que todos los críos de los setenta lucimos en nuestras solapas fue el producto estrella (y nunca mejor dicho) de la fábrica de juguetes Gonzalez Hermanos S.L. Fundada en 1958 por los hermanos Antonio y Carlos Gonzalez, ambos antiguos empleados de la casa RICO, y que en su nueva compañía se especializaron en juguetes de plástico y metal y en réplicas de revólveres y escopetas del Far West. El éxito de sus juguetes les llevaron a visitar numerosas ferias internacionales hasta el punto de tener que transformar su marca en GONHER S.A (GONzalez – HERmanos, tan obvio como suena, pero que le daba a la marca un carácter así como de más allá de nuestras fronteras).

Pues a día de hoy, y 55 años después, la casa GONHER sigue fabricando sus juguetes desde Ibi, Alicante. Se trata de una de las pocas grandes marcas que sobrevive de aquella época y que ha resistido el paso de los años a pesar de las limitaciones y constantes ataques que el tipo de juguete que fabrican han recibido por parte de asociaciones de padres, educadores, etc, etc. Hoy en día, en una sociedad en la que los niños no pueden jugar a Cowboys, ni a piratas, o que en caso de hacerlo deben ir desarmados, la casa GONHER sigue ahí fabricando sus pistolillas y abriéndose paso día a día en un mercado cada vez más complicado.

Esas chapas de Sheriff fueron unas de las más preciadas baratijas de kiosko de aquellos tiempos. Las comprábamos en el kiosko del señor Sánchez del Poble Sec y nos las poníamos perforando las solapas de nuestras trencas; aquellas horribles trencas de color azul marino o marrón, con forros de cuadros y botones en forma de cuerno de madera. Recuerdo que mi amigo José María Collado, me decía que la imagen del vaquero que aparecía en ella era la de El Virginiano. “Que no, hombre”. le decía yo. “No se parece en nada al virginiano, chaval. Estás tonto o qué”. Pero él insistía e insistía. Al final, por suerte, yo terminaba matándole porque a él siempre le tocaba hacer de indio, y en el lejano Oeste; ya se sabe... las cosas iban así.

Y para que no sea dicho. Les dejo también una imagen de la estrella de cartón setentera para felicitarles estas navidades y para desearles que el nuevo año, el 2013, no les parezca a ninguno de ustedes tan terrible como nos lo quieren vender. Que sea próspero, que lo disfruten en compañía de los suyos, que no se duerman en los laureles y que colaboremos todos en sacar esto adelante, ya que aunque no nos vayan a dar trabajo, seguro que tenemos de sobras la capacidad suficiente como para inventarlo.

Ah!... y cuidado con la estrella, no vaya a llenarles de purpurina el PC.

Créditos de las imágenes: 1.- Estrella de Sheriff, GONZALEZ HERMANOS S.L. (Colección particular) 2.- Logotipo marca GONHER 1958. 3.- El actor James Drury como EL VIRGINIANO. 4.- Estrella de Navidad para pesebre o árbol de los años 70's.

jueves, 13 de diciembre de 2012

El Caballero del Ring

Hay pocas cosas que duelan más que el primer crochet de izquierda estampado contra la mejilla en el primer minuto de un combate. Por contra, hay pocas cosas que duelan menos que un segundo crochet, aunque este sea lanzado a mayor velocidad, con más ímpetu y aunque se estampe en la misma mejilla que el anterior. El cuerpo humano tiene una sabiduría que ya la quisiéramos a nivel consciente. Reacciona ante ese primer golpe distribuyendo a toda velocidad la sangre de nuestro cuerpo por absolutamente todos los músculos, segrega sudor para volvernos más escurridizos, la fuerza y frecuencia de los latidos del corazón aumentan haciéndonos más ágiles y se dilatan nuestros bronquios para que el aire penetre mejor en nuestros pulmones y nos otorgue una mayor resistencia. Todo eso sucede en fracciones de segundos. Incontrolable, pero demoledor.

Me pasó algo así con ocho años de edad cuando andaba tranquilamente por la calle en dirección al kiosko del señor Sánchez que se encontraba en la esquina de casa. El “picao” se acercó a mí, y sin mediar palabra me sacudió un puñetazo en el mentón, seguidamente otro y otro, apenas los sentí a partir del primero, pero fueron decisivos y lograron derribarme. Una vez en el suelo me propinó una patada en el estómago, y ahí ya perdí la cuenta. Sé que me siguió pateando hasta que se detuvo jadeante y comprobando que el trabajo ya estaba realizado. Desde mi posición en el suelo, cabeza abajo y notando el sabor de la sangre en la boca, pude ver como me daba la espalda, se alejaba, y con el brazo extendido y su dedo índice señalando al cielo, me decía: “Y como te vuelvas a burlar de mi... Por mis cojones que te mato!”.

Burlarme yo del picao? Cierto era que aquella bola de sebo de doce años, a quien el paso de la viruela dejó imborrables muescas por toda su cara, era, además de horrible, un tipo abiertamente despreciable que hacía culpable a todo el mundo de su desgracia, pero a diferencia de la mayoría de críos del barrio, ni yo, ni los amigos con quienes me relacionaba, teníamos por costumbre burlarnos, ni de él, ni de nadie. Podíamos reírnos de alguien por alguna actitud o reacción en un momento dado, pero rara vez, por no decir nunca, reaccionábamos así ante algún defecto físico. En mi barrio no eran pocos los que arrastraban alguna tara, me vienen a la memoria: el cojo, el chepas, el ojo taco, el bracicorto, la cuellilarga, el tonto, la enana... una galería interminable de personajes con los que nos cruzábamos casi a diario en nuestros trayectos del cole a casa y que eran vecinos en un barrio en que quien más o quien menos, aunque no fuesen visibles, cargábamos con varios defectos de fábrica.

Alguien informó al picao de algo, que por lo visto yo hice o dije, pero le informó mal.

—No piensas levantarte del suelo? —una voz fina –casi femenina-, pero rota, reclamó mi atención.

Como pude me giré hacia mi interlocutor. Alguna patada había impactado en mi ojo derecho y me lo ponía difícil para enfocar a aquel individuo que sentado en el escalón de entrada a una escalera de vecinos, se me mostraba sonriente y como propietario de todo el equilibrio y la paz mundial.

Cuando por fin le pude ver bien me sorprendió que se tratase de un negro. A decir verdad yo nunca había visto a un negro en persona con anterioridad, a excepción de los que salían en las películas de Tarzán y que, o vestían taparrabos, o atuendos ligeramente más civilizados, pero que siempre iban cargados de bultos que sostenían sobre sus cabezas. No obstante aquel tipo de voz rota y delicada iba envuelto en un larguísimo abrigo marrón y llevaba puesto un gorro de lana.

—Quién eres? —le pregunté.
—Mis amigos me llaman Kid. —me dijo. Se despojó de su gorra para saludarme y me sorprendió contemplar una discreta calvicie y algunas canas. Jamás hubiese pensado que los negros pudiesen ser calvos o tener el pelo canoso. No eran así en las películas de Tarzán.

El negro Kid solicitó que me sentase a su lado en aquel escalón, y tras llegar a él –como pude- me senté junto a aquel tipo corpulento que no dejaba de mirarme con una perpetua sonrisa dibujada en su cara.

