En los 70, para la mayoría de españolitos de a pie,
las vacaciones eran austeras como lo era todo en aquellos años. Era poco usual
recurrir a agencias de viajes para programar una estancia de 15 o 20 días en un
país extranjero o en una playa caribeña. Los españoles setenteros de tierra a
dentro viajaban hacia las costas de la geografía nacional, se aglutinaban entre
la masa de turistas venidos de toda España y se mezclaban entre medio de las
atractivas suecas y de los hoteles de hormigón que de un día para otro hicieron
desaparecer a las humildes casas de pescadores que se encontraban en primera
línea de mar. Los que vivían en zonas costeras pasaban los fines de semana en
las playas de su localidad, y durante sus vacaciones, cargaban los SEAT 600 con
la familia y se largaban; como no... al pueblo.
Eran los tiempos de la cultura del ahorro en la que
nuestros abuelos (a los que la guerra les pilló de lleno) habían educado a
nuestros padres (a quienes pilló justo por los pelos). La misma cultura en la
que nuestros progenitores nos intentaron educar a nosotros, pero con muy poco
éxito. Nosotros habíamos sido llamados para cambiar eso. No entendimos nunca el
por qué de tanto sacrificio a cambio de darse tan pocos y contados placeres.
Nosotros queríamos conocer mundo, viajar, veranear allá donde Cristo perdió el
gorro y conocer culturas distintas a la nuestra más allá de lo que nos
mostraban los documentales de la televisión.
El ahorro había pasado a la historia. Los nacidos en el BABY BOOM, en pleno desarrollismo y en una España a punto de ver desaparecer la dictadura y las restricciones, no estábamos dispuestos a veranear en Benidorm o en el pueblo en el que habían nacido nuestros abuelos y del que se vinieron con su prole para poder darles un futuro mejor en la ciudad. Bastante habíamos ido ya a ese pueblo durante nuestra niñez y adolescencia. Absolutamente todos los años, uno tras otro!
Dos años de edad tenía yo la primera vez que me
llevaron de vacaciones al pueblo de mi padre. Un pueblo de Navarra situado en la
llanura de la ribera del Ebro, a unos 80 kilómetros de Pamplona y a unos 20 de
Logroño. No tengo recuerdo alguno de esa primera vez, pero conservo muchísimos
de los sucesivos veranos que pasé allí hasta que dejé de ir cumplidos los 16.
Llegar al pueblo significaba pasar los dos primeros días casa por casa para
saludar a toda la familia: tíos, primos, tías, primas, etc, (nunca entendí por
qué, pero en los pueblos... todo el mundo era primo mío de un modo u otro).
Primas y primos a los que solo veía en época estival y a los que había que
hacer la visita de rigor por aquello del “qué dirán”. Mis padres me decían:
“Acércate a casa de la tía Merenciana y dile que ya hemos llegado al pueblo. Se
alegrará mucho de verte”. Yo torcía el morro, me importaba un pimiento la tía,
mis dotes diplomáticas eran nefastas y estaba deseoso de quitarme el calzón y
darme un baño en las aguas del río con los amigos que había hecho allí año tras
año. Pero mis padres eran inflexibles y me obligaban a hacer absolutamente
todas las visitas. Cualquiera pasaba un mes entero en aquel pueblo sin saludar
a la tía Merenciana que tenía aspecto de abuela de 80 años, con moño y siempre
vestida de negro desde que enviudó, hacía un siglo, del tío Concordio. La tía
Merenciana tenía un empeño tremendo en que merendase pan ‘sobao’ con chorizo,
se alegraba mucho de que fuese a visitarla, me decía lo flacucho que estaba e
insistía en eso de: “Si vivieses conmigo aquí en el pueblo, ya me encargaría yo
de ponerte lustroso como a un gorrino. Dónde vas con esas garrillas, zagal? Es
qué tu madre no te da de comer?”. Lo peor era la despedida, la tía Merenciana
siempre me estampaba un sonoro beso en la mejilla, me pinchaba la cara con los
pelillos de su barba y me la dejaba llena de babas, y no contenta con eso, me
arreaba un pellizco a rosca en el moflete que me dejaba señalado para el resto
del verano.
