jueves, 13 de diciembre de 2012

El Caballero del Ring

Hay pocas cosas que duelan más que el primer crochet de izquierda estampado contra la mejilla en el primer minuto de un combate. Por contra, hay pocas cosas que duelan menos que un segundo crochet, aunque este sea lanzado a mayor velocidad, con más ímpetu y aunque se estampe en la misma mejilla que el anterior. El cuerpo humano tiene una sabiduría que ya la quisiéramos a nivel consciente. Reacciona ante ese primer golpe distribuyendo a toda velocidad la sangre de nuestro cuerpo por absolutamente todos los músculos, segrega sudor para volvernos más escurridizos, la fuerza y frecuencia de los latidos del corazón aumentan haciéndonos más ágiles y se dilatan nuestros bronquios para que el aire penetre mejor en nuestros pulmones y nos otorgue una mayor resistencia. Todo eso sucede en fracciones de segundos. Incontrolable, pero demoledor.

Me pasó algo así con ocho años de edad cuando andaba tranquilamente por la calle en dirección al kiosko del señor Sánchez que se encontraba en la esquina de casa. El “picao” se acercó a mí, y sin mediar palabra me sacudió un puñetazo en el mentón, seguidamente otro y otro, apenas los sentí a partir del primero, pero fueron decisivos y lograron derribarme. Una vez en el suelo me propinó una patada en el estómago, y ahí ya perdí la cuenta. Sé que me siguió pateando hasta que se detuvo jadeante y comprobando que el trabajo ya estaba realizado. Desde mi posición en el suelo, cabeza abajo y notando el sabor de la sangre en la boca, pude ver como me daba la espalda, se alejaba, y con el brazo extendido y su dedo índice señalando al cielo, me decía: “Y como te vuelvas a burlar de mi... Por mis cojones que te mato!”.

Burlarme yo del picao? Cierto era que aquella bola de sebo de doce años, a quien el paso de la viruela dejó imborrables muescas por toda su cara, era, además de horrible, un tipo abiertamente despreciable que hacía culpable a todo el mundo de su desgracia, pero a diferencia de la mayoría de críos del barrio, ni yo, ni los amigos con quienes me relacionaba, teníamos por costumbre burlarnos, ni de él, ni de nadie. Podíamos reírnos de alguien por alguna actitud o reacción en un momento dado, pero rara vez, por no decir nunca, reaccionábamos así ante algún defecto físico. En mi barrio no eran pocos los que arrastraban alguna tara, me vienen a la memoria: el cojo, el chepas, el ojo taco, el bracicorto, la cuellilarga, el tonto, la enana... una galería interminable de personajes con los que nos cruzábamos casi a diario en nuestros trayectos del cole a casa y que eran vecinos en un barrio en que quien más o quien menos, aunque no fuesen visibles, cargábamos con varios defectos de fábrica.

Alguien informó al picao de algo, que por lo visto yo hice o dije, pero le informó mal.

—No piensas levantarte del suelo? —una voz fina –casi femenina-, pero rota, reclamó mi atención.

Como pude me giré hacia mi interlocutor. Alguna patada había impactado en mi ojo derecho y me lo ponía difícil para enfocar a aquel individuo que sentado en el escalón de entrada a una escalera de vecinos, se me mostraba sonriente y como propietario de todo el equilibrio y la paz mundial.

Cuando por fin le pude ver bien me sorprendió que se tratase de un negro. A decir verdad yo nunca había visto a un negro en persona con anterioridad, a excepción de los que salían en las películas de Tarzán y que, o vestían taparrabos, o atuendos ligeramente más civilizados, pero que siempre iban cargados de bultos que sostenían sobre sus cabezas. No obstante aquel tipo de voz rota y delicada iba envuelto en un larguísimo abrigo marrón y llevaba puesto un gorro de lana.

—Quién eres? —le pregunté.
—Mis amigos me llaman Kid. —me dijo. Se despojó de su gorra para saludarme y me sorprendió contemplar una discreta calvicie y algunas canas. Jamás hubiese pensado que los negros pudiesen ser calvos o tener el pelo canoso. No eran así en las películas de Tarzán.