—Por qué no te has defendido?
—Defenderme?
—Si, chico. Ya sabes... —Kid dibujó en el aire unos jabs y algunos ganchos con sus puños.
—Pues yo que sé... Imagino que sólo tenía ganas de que terminase de una vez y me dejase en paz.
—Buena estrategia, hijo. Eso es tener madera de campeón.
—Tú crees? —le pregunté mirándole de reojo y sosteniendo mi nariz con el pañuelo para no seguir manchándome de sangre.
—Oh, ya lo creo. —afirmó—. Sabes? Un campeón es aquel que nunca se mete en una pelea que sabe que no va a ganar.

Kid me acompañó hasta mi casa. De camino nos acercamos un instante a la fuente de la calle Poeta Cabanyes, y con mi pañuelo y también con el suyo ligeramente humedecidos con agua, limpió mis heridas y me parcheó como pudo para que mi madre no se llevase un susto de muerte al verme. Nos despedimos y quedamos en que ya nos iríamos viendo por el barrio.
Kid junto a Ernest Hemingway. Cuba 1954

No pasaron muchos días hasta que volvimos a coincidir, y así varias veces en sucesivas ocasiones y en diferentes lugares del barrio. Cada vez que nos veíamos kid y yo conversábamos. Él me preguntaba que qué tal estaba mi gancho de izquierda, y yo me reía. En uno de esos encuentros, concretamente un día por la tarde, Kid me vio y se dirigió hacia mi con prisa. Yo iba hacia mi casa acompañado de mi amigo de clase Guijarro. Los dibujos animados estaban a punto de empezar en la tele y seguro que mi yaya Lola me esperaba con la merienda.

—Hola, Chico. Vienes? —Kid se me acercó sacándose su gorro de lana con una mano y tendiéndome la otra para estrecharla con la mía—. Tú y tu amigo podéis acompañarme si queréis. Me gustaría mostraros algo.

Guijarro declinó la invitación. Estaba sorprendidísimo de ver a un negro de carne y hueso. Se despidió de nosotros y se encaminó hacia su casa sin poder evitar girarse constantemente para cerciorarse de que era cierto que acababa de ver aquella rareza.

Barrio Chino de Barcelona a principios de los años 70
Kid y yo atravesamos la Avenida del Paralelo, una calle que era la frontera que separaba a mi barrio, el Poble Sec, del resto del mundo, y más concretamente del barrio Chino y del barrio de Sant Antoni. Rara vez mis pasos se encaminaban hacia esa dirección aún y que el barrio Chino, en todo su esplendor, estaba muy cerca de mi casa. Nos adentramos en él a través de la calle Conde del Asalto, Kid saludó a un montón de gente por el camino, a tipos que se le acercaban con una abierta sonrisa y a putas que le rodeaban el cuello con sus brazos, le lanzaban seductoras miradas y le preguntaban que “quién era el pequeñín”. Kid era amable con todos los que se cruzaban a su paso hasta que finalmente entramos en una de las fincas de la angosta calle. Andamos unos metros a través de un estrecho pasillo al final de cual podían oírse fuertes respiraciones, golpes, jadeos y unas intermitentes e interminables sacudidas a modo de “chack, chack, chack...”.

Nos detuvimos en una gran estancia en la que entraba el sol a través de unos ventanales, pero en la que imperaba una suave penumbra. Tres rings de boxeo se hallaban esparcidos por ella. Un montón de tipos en calzón corto se liaban a mamporros con unos enormes sacos que colgaban del techo, algunos de esos hombres, subidos en los rings y protegidos con cascos y chalecos que guarecían sus costillas, se distribuían en parejas y se sacudían a la vez que permanecían atentos a las voces que les dirigían otros que corregían sus movimientos y les indicaban cómo debían lanzar los golpes. También habían tipos que parecían ir por libre, fintaban frente a espejos o se peleaban contra su propia sombra proyectada en una pared, o bien saltaban a la comba “chack, chack, chak...”.

—Enhorabuena, Kid. Te estábamos esperando! — Otro hombre corpulento, pero de baja estatura se acercó con una botella de ron cubano en la mano, abrazó a Kid y remostó su maltrecha nariz contra su cara para estamparle un sonoro beso en la mejilla—. Quién es tu amigo? —le preguntó mirándome con curiosidad.

Mimoun Ben Ali
Kid nos presentó, aunque aquel tipo me era familiar. Mi padre y yo asistíamos los domingos por la mañana al Gran Price, también íbamos algún miércoles por la tarde, y en aquel local que hacía las veces de sala de baile, cancha de baloncesto y ring en el que se celebraban emocionantes veladas, veíamos combates de boxeo. Efectivamente, se trataba ni más ni menos que del melillense Mimoun Ben Ali a quien ya había visto pelear en alguna ocasión. Hacía cuatro años escasos que había perdido su título de campeón de Europa en Italia frente a Salvatore Burrini. Realizó algunos combates después de ése, pero no logró recuperarlo, de modo que colgó los guantes, abrió una zapatería en la ciudad Condal y acudía al gimnasio para no olvidar viejos tiempos y para seguir reencontrándose con viejas glorias.

A la que quise darme cuenta eran varios los tipos que se encontraban a nuestro alrededor. Todos abrazaban a Kid, le daban palmadas en el hombro y le felicitaban. Ali, que así era como llamaban todos a Mimoun, empezó a servir ron cubano en roñosos vasos y a repartirlo entre el grupo de gladiadores que habían dejado de zurrarse por un momento para acercarse a nosotros a celebrar algo, que por lo visto... era muy importante.

—Toma, chico. —Ali me ofreció uno de esos vasos en el que había dejado caer apenas tres gotas de ron —. Celebra la victoria del campeón con nosotros —me dijo.

Yo no tenía ni la menor idea de qué estaba sucediendo allí, hasta que al poco rato, y por ese mismo pasillo por el que instantes antes, Kid y yo habíamos llegado, hacía su aparición otro negro, sonriente y enfundado en un traje oscuro con finas rayas blancas y que saludaba muy efusivamente a todo el mundo que le recibía con más abrazos, mayor número de palmadas en el hombro, vítores y más felicitaciones.

José Legrá
Nos encontrábamos en las navidades de 1972. Dos días antes a esa improvisada fiesta en el gimnasio del barrio Chino barcelonés, Kid y el negro del traje de finas rayas blancas acababan de llegar de Monterrey, México, con un título del campeonato mundial del peso pluma bajo el brazo. Logré enterarme de que Kid había sido el entrenador, y de que el negro sonriente que acababa de llegar tras un breve reposo, y que estaba siendo recibido como si se tratase de un rey, se llamaba José Legrá y era quien había peleado y vencido en aquel combate.

En medio de todo aquel desconcierto, Legrá reparó por un breve instante en mí, hizo una mueca de sorpresa al verme sostener un vaso de ron. Imagino que pensó que debía ser hijo de alguno de los boxeadores que se encontraban por allí, me atusó el pelo con la mano e inmediatamente se agarró del brazo de Kid y se lo llevó hacia un despacho. Por lo visto el campeón y su entrenador tenían cosas de que hablar. Kid le solicitó a Ali que cuidase de mi y me pidió que le esperase para poder acompañarme a casa. Ali me rodeó con su brazo y se dispuso a mostrarme todo el gimnasio. Mientras, el resto de los que se hallaban allí volvieron a su actividad frenética de soltar mamporros como si no hubiese sucedido absolutamente nada.