Pasado ese mal trago inicial venían por fin los
días esos en los que me convertía en un ser asilvestrado y en los que dejaba de
lado los remilgos de ciudad. Hay que reconocer que el pueblo tenía un encanto
bestial y se convertía en una pequeña ciudad sin ley: salía de casa temprano,
de buena mañana. Algún amigo me venía a buscar con un par de carabinas de aire
comprimido para ir a dispararles perdigonadas a los gorriones que campaban
felices por las eras. Otros amigos del pueblo, así como forasteros llegados de
otras ciudades se nos iban uniendo y terminábamos formando un grupo -no
superior a la docena- de pequeños peligros públicos que paseábamos en plena libertad
por los campos de viñas y de cereal. A media mañana nos colábamos en la pieza
de la tía Eufemia y nos poníamos morados de comer higos y melocotones. El primo
Agapito me decía que había que ir a comer a la cabaña del tío Fructuoso, que
tenía preparado un rancho de liebre con patatas y pimiento y que era para
chuparse los dedos. Llegábamos a la cabaña y la tía Froilana nos recibía con
unos Kas de naranja y de limón bien frescos, pero si queríamos, podíamos tomar
vino con gaseosa. Bebíamos vino con 14 años! Y aquel rancho preparado a la
lumbre de unos sarmientos bien secos me sabía a gloria. En la ciudad, yo era
uno de esos críos que no probaba bocado, pero en el pueblo me ponía tibio de
comer, y aún y así siempre estaba dispuesto a hincarle el diente a algo.
Luego venía la modorra. Los amigos del pueblo se
retiraban a sus casas a echarse la siesta. Quedábamos los forasteros, que poco
acostumbrados a ese menester, nos dirigíamos a la orilla del Ebro, nos poníamos
en pelotas y nos bañábamos en el río sin haber hecho la digestión, pero nunca
nos pasó nada. Mi abuelo me contaba que en un tramo concreto del río se había
ahogado mi tío Félix cuando contaba con 16 años. Un remolino lo arrastró hasta
el fondo y tardaron cuatro días en rescatar su cuerpo sin vida. Mi abuelo y mi
padre me pedían que no me bañase en el Ebro jamás, pero precisamente por ese
tramo, por el del remolino, era por donde cruzábamos a nado. Había más río,
pero yo insistía en que debíamos cruzar por ahí. Ignoro si buscaba un desafío o
plantarle cara a aquel tramo maldito que guadañó la vida de un tío al que nunca
conocí. La otra orilla dejaba de ser Navarra para convertirse en la Rioja, algo
que me importaba poco, pero que tenía su gracia. Subíamos hasta lo más alto del
acantilado y jugábamos a lo que llamábamos “cagar al Ebro” y que consistía en
ponernos en fila al borde del precipicio con los culos apuntando al vacío y a
una altura que ahora nos haría temblar las piernas. Empezábamos a empujar, nos
mirábamos los unos a los otros, contemplábamos nuestras caras coloradas y
nuestras muecas de esfuerzo para ver quien de nosotros era el primero en soltar
un buen zurullo que se despeñase acantilado abajo hasta oír su chapoteo al impactar en el agua del río; el que lo
conseguía era el que ganaba. Recuerdo que gané alguna vez.