El negro Kid solicitó que me sentase a su lado en aquel escalón, y tras llegar a él –como pude- me senté junto a aquel tipo corpulento que no dejaba de mirarme con una perpetua sonrisa dibujada en su cara.

—Por qué no te has defendido?
—Defenderme?
—Si, chico. Ya sabes... —Kid dibujó en el aire unos jabs y algunos ganchos con sus puños.
—Pues yo que sé... Imagino que sólo tenía ganas de que terminase de una vez y me dejase en paz.
—Buena estrategia, hijo. Eso es tener madera de campeón.
—Tú crees? —le pregunté mirándole de reojo y sosteniendo mi nariz con el pañuelo para no seguir manchándome de sangre.
—Oh, ya lo creo. —afirmó—. Sabes? Un campeón es aquel que nunca se mete en una pelea que sabe que no va a ganar.

Kid me acompañó hasta mi casa. De camino nos acercamos un instante a la fuente de la calle Poeta Cabanyes, y con mi pañuelo y también con el suyo ligeramente humedecidos con agua, limpió mis heridas y me parcheó como pudo para que mi madre no se llevase un susto de muerte al verme. Nos despedimos y quedamos en que ya nos iríamos viendo por el barrio.
Kid junto a Ernest Hemingway. Cuba 1954

No pasaron muchos días hasta que volvimos a coincidir, y así varias veces en sucesivas ocasiones y en diferentes lugares del barrio. Cada vez que nos veíamos kid y yo conversábamos. Él me preguntaba que qué tal estaba mi gancho de izquierda, y yo me reía. En uno de esos encuentros, concretamente un día por la tarde, Kid me vio y se dirigió hacia mi con prisa. Yo iba hacia mi casa acompañado de mi amigo de clase Guijarro. Los dibujos animados estaban a punto de empezar en la tele y seguro que mi yaya Lola me esperaba con la merienda.

—Hola, Chico. Vienes? —Kid se me acercó sacándose su gorro de lana con una mano y tendiéndome la otra para estrecharla con la mía—. Tú y tu amigo podéis acompañarme si queréis. Me gustaría mostraros algo.

Guijarro declinó la invitación. Estaba sorprendidísimo de ver a un negro de carne y hueso. Se despidió de nosotros y se encaminó hacia su casa sin poder evitar girarse constantemente para cerciorarse de que era cierto que acababa de ver aquella rareza.

Barrio Chino de Barcelona a principios de los años 70
Kid y yo atravesamos la Avenida del Paralelo, una calle que era la frontera que separaba a mi barrio, el Poble Sec, del resto del mundo, y más concretamente del barrio Chino y del barrio de Sant Antoni. Rara vez mis pasos se encaminaban hacia esa dirección aún y que el barrio Chino, en todo su esplendor, estaba muy cerca de mi casa. Nos adentramos en él a través de la calle Conde del Asalto, Kid saludó a un montón de gente por el camino, a tipos que se le acercaban con una abierta sonrisa y a putas que le rodeaban el cuello con sus brazos, le lanzaban seductoras miradas y le preguntaban que “quién era el pequeñín”. Kid era amable con todos los que se cruzaban a su paso hasta que finalmente entramos en una de las fincas de la angosta calle. Andamos unos metros a través de un estrecho pasillo al final de cual podían oírse fuertes respiraciones, golpes, jadeos y unas intermitentes e interminables sacudidas a modo de “chack, chack, chack...”.

Nos detuvimos en una gran estancia en la que entraba el sol a través de unos ventanales, pero en la que imperaba una suave penumbra. Tres rings de boxeo se hallaban esparcidos por ella. Un montón de tipos en calzón corto se liaban a mamporros con unos enormes sacos que colgaban del techo, algunos de esos hombres, subidos en los rings y protegidos con cascos y chalecos que guarecían sus costillas, se distribuían en parejas y se sacudían a la vez que permanecían atentos a las voces que les dirigían otros que corregían sus movimientos y les indicaban cómo debían lanzar los golpes. También habían tipos que parecían ir por libre, fintaban frente a espejos o se peleaban contra su propia sombra proyectada en una pared, o bien saltaban a la comba “chack, chack, chak...”.