Ali era sin duda un anfitrión excelente. Me mostró las instalaciones y me explicó para qué servían todos los aparatos y qué ejercicios realizaban los boxeadores, pero además, me contó apasionantes historias de boxeo. De vez en cuando detenía su charla conmigo, se dirigía a un par de púgiles que se estaban dando una buena y les lanzaba alguna indicación: “Pero que haces, hijo? Agáchate y esquiva, agáchate y esquiva, o de lo contrario te vas a comer más hostias que comulgando!”.

Nos encaminábamos hacia el tercero de los rings cuando, Ali, me sorprendió boquiabierto contemplando un enorme cartel que colgaba de una pared. En él estaba la imagen de Kid con un par de guantes cubriendo sus manos.

Kid Tunero

—Es... es Kid —balbuceé.
—Vaya!... Veo que el viejo te ha contado poco. Eh?.

Ali y yo nos sentamos en un banco del gimnasio junto a unos viejos guantes de boxeo y una nevera portátil llena de hielo que contenía un buen montón de botellas de agua helada. Apuró el ron de su vaso y empezó a contarme cosas de Kid.

En realidad Kid se llamaba Evelio Mustelier y era de origen cubano. Todos le llamaban Kid Tunero, aunque también era conocido como “El Caballero del Ring” por su elegancia, educación y por su gran deportividad en todo momento y ante cualquier rival.

Al parecer, y a pesar de ese aspecto de hombre absolutamente feliz, Kid Tunero fue el boxeador a quien nunca le sonrió la buena fortuna. Llegó a ganar a cuatro campeones del mundo, pero nunca pudo ostentar ese título. Cuenta la leyenda, que disputó en Inglaterra un combate por el título mundial, y venció, pero antes de su nombramiento como campeón, le obligaron a renunciar al título y a abandonar de inmediato el país. Kid había mantenido un escandaloso affaire con una importante dama de la realeza británica y, a toda prisa, le metieron en un barco antes de que la noticia pudiese llegar a filtrarse a los medios.

Se casó en Francia y tuvo dos hijos varones, pero la invasión nazi durante la II Guerra Mundial le sorprendió peleando en Sudamérica, lejos de su esposa y de sus hijos que se encontraban en la Costa Azul de la Riviera. A partir de ahí, y en medio de una Europa devastada, Kid Tunero no tuvo noticias de su familia durante seis largos años. Finalmente se reencontró con ellos en Paris en 1946.

Pese a todo, y durante su estancia en Europa, Kid fue reconocido como el gran boxeador que era. A su regreso a Cuba su estilo europeo contó con gran número de detractores a los que costó convencer, y para ello tuvo que derrotar a los mejores púgiles cubanos.

Abandonó el boxeo a la edad de 38 años tras un fiero combate celebrado en Cuba en 1948 y frente a Hankin Barrons. Ambos contendientes quedaron severamente maltrechos y la decisión de tablas fue aplaudida por el público que disfrutó de la velada. En realidad, quien logró derrotar a Kid Tunero fue el reuma articular que arrastraba desde hacía ya varios años. Sin duda fue ese su peor rival.

Sala GRAN PRICE de Barcelona 1972
Trabajó durante unos años como entrenador de púgiles cubanos hasta que en 1959, tras erradicarse el boxeo profesional en la isla, decidió venir a Barcelona para seguir con su tarea como entrenador, y para entre otras cosas, acompañar a José Legrá hasta convertirle en merecedor de ese título de campeón mundial que acababa de ganar.

Ali me comento que Kid había recibido más golpes fuera que dentro del ring, pero que incluso de esos fue capaz de recuperarse.

Con el paso de los años mi contacto con Kid fue cada vez más esporádico. Yo tenía que invertir todo mi tiempo en salir adelante, y poco después el campeón se alejó del barrio tras enviudar de la que había sido su esposa, una elegante mujer francesa llamada Yolett. Empezó a añorar a sus hijos que definitivamente se habían quedado a vivir en Francia y se instaló en una pensión de la calle Valencia. Dio la casualidad de que a raíz de mi relación con boxeadores, mi padre, como gran aficionado que era, empezó también a relacionarse con ellos y nos acompañaba al gimnasio cada vez que Kid o Ali me llevaban a pasar la tarde. Mi padre llegó a establecer una relación bastante estrecha con Ali que aún perdura a día de hoy. Tiempo atrás solían encontrarse casi cada día en la esquina de la calle Comte Borrell con calle Manso, mi padre salía de trabajar de su puesto del Mercat de Sant Antoni y se paraba un rato a charlar con Ali que se hallaba en la esquina esperando a su chica para ir con ella a cenar.

En uno de esos encuentros en noviembre de1992. Ali le contó a mi padre que Kid Tunero había muerto hacía escasamente un mes. El campeón contaba con 82 años de edad. José Legrá se ocupó bastante de él en los que fueron sus últimos años, venía a visitarle desde Madrid, donde había establecido su residencia, y se preocupó siempre del que había sido su maestro. Pero el corazón de Kid estaba realmente cansado y, en cierto modo, deseaba que llegase el momento en el que poder descansar para siempre al lado de Yolett.

Bastantes años después, y una vez que conseguí estabilizarme profesionalmente y formar una familia,  dediqué gran parte de mi tiempo libre a practicar boxeo. Imagino que fue por rememorar todas esas experiencias vividas de niño y porque el veneno del boxeo había penetrado en mi sangre. Jamás me lo planteé como algo profesional y me dediqué a él solo como afición, pero cada tarde, cuando llegaba al gimnasio, recordaba aquel invierno de 1972 en el que por primera vez entré en uno agarrado de la mano de Kid Tunero.

Martin Holgate                                             Xavi Moya
Aguanté en los rings hasta la edad de 42 años. Algunos recuerdos de entonces conservo: tres muelas voladas, la nariz rota en un par de ocasiones, costillas fisuradas y derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas; al margen de eso... ninguno de malo. Y como no, el recuerdo de haber sido sparring de Joan Carles Muntaner "El Loco" en los días previos a su combate para conseguir el título de campeón de España, y que finalmente obtuvo. Tuve la suerte de aprender junto a formidables entrenadores como Martin Holgate, campeón británico, o Xavi Moya, varias veces campeón de España, posteriormente de Europa y finalmente campeón del mundo en diversas modalidades de deporte de contacto, pero siempre recordé, por encima de todo, los consejos que Kid Tunero les daba a sus boxeadores, que más que consejos para la lucha, eran consejos para la vida: “No huyas del dolor, hijo. Enfréntate a él y hiérele”. “Jamás combatas para derrotar a ningún rival. Lucha siempre contra ti mismo, véncete, supérate”.

Cuando me hallaba sobre la lona esquivando y fintando los envites de mis oponentes, me parecía ver a Kid Tunero en mi esquina, sosteniendo su gorro de lana con la mano, apoyado de brazos en las cuerdas del Ring y obsequiándome con esa sonrisa suya que parecía decir: “No pasa nada malo, todo está bien”.

Hay pocas cosas que duelan más que el primer crochet de izquierda estampado contra la mejilla en el primer minuto de un combate...