Avanzada la tarde cogíamos las bicicletas, los
amigos del pueblo se nos unían de nuevo. Subíamos pedaleando hasta el calvario,
justo al pie de la Iglesia, dábamos media vuelta y bajábamos a toda leche sin
poner los pies en los pedales en aquellas bicis sin frenos. Las viejillas que
tomaban el fresco con sus sillas en las puertas de sus casas nos gritaban, pero
nosotros nunca oíamos nada. Nos retirábamos cada uno a su casa a buscar la
merienda y quedábamos en la plaza del pueblo. Justo terminábamos de merendar
que ya era la hora de cenar y siempre había un amigo que me pedía que fuese a
su casa, que su madre tenía espárragos de la cosecha y jamón curado de la
matanza. Durante la cena charlábamos y se interesaban mucho en saber cómo era
la vida en la ciudad y cómo pasaba el día, aunque poco había que contar salvo
la rutina diaria de ir de casa al cole y del cole a casa; como mucho hacía un
poco el animal en la calle, en el barrio, pero poca cosa más. Nada tan
interesante como todo aquello que se podía hacer en el pueblo.
Por la noche quedábamos con las chicas, alguna que
otra del pueblo, pero la mayoría forasteras. Comprábamos chuches en la tienda
de la Elviri que estaba en la calle de la Carrera y que en realidad se llamaba
calle de Augusto Echevarria, pero nadie le llamaba así. Se trataba de una calle
ancha, céntrica y en la que se reunía toda la gente del pueblo los domingos y
durante las fiestas para tomar zuritos y vinos en las terrazas de los bares.
Cargados de pipas Churruca y de ganchitos Matutano nos íbamos al cine y
poníamos de los nervios al bueno de Cosme, el acomodador, que cuando se hartaba
de nosotros nos arreaba linternazos en la cabeza. Y es que en realidad,
estábamos todos deseando que terminase la película para irnos “a pisar tumbas”;
un entretenimiento que consistía en marchar toda la cuadrilla en plena noche
hasta el cementerio que se encontraba en la carretera de la Barca, lejos de las
chafarderas miradas de las viejas que nos espiaban entre visillos, y allí, tras
saltar el muro rodeado de cipreses y colarnos en tierra de muertos, hacíamos
parejitas y jugábamos a médicos.
A finales de agosto venían las fiestas patronales
en honor a San Juan Buatista, pillábamos nuestras primeras borracheras de
zurracapote; una combinación de vino con melocotón, azúcar, con sus diversas
variantes, y que por su sabor dulzón, para cuando nos queríamos dar cuenta, ya
andábamos dando tumbos y cantando el “Asturias patria querida”. Corríamos los
encierros de vaquillas bravas, formábamos peñas, montábamos nuestros chamizos
en los que instalábamos un tocadiscos con música que iba desde AC-DC a Los
Pecos, colgábamos algunos posters, preparábamos “el reservado” con los sillones
de viejos coches desguazados, hacíamos parejitas... y jugábamos a médicos.
Terminar el verano y regresar a la ciudad era un
auténtico fastidio. El pueblo era lo más! No existía el control, no habían
horarios. Mis padres estaban convencidos de que no podía pasarme nada. Si
supiesen! Pero había esa idea de que en el pueblo todo era sano; ya bien fuese
pasearse con carabinas de aire comprimido, inflarse a comer fruta sulfatada,
bañarse sin hacer la digestión, lanzar boñigas al vacío desde lo alto de un
acantilado, bajar pendientes con bicicletas sin frenos, alejarse 3 kilómetros
del pueblo para asaltar un cementerio... En cualquier ciudad un niño podía
morir si hacía eso, pero en el pueblo... era de lo más sano.
Al igual que yo, la mayoría de los que fuimos
jóvenes en los 70 veraneábamos en los pueblos de nuestros padres, que curiosamente,
dejaban de tener interés para nosotros una vez llegábamos a la adolescencia.
Hacer el salvaje empezaba a dejar de tener sentido, y eso de ir de vacaciones
con nuestros padres daba un corte terrible. Así que cuando llegaba el verano
preferíamos quedarnos en la ciudad con la abuela; siempre había alguno de
nuestros amigos que se quedaba solo con algún hermano o hermana mayor y con una
casa en la que poder montar guateques. La dinámica en esas fiestas de música de
comediscos, de minifalda y de pantalón de campana era algo distinta a la de
“pisar tumbas”, pero en esencia era lo mismo. Se bailaba al estilo “agarrao”
con las luces bien tenues, casi a oscuras, y se esperaba el momento adecuado en
el que poder intercambiar un beso con nuestra pareja de baile. Las chicas de
ciudad eran distintas a las del pueblo. Sus besos sabían a pintalabios y no a
uva fresca, y el color sonrosado de sus mejillas era artificial, pero nos
empezábamos a hacer mayores y a pesar de que las abuelas siempre fueron un
estorbo, aprendimos a torearlas igual que a las vaquillas bravas del pueblo.