—Enhorabuena, Kid. Te estábamos esperando! — Otro hombre corpulento, pero de baja estatura se acercó con una botella de ron cubano en la mano, abrazó a Kid y remostó su maltrecha nariz contra su cara para estamparle un sonoro beso en la mejilla—. Quién es tu amigo? —le preguntó mirándome con curiosidad.

Mimoun Ben Ali
Kid nos presentó, aunque aquel tipo me era familiar. Mi padre y yo asistíamos los domingos por la mañana al Gran Price, también íbamos algún miércoles por la tarde, y en aquel local que hacía las veces de sala de baile, cancha de baloncesto y ring en el que se celebraban emocionantes veladas, veíamos combates de boxeo. Efectivamente, se trataba ni más ni menos que del melillense Mimoun Ben Ali a quien ya había visto pelear en alguna ocasión. Hacía cuatro años escasos que había perdido su título de campeón de Europa en Italia frente a Salvatore Burrini. Realizó algunos combates después de ése, pero no logró recuperarlo, de modo que colgó los guantes, abrió una zapatería en la ciudad Condal y acudía al gimnasio para no olvidar viejos tiempos y para seguir reencontrándose con viejas glorias.

A la que quise darme cuenta eran varios los tipos que se encontraban a nuestro alrededor. Todos abrazaban a Kid, le daban palmadas en el hombro y le felicitaban. Ali, que así era como llamaban todos a Mimoun, empezó a servir ron cubano en roñosos vasos y a repartirlo entre el grupo de gladiadores que habían dejado de zurrarse por un momento para acercarse a nosotros a celebrar algo, que por lo visto... era muy importante.

—Toma, chico. —Ali me ofreció uno de esos vasos en el que había dejado caer apenas tres gotas de ron —. Celebra la victoria del campeón con nosotros —me dijo.

Yo no tenía ni la menor idea de qué estaba sucediendo allí, hasta que al poco rato, y por ese mismo pasillo por el que instantes antes, Kid y yo habíamos llegado, hacía su aparición otro negro, sonriente y enfundado en un traje oscuro con finas rayas blancas y que saludaba muy efusivamente a todo el mundo que le recibía con más abrazos, mayor número de palmadas en el hombro, vítores y más felicitaciones.

José Legrá
Nos encontrábamos en las navidades de 1972. Dos días antes a esa improvisada fiesta en el gimnasio del barrio Chino barcelonés, Kid y el negro del traje de finas rayas blancas acababan de llegar de Monterrey, México, con un título del campeonato mundial del peso pluma bajo el brazo. Logré enterarme de que Kid había sido el entrenador, y de que el negro sonriente que acababa de llegar tras un breve reposo, y que estaba siendo recibido como si se tratase de un rey, se llamaba José Legrá y era quien había peleado y vencido en aquel combate.

En medio de todo aquel desconcierto, Legrá reparó por un breve instante en mí, hizo una mueca de sorpresa al verme sostener un vaso de ron. Imagino que pensó que debía ser hijo de alguno de los boxeadores que se encontraban por allí, me atusó el pelo con la mano e inmediatamente se agarró del brazo de Kid y se lo llevó hacia un despacho. Por lo visto el campeón y su entrenador tenían cosas de que hablar. Kid le solicitó a Ali que cuidase de mi y me pidió que le esperase para poder acompañarme a casa. Ali me rodeó con su brazo y se dispuso a mostrarme todo el gimnasio. Mientras, el resto de los que se hallaban allí volvieron a su actividad frenética de soltar mamporros como si no hubiese sucedido absolutamente nada.

Ali era sin duda un anfitrión excelente. Me mostró las instalaciones y me explicó para qué servían todos los aparatos y qué ejercicios realizaban los boxeadores, pero además, me contó apasionantes historias de boxeo. De vez en cuando detenía su charla conmigo, se dirigía a un par de púgiles que se estaban dando una buena y les lanzaba alguna indicación: “Pero que haces, hijo? Agáchate y esquiva, agáchate y esquiva, o de lo contrario te vas a comer más hostias que comulgando!”.