Créditos Imágenes: 1.- Ilustración de Sergi Càmara. 2.- Kid Tunero y Ernest Hemingway. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 3.- El barrio Chino de Barcelona. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 4.- Cartel de promoción del que fue campeón de Europa, Mimoun Ben Ali. 5.- José Legrá. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 6.- Kid Tunero en una fotografía de promoción de BoxRec Boxing. 7.- El Gran Price de Barcelona. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 8.- Los boxeadores Martin Holgate y Xavi Moya.

sábado, 8 de diciembre de 2012

De cuando jugábamos en castellano




En las escuelas de finales de los sesenta y principios de los setenta, y sobretodo en aquellas pertenecientes a barrios humildes de Barcelona como en el que nací y me crié, cada vez que sonaba el timbre que daba por finalizada la clase que coincidía con la hora del patio, siempre había uno que gritaba: “Marica el último!” y tras semejante agravio en una España en la que ningún macho podía ser marica, los tacones de nuestros zapatos Gorila golpeaban nuestras nalgas en portentosas zancadas que nos hacían colocarnos en los primeros puestos de la cola de salida.

Una vez en el patio, el Vallcanera, el niña, el Guijarro o yo, proponíamos un juego; a menos claro está, que hubiesen cromos para cambiar, ya que entonces se nos podía pasar tranquilamente la media hora con eso del “tengui, tengui, falti, tengui, falti...”. Pero cuando no habían cromos, los juegos eran siempre los mismos: el churro, mediamanga, mangotero, el pilla pilla, policías y ladrones, indios o vaqueros, el escondite, las canicas y así un largo etcétera. En todos esos juegos siempre habían unas coletillas que como no, gritábamos también a pleno pulmón: “Churro, mediamanga mangotero. Adivinas lo que tengo en el puchero?”, “Eh, tú... la pillas!”, “Un, dos, tres, Salvado! Salvado por todos mis compañeros y por mí el primero!”, “Chiva, pie bueno, tute, retute, matute”...

Al margen de los juegos, había días en los que nos daba por sentarnos en un rincón del patio y comernos nuestros bocadillos de chorizo ibérico manteniendo alguna conversación. Era curioso que el Vallcanera, el niña, el Guijarro y yo nos comunicásemos en castellano. Jamás hablamos el catalán entre nosotros, y eso que tanto ellos como yo, lo hablábamos en nuestras casas y ese era nuestro idioma común. No obstante, por una serie de circunstancias concretas, jugábamos y hablábamos siempre en castellano.

Una de esas muchas circunstancias, bien podía estar unida al hecho de que cuando fuimos pequeños nunca pudimos asistir a una obra de teatro ni a cualquier otro tipo de representación artística en catalán por culpa de una ley que fue aprobada ya en 1940 por un gobernador civil llamado Wenceslao González Oliveros; una ley relativa a lo que sería el uso de la lengua oficial y que literalmente decía:

"Todas las manifestaciones sociales y culturales de carácter público expresadas en lengua catalana quedan prohibidas en todo el territorio nacional, quedando el catalán para uso estrictamente privado y familiar".

Obviamente, las dos únicas cadenas de televisión en las que veíamos dibujos animados, Chiripitifláuticos, La Casa del Reloj, o el Un globo, dos globos, tres globos, emitieron siempre en castellano. Luego era ese, y no otro, el idioma que nos aseguraba el entretenimiento a la hora de nuestra merienda de pan con Nocilla y de vaso de leche chocolateado con Nesquik.

Otra circunstancia estaba ligada a otra prohibición, promulgada por otra ley que venía de la "Inspección de Primera Enseñanza" en la que decía:

"Todo libro que esté escrito total o parcialmente en lengua que no sea la española, debe ser retirado de la escuela, igual procedimiento se utilizará en cuanto a las bibliotecas escolares, de cualquier procedencia o clase".

Aprender catalán en la escuela resultó algo imposible debido a esa ley. Los insuperables momentos que pasé leyendo las aventuras de Tom Sawyer, o La Cabaña del Tío Tom, así como toda la literatura de Enid Blyton o incluso las revistas semanales de Don Mickey, TBO, Mortadelo y Filemón, Zipi Zape, etc, etc...fueron en castellano también ya que no había posibilidad remota de encontrar libros escritos en catalán en escuelas, librerías o bibliotecas. Afortunadamente siempre hubo por ahí un movimiento clandestino de “libros prohibidos” que de vez en cuando llegaban a nuestras manos. Prohibidos no curiosamente por sus contenidos, sino porque estaban escritos en catalán.

Con eso, nos obligaron a toda una generación a ser unos absolutos analfabetos en nuestra propia lengua. Una lengua que hablábamos en casa y con algunos amigos que no eran del cole, pero una lengua en la que no sabíamos escribir y que nos costaba una barbaridad leer.

Ya con 14 o 15 años, por allá por el 1977-78, algún profesor empezó a dar sus clases en catalán con libros de texto en castellano, e incluso la asignatura de Lengua Catalana, a razón de una hora de clase a la semana, empezaba a hacer su tímida aparición por las aulas junto al Santo Cristo colgado en la parte superior de la pizarra y esa zona más clara de la pared que evidenciaba la muy reciente desaparición de un retrato con la imagen del Caudillo . Lamentablemente yo dejé de estudiar poco después y todo ese proceso de normalización e inmersión lingüística me lo perdí y continué con mi analfabetismo hasta los 37 años, edad en la que a través de un acceso a la Universidad para mayores de 25 años, me matriculé en psicología en la UOC y tuve que aprender a escribir en catalán porque así era como se me daban las clases, los libros de texto, y así era como debía presentar mis trabajos y realizar los exámenes. Afortunado fui de poder aprender catalán a esa edad, aunque, a pesar de eso, sigue costándome menos escribir en castellano. El catalán, no obstante, es el idioma con el que comparto la gran mayoría de las conversaciones con amigos, con el que juego con mis hijos, y con el que amo.

Siempre que en Catalunya utilizamos argumentos como los ya mencionados de la prohibición, para defender el proceso educativo de inmersión lingüística, y en general, de nuestra lengua: el catalán, no son pocas las voces que nos recuerdan (como si no lo supiésemos) que Franco murió hace un montón de tiempo, que la dictadura terminó, que hubo una Constitución en 1978 y que ya va siendo hora de pasar página. Sin ir más lejos, recientemente nos lo recordaba la vicepresidenta, ministra de la presidencia y portavoz del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Pero el caso... es que Franco solo fue una parte de un problema que ya venía de lejos, de muy lejos, y que sigue coleando, con mayor o menor intensidad según la época, pero de un modo constante en la actualidad.

Un ejemplo claro es lo fácil que resulta compartir vivencias anacrónicas con personas de mi generación y motivadas por el uso de la lengua catalana; por ejemplo, en mi caso, viví un momento surrealista en el año 1984. Estaba yo haciendo la mili en Madrid, destinado en el Cuartel General del Ejército en Cibeles y fui arrestado a un mes de calabozo por hablarle en catalán a un soldado, compañero mío con el que compartía numerosas horas de charla y con el que solo hablaba el catalán “en la intimidad” de la dependencia en la que me encontraba destinado, y única y exclusivamente cuando ambos estábamos solos. Un teniente coronel redujo la anterior condena a 15 días de arresto en prevención, y parecía que aún tenía que estarle agradecido por ello. Vale, redujo mi condena por hablar en catalán, pero condenó también al fin.