De mayores, con parejas formales y economías
estables, las vacaciones pasaron a convertirse en viajes al extranjero, primero
sin hijos, luego con ellos, pero rara es la familia que a día de hoy no haya
puesto un pie en los cinco continentes. Las tías Merencianas murieron hace unos
cuantos años, pero los tíos, tías, primos y primas de nuestros pueblos no
conocen a nuestros hijos ya que nunca les hemos llevado allí. Se han perdido
eso de poder darles pan con chorizo y de pellizcarles a rosca sus mofletes. Se
limitan a ver las fotos que nuestros padres llevan de sus nietos cuando van de
veraneo al pueblo; porque ellos, nuestros padres, siguen yendo al pueblo ya que
para ellos eso de viajar al extranjero siempre ha significado gastar dinero sin
necesidad.
El caso es que con los actuales recortes
salariales, subidas de impuestos y demás medidas adoptadas por nuestros
gobiernos para sacarnos de la crisis, pero que en realidad nos están hundiendo
en la miseria; está empezando a tomar forma en nuestras cabezas esa cultura del
ahorro en la que nuestros abuelos educaron a nuestros padres y en la que ellos
trataron de educarnos a nosotros. Para nada nos arrepentimos de haber viajado
para conocer mundo. Seguimos sin tener sensación alguna de haber derrochado
nuestro dinero en esos viajes debido a que lo que nos han aportado a nosotros,
así como a nuestro hijos, nos compensa con creces, y además, nos alegramos de
haberlo hecho mientras hemos podido ya que a saber cuándo volverá el día en el
que podremos viajar de nuevo.
No obstante, este verano, para muchas familias
españolas, será quizá el primero, después de mucho tiempo, en el que pasaremos
nuestras vacaciones en el pueblo y en el que los tíos, primas, tías y primos
dejarán de ver a nuestros hijos en fotos y podrán cebarse con sus mofletes y
cebarlos a base de pan con chorizo, higos, melocotones y ranchos de liebre con
patatas y pimientos.
Nosotros nos reencontraremos con aquellos amigos
que no hemos vuelto a ver desde que cumplimos los 16 y con los que íbamos a
cagar al Ebro, o con aquellas amigas que besaban con sabor a uva fresca y a las
que llevábamos “a pisar tumbas”. Nos hará gracia y nos resultará chocante ver
como nuestros hijos empezarán a relacionarse con los suyos, aunque me temo que
no harán nada parecido a lo que hacíamos nosotros porque, hoy en día, los
chicos de pueblo ya no cazan gorriones, no se bañan sin hacer la digestión, no
comen frutas sulfatadas, no cagan en el Ebro, no descienden por pendientes con
bicicletas sin frenos, no van al cine porque en los pueblos ya no hay cines, no
pisan tumbas... Los chicos de pueblo de hoy en día parecen chicos de ciudad, y
se encerrarán en sus casas con nuestros hijos y jugarán con las videoconsolas o
se meterán en sus Facebooks o mirarán la tele. En cualquier caso, lo bueno; en
el fondo, será que mis hijos, en sus álbumes fotográficos de sus vacaciones,
además de tener fotografías de diversos lugares de Europa, Marruecos, Estambul,
la India y los Estados Unidos, tendrán también fotografías de aquellos veranos
que pasaron en Mendavia, en aquel pequeño y precioso pueblo de Navarra situado
en la llanura de la ribera del Ebro y en el que nacieron y se criaron sus
abuelos.