Nos encaminábamos hacia el tercero de los rings cuando, Ali, me sorprendió boquiabierto contemplando un enorme cartel que colgaba de una pared. En él estaba la imagen de Kid con un par de guantes cubriendo sus manos.

Kid Tunero

—Es... es Kid —balbuceé.
—Vaya!... Veo que el viejo te ha contado poco. Eh?.

Ali y yo nos sentamos en un banco del gimnasio junto a unos viejos guantes de boxeo y una nevera portátil llena de hielo que contenía un buen montón de botellas de agua helada. Apuró el ron de su vaso y empezó a contarme cosas de Kid.

En realidad Kid se llamaba Evelio Mustelier y era de origen cubano. Todos le llamaban Kid Tunero, aunque también era conocido como “El Caballero del Ring” por su elegancia, educación y por su gran deportividad en todo momento y ante cualquier rival.

Al parecer, y a pesar de ese aspecto de hombre absolutamente feliz, Kid Tunero fue el boxeador a quien nunca le sonrió la buena fortuna. Llegó a ganar a cuatro campeones del mundo, pero nunca pudo ostentar ese título. Cuenta la leyenda, que disputó en Inglaterra un combate por el título mundial, y venció, pero antes de su nombramiento como campeón, le obligaron a renunciar al título y a abandonar de inmediato el país. Kid había mantenido un escandaloso affaire con una importante dama de la realeza británica y, a toda prisa, le metieron en un barco antes de que la noticia pudiese llegar a filtrarse a los medios.

Se casó en Francia y tuvo dos hijos varones, pero la invasión nazi durante la II Guerra Mundial le sorprendió peleando en Sudamérica, lejos de su esposa y de sus hijos que se encontraban en la Costa Azul de la Riviera. A partir de ahí, y en medio de una Europa devastada, Kid Tunero no tuvo noticias de su familia durante seis largos años. Finalmente se reencontró con ellos en Paris en 1946.

Pese a todo, y durante su estancia en Europa, Kid fue reconocido como el gran boxeador que era. A su regreso a Cuba su estilo europeo contó con gran número de detractores a los que costó convencer, y para ello tuvo que derrotar a los mejores púgiles cubanos.

Abandonó el boxeo a la edad de 38 años tras un fiero combate celebrado en Cuba en 1948 y frente a Hankin Barrons. Ambos contendientes quedaron severamente maltrechos y la decisión de tablas fue aplaudida por el público que disfrutó de la velada. En realidad, quien logró derrotar a Kid Tunero fue el reuma articular que arrastraba desde hacía ya varios años. Sin duda fue ese su peor rival.

Sala GRAN PRICE de Barcelona 1972
Trabajó durante unos años como entrenador de púgiles cubanos hasta que en 1959, tras erradicarse el boxeo profesional en la isla, decidió venir a Barcelona para seguir con su tarea como entrenador, y para entre otras cosas, acompañar a José Legrá hasta convertirle en merecedor de ese título de campeón mundial que acababa de ganar.

Ali me comento que Kid había recibido más golpes fuera que dentro del ring, pero que incluso de esos fue capaz de recuperarse.

Con el paso de los años mi contacto con Kid fue cada vez más esporádico. Yo tenía que invertir todo mi tiempo en salir adelante, y poco después el campeón se alejó del barrio tras enviudar de la que había sido su esposa, una elegante mujer francesa llamada Yolett. Empezó a añorar a sus hijos que definitivamente se habían quedado a vivir en Francia y se instaló en una pensión de la calle Valencia. Dio la casualidad de que a raíz de mi relación con boxeadores, mi padre, como gran aficionado que era, empezó también a relacionarse con ellos y nos acompañaba al gimnasio cada vez que Kid o Ali me llevaban a pasar la tarde. Mi padre llegó a establecer una relación bastante estrecha con Ali que aún perdura a día de hoy. Tiempo atrás solían encontrarse casi cada día en la esquina de la calle Comte Borrell con calle Manso, mi padre salía de trabajar de su puesto del Mercat de Sant Antoni y se paraba un rato a charlar con Ali que se hallaba en la esquina esperando a su chica para ir con ella a cenar.