Pues en esa línea de anacronismos y de surrealismo –por increíble que parezca- seguimos aún a día de hoy. Sin ir más lejos, no hay más que echarle un vistazo al reciente Anteproyecto de Ley de Educación presentado por el Ministro José Ignacio Wert, y en el que relega al catalán a las más oscuras catacumbas. “Y bien que hace” puede que piensen algunos. Seguro que, además, son los mismos que piensan que en Catalunya no se puede celebrar un Referéndum por la independencia porque resulta que es anticonstucional.

Pues bien... ya que hablamos de Constitución, y con ella en la mano, echémosle un vistazo a lo que, en referencia al idioma, nos cuenta la susodicha al respecto en su artículo 3.



1-. El castellano es perfectamente conocido por todos los catalanes, estudiado, aprendido y con conocimiento demostrado. Personalmente me afectaría que no fuese así, ya que el castellano es el idioma con el que también hago un par de cosas no poco importantes para mí; en castellano pienso, y en castellano escribo. Quizá alguien que viva en algún pequeño pueblo situado en el interior de Cataluya pueda tener alguna dificultad con él, pero no mayor que la que pueda tener cualquier español que viva en un pequeño pueblo situado en el interior de España.

2-. Atendamos que ya en 1978 se hablaba de “oficiales” y no de “cooficiales”. Eso de la cooficialidad es una manera de darles una calidad de segunda a las otras lenguas que no sea la española, pero anotemos desde ya, que el resto de idiomas hablados en España, y en sus respectivas comunidades autónomas, son oficiales.

3-. Se habla de la riqueza y del patrimonio cultural que las distintas modalidades lingüísticas suponen para España. Se hace especial mención a que serán objeto de especial respeto y protección. Pero aún seguimos recibiendo ataques por parte del Supremo tratando de anular artículos de decreto expresados en el Estatut de Catalunya y avalados por el Tribunal Constitucional. Anteproyectos de ley como los del actual ministro, y como no... constantes y diarias tertulias en medios televisivos y radiofónicos, así como interminables artículos en la prensa escrita y en los que parece que en Catalunya, el derecho a defender nuestro idioma sea algo que venga de ahora y que nos hayamos inventado nosotros.

Obviamente se trata de una defensa que, al parecer, es solo responsabilidad nuestra, ya que los distintos gobiernos de España nunca han estado por la labor de apoyar, y ni tan siquiera de cumplir con la Constitución. Aunque eso ya viene siendo algo habitual teniendo en cuenta cómo se nos garantiza la sanidad, la vivienda digna o el trabajo; principios también constitucionales que parece que el presente gobierno no tiene en cuenta. Eso si... a la hora de solicitar un Referéndum por la independencia, bien que se arman con la Constitución y la esgrimen como si ellos fuesen los primeros en cumplirla.

Les dejo con una última reflexión por la que recientemente se me ha tachado de iluso, de ingenuo y; como decimos en Catalunya, de somia truites (no les falta razón a los que me han llamado todo eso), pero mi propuesta para el ministro Wert es la de que cualquier niño español, independientemente de cuál sea su territorio, tenga la obligación de estudiar y demostrar conocimiento de –como mínimo- dos del resto de las lenguas oficiales del Estado.

Se trataría, sin duda, de la mejor manera de españolizar, no sólo a niños catalanes, sino de españolizar a todos los niños ya bien sean madrileños, extremeños, valencianos, etc.

Un país que se enriquece de sí mismo y de su entorno es capaz de crear una sociedad sana, mientras que un país que se dispara en el pie tratando de mutilar el que es su propio patrimonio, en este caso cultural, es un país enfermo.

Créditos imágenes: 1. Ilustración de Sergi Càmara. 2. Fotografía de Alfonso Roldán, extraída de una entrada en su blog: La vida desde el lago. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La ranita mecánica de Geyper

Desde siempre me han caído bien las ranas. Todo empezó el día que leí las aventuras de Tom Sawyer y me divertí horrores cuando el pequeño Tom ocultaba una rana en su peto y asustaba con ella a Becky Tatcher, y a pesar de ello, posteriormente se convirtió en su novia; me refiero a Becky, no a la rana.

A Becky le asustaban las ranas, pero a pesar de ello, las princesas de los cuentos, era a ranas a quienes debían besar para encontrar así a su Príncipe Azul. Siempre me pareció mejor el papel que interpretaban las princesas besando a ranas que el que les tocaba interpretar a príncipes como el de la Blancanieves o la Bella Durmiente a los que no les quedaba otra que tener que besar a princesas... en principio muertas.

La rana se convirtió también en protagonista de nuestros juegos; un ejemplo es la pequeña ranita a cuerda que fabricó la casa Geyper a finales de los 60 y que ilustra esta entrada.

Aunque también jugábamos con ranas de verdad. Recuerdo las excursiones al campo con padres y amigos, así como esas escapadas a las charcas o a los ríos para capturar renacuajos, o cabezudos. Los metíamos en tarros de cristal con un poco de agua, y luego en casa, los pasábamos a un cómodo balde y observábamos poco a poco su curiosísima metamorfosis. Esos renacuajos que vivían única y exclusivamente en el agua, con el tiempo perdían su cola, desarrollaban sus patas y salían del agua convertidos en ranas adultas. Una versión a cámara rápida de lo que para muchos significa el origen de la vida en la tierra y la aparición de los primeros mamíferos terrestres. Ahí es nada el espectáculo que se desarrollaba ante nuestros ojos! Entre la metamorfosis de las ranas y la de los gusanos de seda nos dimos una panzada de ver cómo evolucionaban diversos seres que convivían con nosotros en nuestras casas. No es de extrañar que a los de nuestra generación, los Pokemon nos parezcan una verdadera estafa.

Luego llegaba el instituto, y a esas pequeñas ranas que nos sirvieron de entretenimiento en nuestra infancia las extraíamos de tarros de cristal (como a nuestros renacuajos), les aplicábamos formol en el laboratorio de ciencias, clavábamos sus patas con alfileres dejándolas sobre nuestras mesas hechas un Cristo y las abríamos en canal para sacarles las vísceras. Los pobres anfibios ofrecían su cuerpo a la ciencia, cosa que ya habían hecho a lo largo de la década de los 60 en la que se les inyectaba bajo la piel la orina de una mujer para averiguar si estaba o no embarazada.


Quizá el origen de esa práctica en la que se utilizaban ranas como test de embarazo se remonte al antiguo Egipto en el que la diosa Heket, representada como una mujer con cabeza de rana, simbolizaba la fertilidad, presidía los nacimientos, asistía como comadrona en los partos y daba el soplo de vida a los recién nacidos. De este modo se la asoció como la diosa de la concepción y de los nacimientos y se vinculó a la rana con el renacer y la prosperidad.

Los romanos la usaron para protegerse de las malas influencias y para alejar las desgracias. Los chamanes encontraron en las ranas al espíritu sagrado purificador que da vida a la tierra. Por su parte, en China, la rana simbolizaba la longevidad y la buena salud, y en la práctica del Feng Shui los batracios simbolizan la abundancia y la prosperidad.