Volvemos a los 70.
Créditos imágenes: 1) Panorámica de Mendavia extraida de la página web de su ayuntamiento. 2) La calle del Prado, mi primer año de vacaciones en Mendavia, año 1966 (colección particular). 3) Calle de Mendavia, fotografía de Ernesto López Espelta. 4) Imagen extraida de una postal de la antigua barca de paso en el año 1978. 5) Mendavia años 60, extraida del blog 'Mi lLogroño de Cristal'. 6) Mendavia en las fiestas del año 1979 (colección particular). 7) Mendavia, extraida de Wikimedia Commons. 8) Torre de la iglesia de Mendavia con nido de cigüeña (colección particular). 9) Mendavia, Ermita de la Virgen de Legarda (colección particular).
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9 comentarios:
Has definido perfectamente la esencia de los veranos de la niñez. Es curioso que con tan poco fueran de los mejores recuerdos de la vida.
Yo también disfruté de la libertad de las vacaciones en el pueblo... Que tiempos aquellos!!! sin tener que preocuparnos de nada, tan sólo de divertirnos.
Como dice David Haggart en "La horca puede esperar":
"El verdadero genio es el que sabe sacar provecho del desastre"
Besos nube, genio.
Maravilloso este retrato de tan nostálgicas pinceladas que me ha traído imágenes muy vívidas de vacaciones en el pueblo.
Lo de ir en pelotón por las noches al cementerio era también común en mi pandilla. Y efectívamente el apetito era mucho mayor con los aires del pueblo.
Recuerdo también la rabia que nos tenían los chicos del lugar cuando comprobaban que las féminas preferían pasear con los chicos de la ciudad. Llegaron a lanzarnos piedras sobre nuestras tiendas de campaña!!
Qué tiempos!!
Aquel pueblecito se llamaba (y se sigue llamando) Ayna, en Albacete.
Pero tú, Sergi, eras de cuidao, eh?,
Me alegro de q mi hijo haya nacido en este pueblo,q tantas aventuras le hizo vivir.Con 4 años,pesca cangrejos ,anda en bici,se tira por la cuesta con su "moto de pies" sin frenos,coge lo huevos de sus gallinas,ha visto nacer a pollos,patos,un potrillo...monta en su poni,juega al futbol ... Y doy gracias porque aunque juega a la Wii,maneja el iPhone,la tablet y bla bla bla...le toca vivir lo q tanto le enriquecerá cuando sea un adulto
Esta bueno saber acerca de vacaciones actuales y pasadas. En este momento estoy organizando las próximas que voy a realizar y seguramente van a ser en los alquileres en san bernardo ya que me encantan sus playas
Jo parece que lo escribiera uno mismo, idénticas vivencias pero en las antípodas, lo que más me gustaba era a la hora de la siesta, cuando dormido escuchaba el rebuznar de un pobre asno el cual estaba descansando de su jornada laboral plácidamente en un huerto contigüo a la casa. Imaginaros la escena... a urtadillas andando con los dedos de los pies descalzos y las zapatillas de lona azul en la mano para no despertar a mis padres... saliendo aprisa al huerto una vez calzado e ir en busca del burro para darme paseos emulando a Curro Jimenez jajaja. enhorabuena por el relato.
Me ha encantado la narración de tus vacaciones en Mendavia. Yo nací en Caracas en el 63, y vine a los 4, a los 8 y a los 11 años de vacaciones. Era todo tal cual lo cuentas, aunque algún gazapo encuentre, por olvido de los años. Me viene a la memoria también el sonido de los carros de caballos. Llegaste a conocer las Piscinas Palacio?. Íbamos todos con aquellas chanclas cangrejeras y la Rosario nos llamaba la atención por los altavoces. Aquello ha cambiado mucho pero aún así creo que seguiría siendo una experiencia inolvidable y enriquecedora que deberían tener los descendientes de pueblos. Un abrazo mendaviés para tí
Me encanto , me hizo acordar mucho a Minas de Wanda
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