En uno de esos encuentros en noviembre de1992. Ali le contó a mi padre que Kid Tunero había muerto hacía escasamente un mes. El campeón contaba con 82 años de edad. José Legrá se ocupó bastante de él en los que fueron sus últimos años, venía a visitarle desde Madrid, donde había establecido su residencia, y se preocupó siempre del que había sido su maestro. Pero el corazón de Kid estaba realmente cansado y, en cierto modo, deseaba que llegase el momento en el que poder descansar para siempre al lado de Yolett.

Bastantes años después, y una vez que conseguí estabilizarme profesionalmente y formar una familia,  dediqué gran parte de mi tiempo libre a practicar boxeo. Imagino que fue por rememorar todas esas experiencias vividas de niño y porque el veneno del boxeo había penetrado en mi sangre. Jamás me lo planteé como algo profesional y me dediqué a él solo como afición, pero cada tarde, cuando llegaba al gimnasio, recordaba aquel invierno de 1972 en el que por primera vez entré en uno agarrado de la mano de Kid Tunero.

Martin Holgate                                             Xavi Moya
Aguanté en los rings hasta la edad de 42 años. Algunos recuerdos de entonces conservo: tres muelas voladas, la nariz rota en un par de ocasiones, costillas fisuradas y derrame de líquido sinovial en nudillos y muñecas; al margen de eso... ninguno de malo. Y como no, el recuerdo de haber sido sparring de Joan Carles Muntaner "El Loco" en los días previos a su combate para conseguir el título de campeón de España, y que finalmente obtuvo. Tuve la suerte de aprender junto a formidables entrenadores como Martin Holgate, campeón británico, o Xavi Moya, varias veces campeón de España, posteriormente de Europa y finalmente campeón del mundo en diversas modalidades de deporte de contacto, pero siempre recordé, por encima de todo, los consejos que Kid Tunero les daba a sus boxeadores, que más que consejos para la lucha, eran consejos para la vida: “No huyas del dolor, hijo. Enfréntate a él y hiérele”. “Jamás combatas para derrotar a ningún rival. Lucha siempre contra ti mismo, véncete, supérate”.

Cuando me hallaba sobre la lona esquivando y fintando los envites de mis oponentes, me parecía ver a Kid Tunero en mi esquina, sosteniendo su gorro de lana con la mano, apoyado de brazos en las cuerdas del Ring y obsequiándome con esa sonrisa suya que parecía decir: “No pasa nada malo, todo está bien”.

Hay pocas cosas que duelan más que el primer crochet de izquierda estampado contra la mejilla en el primer minuto de un combate...

Créditos Imágenes: 1.- Ilustración de Sergi Càmara. 2.- Kid Tunero y Ernest Hemingway. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 3.- El barrio Chino de Barcelona. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 4.- Cartel de promoción del que fue campeón de Europa, Mimoun Ben Ali. 5.- José Legrá. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 6.- Kid Tunero en una fotografía de promoción de BoxRec Boxing. 7.- El Gran Price de Barcelona. Fotografía extraida de internet. Autor desconocido. 8.- Los boxeadores Martin Holgate y Xavi Moya.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un post molt molt emotiu, gràcies ! Potser perquè el meu pare també era aficionat a la boxa.Aquells anys era un esport de masses a Barcelona.
M'ha quedat un dubte: Un cop estaves entrenat, no vas "demanar" mai la "revancha" al tal picao ?

Francesc

El Kioskero del Antifaz dijo...

Hahahaha... No, Francesc :)

El picao va desaparèixer del barri a principis dels 80. Les veïnes de l'època van dir que es va haver de casar de "penalti".

Gràcies sempre pels teus comentaris.

Una abraçada!

Sergi

Saturnino José dijo...

Que hermoso retrato de un boxeador. Un hombre luchador que podría ser temible, un campeón en el ring pero que destaca sobre todo por su paciencia, amabilidad y bonhomía. Muchas gracias por dármelo a conocer.

Unknown dijo...

preciosa historia yo tuve algo parecypa con el ya desaparecido merayo campeón de España y taxista