Y así, a lo largo de la historia de la humanidad y en multitud de culturas distintas, la rana siempre ha sido vista como un elemento positivo a quien se rendía culto porque deparaba cosas buenas. Bueno... no siempre, el catolicismo, sin ir más lejos, asoció a la rana con la lujuria y la hizo culpable de los mundanales y furtivos placeres, pero ya se sabe que para los católicos, todo lo que es placer es pecado, así que tampoco hay que darles demasiado crédito.

Las ranas tienen una capacidad que siempre me ha parecido admirable, y es que pueden congelarse en su charca cuando llega el invierno, permanecer criogenizadas durante todo ese periodo, y con la desaparición del hielo volver a su estado normal, continuar como si nada y ponerse a croar sobre un nenúfar anunciando el despertar de la naturaleza y la llegada de la primavera.

Ojalá pudiésemos ser ranas en épocas de crisis, todo y que con los políticos que tenemos... terminaríamos convertidos en sopa o en un plato de ancas para satisfacer su infinito, voraz e insaciable apetito.

Pongan una rana en su vida, y suerte! Seguro que su buenos augurios les traerán prosperidad, pese a todo...

Créditos imágenes: Fotografías de la rana de Geyper. Colección particular.

viernes, 19 de octubre de 2012

Street Photography - "Mira al pajaritooo..."

Regula III A (1956)
Fueron muchas las cosas que me influenciaron a lo largo de mi infancia sesentera y de mi adolescencia ya en los setenta. Afortunadamente muchas. Contribuyó a ello la suerte de tener unos padres curiosos que llenaban la casa de cosas susceptibles de llamar mi atención, y como no, una gran predisposición por mi parte a la hora de recibir todos esos estímulos con los brazos abiertos y con no pocas ganas de escudriñarlos y de tratar de sacar de ellos su máximo partido.

Una de esas cosas que ya llevaba tiempo en casa (de hecho, llegó antes que yo), fue una cámara fotográfica, una Regula III A del año 1956 y que durante muchos años fue la cámara de mi padre y el “ojo” que congeló infinidad de instantes vividos en familia. Sin ir más lejos, esa vieja Regula es la responsable de las fotografías que se pueden ver a lo largo del Slide lateral de este blog.


Por sí sola la cámara ya me parecía un objeto atractivo. Se trataba de un artefacto robusto tras el que siempre se encontraba oculto mi padre con un ojo cerrado y diciéndome: “Mira al pajarito...”. Yo esperaba ver a algún pajarito dentro del objetivo o posado sobre el dedo índice de mi padre que no tardaba en darle al disparador para, acto seguido, salir de detrás de la cámara con cara de satisfacción. Pero al margen de ese objeto robusto se encontraba algo que me parecía más atractivo aún. El “mira al pajarito...” guardaba una estrecha relación con una caja metálica del Cola-Cao que misteriosamente contenía un sinfín de momentos vividos. La cámara fotográfica era, sin duda, un miembro más de la familia, que aunque no aparecía nunca en ninguna foto, era el instrumento encargado de conservar para siempre esas fiestas de cumpleaños, domingos en el campo, días de reyes desenvolviendo regalos, vacaciones en el pueblo... En esa caja se hallaban fotografías de personas de las que yo no guardaba recuerdo alguno, pero que estaban ahí, compartiendo conmigo esas imágenes e incluso sosteniéndome en sus brazos.


Caja de fotos de Cola-Cao (años 70's)


—Quién es este señor, papá? —preguntaba yo con una de esas fotografías en mis manos.
—Era tu tío abuelo —respondía mi padre a la vez que me añadía siempre algo más de información—. Fue boxeador y promotor de combates en el PRICE de Barcelona.
—Y... Dónde está ahora?
—Se murió —sentenciaba mi padre—. Es posible que no le recuerdes porque tú eras muy pequeño.

Se murió? Aquel tipo con aspecto de gladiador que me sostenía cariñosamente en brazos, que llevaba el pelo engominado, que tenía un fino bigotillo debajo de su nariz y que mostraba una feliz sonrisa... Había muerto? Creo que fue en ese momento en el que descubrí que la fotografía tenía la capacidad mágica de convertir en eternas las cosas más efímeras, y a partir de ese instante mi empeño en conseguir mi propia cámara se convirtió en una testarudez demoledora.

Mi insistencia fue de tal magnitud, que una mañana de domingo, paseando por la plaza de Catalunya, mi padre, harto ya de mi tozudez machacona, me dijo: “Quieres una cámara? Pues ven!”. Papá, mamá y yo nos acercamos a uno de los tenderetes que se hallaban en la plaza y en el que vendían pipas, altramuces, cacahuetes, globos, pistolas de agua y baratijas varias. Papá saco algunas monedas de su bolsillo y me obsequió mi primera cámara fotográfica.

Baratija de Kiosko "Made in Spain (años 70's)
Un engendro de plástico de la marca “Fentax”, Made in Spain, que tras accionar el disparador aparecía por el objetivo, la cara de un horrible muñeco acompañado de un molesto sonido de fuelle de feria. Mi padre me colgó del cuello aquella abominación, me dio la mano y cerró cualquier posibilidad de diálogo o de protesta con un contundente: “Ahora sigamos con el paseo, y como protestes más... te comes la cámara y el muñeco!”.

A pesar de la aversión que siempre le he tenido a esa baratija, curiosamente es una de las que conservo e ignoro por qué motivo, pero ahí está para mi goce y disfrute, en mi vitrina de objetos setenteros. Creo que en algún punto de mi infancia, por algún motivo extraño... perdí la razón.

Mi incipiente fascinación por la práctica fotografica desapareció a partir de ese día, no obstante seguía pasando horas y horas contemplando las fotos de la caja del Cola-Cao, recordando algunos de los momentos inmortalizados y alucinando con lo imperecedero que podía llegar a convertirse un mínimo instante. Ordenaba y reorganizaba las fotografías de esa caja como si se tratasen de los cromos de algún álbum de los que coleccionábamos por entonces, solo que los protagonistas de esos... “cromos” ni eran los jugadores de fútbol ni los personajes de dibujos animados. Aquel álbum lo protagonizábamos nosotros, los miembros de mi familia, seres absolutamente anónimos para el resto de la humanidad.

Kodak, Brownie Fiesta (1966)
La fecha de mi primera comunión (primera... y única) estaba próxima. Un día apareció por casa mi tía Maria y me anticipó el regalo. Siempre me gustó que mi tía Maria viniese a casa, mis padres trabajaban todo el día y mi yaya Lola estaba ocupada con los quehaceres del hogar, así que fui un niño, que al no tener hermanos, me acostumbré a jugar solo. Siempre me encantó hacerlo y nunca eché de menos a nadie en mis juegos, pero a la tía Maria le gustaba jugar conmigo y yo lo pasaba en grande con ella.

El regalo que mi tía Maria me hizo para mi primera comunión fue una cámara Kodak. Una fiesta Brownie, de plástico, que el señor Eastman empezó a fabricar en USA a principios de los sesenta. Una cámara económica que utilizaba el ya clásico chasis con película en rollo y que aunque parecía una lavadora automática de carga frontal, servía en realidad para hacer fotos de esas cuadradotas. En 1966, la Brownie de Kodak empezó a producirse directamente en España y fue una de esas la que cayó en mis manos.  Y ya todo fue distinto. Me dediqué a fotografiar todo cuanto se me ponía a tiro hasta el punto en el que mis padres tuvieron que “prohibirme” hacer fotos y requisarme la cámara. No entendí nada en ese momento, no comprendí por qué mis fotos no podían estar en la caja del Cola-Cao. No era porque existiese proceso de selección alguno para que las fotos pudiesen formar parte de la caja; así que el verdadero motivo de tal medida represora fue por un objetivo mucho más práctico: sencillamente, mis padres estaban gastando un dinero en revelar los carretes de mi Kodak Brownie y el resultado de mis tomas era indescriptiblemente caótico. Pusieron en las estanterías de mi habitación unos libros de fotografía de la editorial Daimon en la que trabajaba mi padrino Armando y me animaron a echarles un ojo antes de volver a meterlo detrás del visor de la Kodak.

Werlisa Color A (1963)
La Werlisa Color (A) llegó a nosotros entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Era la cámara que todo españolito llevaba en sus vacaciones o en sus salidas al campo; vaya... como el coche 600 o el 850 de la SEAT, pero en cámara.  No sé si mi padre estuvo verdaderamente satisfecho con los resultados de su nueva “máquina de retratar” (que así era como la llamaban), pero nunca abandonó a su vieja Regula llevándola a todas partes mientras que la nueva Werlisa se quedaba en casa.

Durante mi adolescencia, la fotografía pasó a un segundo plano. Nunca dejó de interesarme y me parecía una estupenda mezcla de arte y técnica para expresarse plásticamente, pero habían otros sistemas de expresión que me parecieron más interesantes, ya que con ellos, además, podía contar historias. Empecé a dedicarme a ilustrar y a escribir, gracias a los libros de Daimon y a otros muchos que les siguieron aprendí algo acerca de encuadres, composición, teoría del color, utilización de la luz... conceptos que me han ido muy bien en mi trabajo como ilustrador y como realizador de películas de dibujos animados, pero que por esa idea equivocada de que con la fotografía “no podía contar historias” las apliqué única y exclusivamente en otros campos.

Copyright. Francesc Català i Roca
Hubo, sin embargo, una semilla que con el tiempo germinaría en mí inevitablemente. Me refiero a unas clases de pintura al óleo a las que asistí a finales de los setenta en el estudio de pintura de Maria Aurea Cátala i Roca. La pintora catalana se dedicó durante un período de su vida a dar clases en su taller a cinco alumnos que diariamente acudíamos, ocupábamos sus cabelletes cargados con nuestra maleta de óleos y supervisados por sus sabios consejos pringábamos unos lienzos con nuestros primeros balbuceos en el mundo del arte. Para bien o para mal la pintura no llegó a cuajar en mí. Jamás me interesó demasiado, y sí, en cambio, disfrutaba especialmente de los días en los que su hermano, Francesc Cátala i Roca se dejaba ver por el estudio. Por entonces yo desconocía que el hermano de mi profesora de pintura, Francesc, era en realidad un fotógrafo famoso y reconocido a nivel internacional, un artista que había recibido en dos ocasiones el Premi Ciutat de Barcelona, y que más tarde recibiría el Premio Nacional de las Artes Plásticas otorgado por el Ministerio de Cultura y la Medalla al Mérito Artístico. Lo que sabía, era que aquel hombre llegaba al estudio de su hermana, se saludaban con un beso y entre ambos se desprendía un intenso y mutuo afecto. Se quitaba su americana y sobre una mesa depositaba una caja de tamaño Din A-3, plana, la abría y pasaba a mostrarle a su hermana sus últimas instantáneas, fotografías que él mismo había realizado con su cámara y procesado en su laboratorio.

El resto de mis compañeros, en el estudio de Maria Aurea, seguían afanosos con sus óleos tratando, con los pinceles, de extirparle a sus lienzos ese bodegón de frutas oculto, pero mi atención se desviaba hacia el contenido de esa caja a la vez que trataba de escuchar las historias, que de cada una de las fotografías, Francesc Cátala i Roca le contaba a su hermana.

Copyright: Francesc Català i Roca
En una de aquellas visitas que el fotógrafo realizaba al estudio, me atreví a preguntarle si podía echar un vistazo a sus fotos, y para mi sorpresa, no solo me las mostró con entusiasmo, sino que compartió conmigo la historia que había detrás de cada una de ellas. Sus imágenes eran mayoritariamente urbanas, trataban de captar lo insólito, y en ellas, el aspecto humano era el más absoluto protagonista.

 Entendí que detrás de cada fotografía, sí que podía haber una buena historia. Que una cosa eran los bodegones, las naturalezas muertas, las fotografías de interiores, arquitectónicas o de moda, pero que en el mundo de Cátala i Roca, lo importante, era la historia que se encontraba en cada imagen, el momento captado y las diferentes interpretaciones que podía dar de ellas cualquier espectador.


Las clases de pintura al óleo pasaron a importarme un pimiento, pero el estudio de Maria Aurea continuó sirviendo de lugar de reunión en el que Francesc y yo nos encontrábamos un par de veces por semana. La pintora continuó aconsejando a sus alumnos sobre las técnicas de su arte, mientras Francesc, me hablaba de imágenes y a través de ellas me contaba historias.

Copyright: Elliot Erwitt
(Presidente de la agencia Magnum Photos en 1968)
A finales de los ochenta leí un artículo en el que hablaban de un fotógrafo llamado Lee Friedlander y de una exposición que junto a los fotógrafos Diane Arbus y Garry Winogrand, se realizó en el Museo de Arte Moderno de New York en el año 1967.  Las fotografías de Lee y las de sus compañeros exploraban el paisaje urbano buscando situaciones espontáneas en las que los sujetos interaccionasen de algún modo  con los lugares públicos. Para ello utilizaban la técnica de la fotografía directa, ya que para captar un instante urbano no hay tiempo que perder en mediciones ni en la alteración de los controles básicos de la cámara. Lo verdaderamente importante es el buen ojo fotográfico para saber captar esos momentos que la gente comparte en la calle y que pueden dar lugar a situaciones de gran comicidad, o bien a instantes humanos atrapados en un momento decisivo y conmovedor.  A ese nuevo enfoque, a esa sentido distinto de ver la fotografía documental, se le llamó, tras esa exposición de los setenta: “Street Photography”, un subgénero del fotoperiodismo que no pocos fotógrafos profesionales se atreven a definir como: "una de las disciplinas fotográficas más difíciles que existe”, y bien es cierto a pesar de que en la Street Photography los conocimientos técnicos pasan a un segundo plano. La cámara se convierte en un mero instrumento, en un simple apéndice del fotógrafo del que lo que realmente se espera es “que sepa ver” y que sea capaz de transmitir. Que le robe imágenes a la calle, al espacio público y a los personajes anónimos que constantemente deambulamos por ella. Luego, lo necesario, es que esas imágenes robadas sean publicadas para que de algún modo vuelvan al lugar del que se tomaron y para que cualquier posible espectador pueda verlas, disfrutarlas y, a su modo, reinterpretarlas.

Copyright: Sergi Camara i Perez
Fue a principios de los noventa cuando la Regula de mi padre, el hecho de verle a menudo tras ella, la abominación que supuso aquella “Fentax” de plástico con muñeco incorporado, la caja metálica del Cola-Cao con instantes congelados, mi primera Kodak Brownie, la Werlisa abandonada,  y la semilla que hábilmente plantó en mí Francesc Cátala i Roca, formaron un núcleo que finalmente me motivó a tomar una cámara y a llevarla conmigo allá a donde vaya. Empecé con una Reflex de la marca Canon, modelo Eos 1000 FN. Con ella tomé mis primeras fotografías; podríamos decir... “con intención”, y siempre con la filosofía de la Street Photography, lo que significa que en mis fotografías, correspondan a la parte del mundo que correspondan, nunca se ven reflejados grandes monumentos ni hermosos paisajes, ya que lo que siempre me ha gustado ha sido esa interacción del ser humano con su entorno.

Posteriormente adquirí una Nikon Coolpix P80, una cámara sencillita con la que me manejo en la actualidad y con la pretensión, dentro de mis modestas posibilidades, de documentar el día a día y de mostrar mi pasión por la especie humana.


Copyright: Sergi Camara i Perez
Personalmente veo la Street Photography como una extensión de mi trabajo, pero con una diferencia muy importante. A diario me encierro en mi estudio para contar historias; bien sea ilustrándolas, escribiéndolas o filmándolas en dibujos animados. En todos esos casos se empieza por una idea a la que hay que buscar y perseguir en algún lugar oculto de la cabeza. Posteriormente es necesario estructurarla, desarrollarla minuciosamente y corregirla antes de mostrarla. Se trata de un trabajo que requiere muchísima planificación y de todo un proceso de elaboración exhaustiva para terminar contando una historia. La Street Photography, en cambio, constituye un proceso inverso. El trabajo no hay que hacerlo encerrado en un estudio sino saliendo a la calle, y la historia no hay ni que buscarla, ni estructurarla ni planificarla. La historia está allí, en la calle. Se trata simplemente de encontrarla... y disparar.

Una forma maravillosa de contar historias.


Les dejo mi galería en Flickr por si quieren ver algunas fotos. Clicken la siguiente imagen y siéntanse libres para interpretarlas, que para eso están.



Galería de imagenes de Sergi Camara i Perez
Créditos imágenes: Fotografías 1, 2, 3, 4 y 5 realizadas por Sergi Camara, el resto son propiedad de sus respectivos autores.

martes, 31 de julio de 2012

Billetes del Mundo

Si el Banco Central Europeo, o el FMI, o el mismísimo Banco de España, o a quien corresponda, no se ponen de inmediato a imprimir billetes para sacarnos de esta crisis, creo que no voy a tener otro remedio que poner en circulación los cromos de mi viejo álbum “Billetes del Mundo”. Aunque creo, que a pesar de tener billetes de los cinco continentes, no iría demasiado lejos, ya que desgraciadamente... están fuera de circulación.


El álbum, así como la colección de billetes, fueron editados en el año 1974 por Ediciones Este de Barcelona. Los cromos estaban impresos por ambas caras mostrándonos el anverso y el reverso de los billetes, de modo que nos ofrecía una réplica perfecta de cómo era el billete original. Por si fuera poco, en el anverso nos incluía el nombre del país de procedencia del billete, su equivalencia en pesetas y la bandera del país. En el reverso mostraban un sello en el que se podía leer “sin valor legal”; cosa que siempre nos fastidió a los críos de la época, sobretodo con los billetes españoles de cien, quinientas y mil pesetas, ya que tras leer esa leyenda descubríamos que, desgraciadamente... esos billetes eran falsos y no podíamos ir con ellos al kiosco y comprarnos tebeos, chuches ni absolutamente nada de nada.


El caso era, que con tal de no perder detalle del billete por sus ambas caras, era necesario pegarlos al álbum por una de sus esquinas. Eso hacía que la colección fuese distinta a las otras de sus contemporáneas y que tuviese una gracia especial.


Para nosotros fue todo un descubrimiento enterarnos de que además de las pesetas, por el mundo existían monedas como: francos, marcos, escudos, riyals, dinares, pesos, dólares, bolívares, rupias, coronas, libras, dracmas, florines, etc. Aunque los más asquerosos eran los schillings; no por nada. Que nadie piense que tengo algo en contra de los pobres austriacos. Era solo que cuando mi amigo Guijarro se me acercaba a la hora del patio a cambiar los cromos y me decía: “Oye... tienes el cromo número 22?... El schilling?”... me llenaba la cara de escupitajos, y es que no era justo que semejante nombre de moneda se lo hiciesen pronunciar al pobre Guijarro que era gangoso.


Luego se daban situaciones muy curiosas; por ejemplo: nuestro billete de 500 pesetas circulaba en varias versiones y nos mostraban los rostros de Ignacio Zuloaga, Mossèn Cinto Verdaguer o Rosalía de Castro (posterior a la colección de Ediciones Este). Sus fechas de emisión variaban entre 1954, 1971 y 1979 respectivamente, de modo que pasaron todos por delante de nuestros ojos durante las décadas de los 60’s y los 70’s, pero curiosamente, el que más llamó mi atención fue el de Ignacio Zuloaga al que yo asociaba con la imagen del español venido del pueblo, que había pasado gran parte de su vida en la ciudad y que paseaba con sus nietos aún con su boina puesta. Claro... luego veía que en la colección me mostraban los cromos de cómo eran los billetes de 10 y 50 Francos franceses en los que aparecían dos tipos con larga melena atirabuzonada y de color blanquecino del mismo estilo que el Cardenal Richelieu de Los Tres Mosqueteros, y en mi mente infantil... me hacía la imagen de que todos los franceses eran así y de que paseaban de esa guisa por las calles de París.


Me molaba, también mucho, el billete de 100 francos guineanos en el que aparecía un señor con un gorro tipo casquete y que me recordaba al Madelman negro de la Expedición Safari.


Recuerdo que esa colección nos fascinaba especialmente debido a que a la hora del “tengui, falti”, en el patio o en la calle, lo que intercambiábamos no eran imágenes con dibujitos de Bambi, o las maravillosas ilustraciones de la colección Vida y Color; nada de eso, nuestras manos estaban repletas de fajos de billetes que nos hacían parecer potentados, o que en lugar de estar intercambiando cromos, andábamos haciendo extraños manejes como los que les veíamos hacer a los estraperlistas del barrio cuando traían las mercancías robadas del puerto.


Eran tiempos en los que quienes vivían en barrios humildes no tenían ni idea de qué era la prima de riesgo, ni la bolsa, ni de a cómo estaba la cotización del índice Dow Jones; ni falta que hacía. Se sabía que una peseta valía una peseta, que era necesario trabajar mucho para ganar unas cuantas y que costaba toda una vida llegar a tener algunas de ellas ahorradas. Las cosas se compraban con billetes de esos en los que aparecía Ignacio Zuloaga, o el maestro Falla, Rosalía de Castro, o Mossèn Cinto Verdaguer. Nada de tarjetas de crédito, o de interminables financiaciones con las que dejamos endeudados con los bancos a nuestros hijos e incluso nietos. Antes la vida funcionaba así; con billetes del mundo.


Créditos Imágenes: Colección y álbum "Billetes del mundo". Colección particular.