En quinto de E.G.B y con aproximadamente 10 años; al
Boliche, al
Hernandez, al
Gijarro, al
Pecas, al
Niña (porque era un crío muy guapo), al
Vallcanera y a mi, el Señor Villa nos llamaba “
Los siete magníficos” ya que según él, teníamos la habilidad de desestabilizar una clase en menos de cinco minutos; y ésa era una verdad absoluta. Nos aburrían sobremanera sus clases y no soportábamos que nos hablase de historia con aquellas pocas ganas. Quién podía mostrar interés por cuanto nos contaba, cuando al propio Señor Villa parecía importarle más bien poco todo aquello? Digamos que no tenía un don especial para que sus clases fuesen amenas, no obstante era el rey de la “palmeta”.
palmeta 1.
f.
Dícese de la vara que usaban los maestros de escuela para golpear la palma de la mano a sus alumnos como castigo.♦
También se dice palmatoria.
2.
Golpe dado con esta vara.
Ése fue el modo en el que el Señor Villa, alias “palmeta” se nos presentó el primer día de clase, leyendo esa definición de un diccionario y blandiendo su palmeta suavemente sobre nuestras cabezas mientras recorría las filas de pupitres arriba y abajo.
Los siete magníficos solíamos hacer fila delante del encerado mientras él se detenía en cada uno de nosotros e iba repartiendo estopa con su regla de madera. El resto de la clase encogían los hombros y fruncían los entrecejos como si aquellos palmetazos fuesen destinados a ellos mismos; nadie quería encontrarse en nuestro lugar. Las palmas de las manos o las puntas de los dedos sufrían el castigo, y por más que las restregásemos en las culeras de nuestros pantalones era imposible calmar el escozor de aquellos azotes. Yo me juraba para mis adentros portarme bien en lo sucesivo para no tener que pasar de nuevo por ese trance, pero a los cinco minutos... volvía a dar brincos por encima de las mesas y a “encestar” trozos de tiza desde la ventana de la clase en el interior de los cafés con leche que los obreros se desayunaban en la terraza de un bar que había justo debajo. “
Indio” me llamaba el Señor Villa, ya que según decía, yo estaba poseído por el espíritu del
indio Jerónimo.
Otra de las habilidades que teníamos
los siete magníficos, era la de poner de moda diversos juegos para la hora del patio. No recuerdo quien de nosotros fue, pero un día, por iniciativa de alguno, empezamos a jugar al
Churro, mediamanga, mangotero, Fue todo un descubrimiento ese juego y nos proporcionó unas horas de patio inolvidables.
Las reglas eran las de formar dos equipos de entre tres o cuatro componentes cada uno. Unos eran los
saltadores, los otros los
captores y siempre tenía que haber alguno que hiciese de
madre y que apoyado contra una pared sostuviese con sus manos la cabeza del primer
captor; de ése modo se evitaba que ésta se remostase contra la pared. Los
captores se agachaban uno detrás de otro formando una fila cos sus cabezas metidas entre las piernas de quien tuviesen delante. Los
saltadores iniciaban el juego saltando sobre ellos como si se tratase de saltar al potro, e intentando –en la medida de lo posible- destrozar la espalda del
captor en cuestión para hundir la fila y vencer. Lo importante era que el
saltador no cayese jamás, ya que sí una sola punta del pie tocaba el suelo, los
saltadores perdían y se invertía el turno de equipos, y la verdad... ser
captor era una absoluta jodienda. En el caso de que los
captores soportasen los envites de todos los
saltadores del equipo, entonces se establecía la pregunta del millón que determinaba si los
captores seguían siéndolo, o sí en caso de acertar la respuesta, ganaban y pasaban a ser
saltadores.
—Churro, mediamanga, mangotero. Adivinas lo que tengo en el puchero?
Ésa era la pregunta que realizaba el primer
saltador que estaba más cerca de la
madre. Mientras, colocaba su mano derecha sobre su muñeca izquierda (
Churro), o sobre su antebrazo izquierdo (
Mediamanga), o bien sobre su hombro izquierdo (
Mangotero). El primero de los
captores y soportando el peso de los
saltadores que tuviese encima, era quien debía responder ante la permanente vigilancia del que hacía de
madre para evitar que el
saltador hiciese trampas, sí acertaba la respuesta se invertían las tornas, y así hasta que sonaba el tedioso timbre que anunciaba el fin del patio.
Había un montón de estrategias para hundir la fila de
captores y tratar de ganar siempre el juego aunque fuese utilizando sucias artimañas, pero eso era lo suyo, cualquier cosa con tal de no ser
captor. Una de las más habituales era ponerse de acuerdo para saltar todos sobre el mismo y a ser posible que ése fuese el más débil. El primer
saltador se ocuparía luego de hacer la pregunta como si de un vinilo a 33 revoluciones por minuto se tratase, ganar tiempo y que el
captor débil terminase hundiéndose a cualquier precio. Alguno de los
captores gritaba “Va tú... dilo más deprisa que no aguantamos!”, y el
saltador que preguntaba se entretenía discutiendo con él “Oye... que lo digo deprisa. Qué no lo ves?” Con lo cual... siempre era mejor tratar de aguantar como fuese y no decir nada, ni quejarse de la parsimonia del
saltador que estuviese haciendo la pregunta.
Otra era la de compincharse con el que hacía de
madre y que él, discretamente te chivase la respuesta. La cosa era fácil si conseguías su complicidad. La
madre ponía sus manos sosteniendo la frente del primer
captor de manera que sus dedos fuesen visibles para él y colocaba el dedo índice de su mano derecha sobre una de las falanges de su índice izquierdo, e indicando así, a escala, cual era la respuesta correcta, pero obviamente... eso tenía un precio.
El Boliche (
del cual ya hablé en una entrada anterior) siempre hacía de
madre. Sinceramente era una
madre estupenda debido a que su mullidita barriga era ideal para soportar bien la cabeza del primer
captor. Además, no era muy hábil saltando y se quejaba de dolores de espalda, pero le entusiasmaba el juego y hacer de
madre le parecía requetebién.
En una ocasión le tanteé para ver qué tal. Le pregunté si estaría dispuesto a hacerles la pirula al
Vallcanera, al
Niña y al
Hernández, para que el
Guijarro, el
Pecas y yo pudiésemos ganar siempre. Eso sucedió en un patio en el que yo estaba devorando un
Bony de chocolate relleno de mermelada de fresa.
—Acepto sí cada día me traes algo para almorzar —Me respondió.
—Vale. Te traeré cada mañana un
Bony. Hace? —Le propuse.
—Ni hablar! —y mientras miraba al cielo como pensando y se refrotaba la barbilla con sus rebotudos dedos, concluyó —Les hago la pirula si me traes un bocadillo de barra de cuarto de pan con tomate, jamón dulce y queso.
La tarde que le dije a mi madre que me preparase un bocadillo para almorzar al día siguiente, la pobre alucinó, pero más alucinó aún al ver que día tras día me llevaba esos enormes bocadillos a clase, “me los comía” y no engordaba un solo kilo. Incluso se planteó llevarme al médico para ver si tenía una solitaria o algo similar. Tuve que apresurarme en decirle que el motivo de mi falta de peso era que hacía mucho ejercicio... algo había que decir a pesar de que la mujer siempre tuvo la mosca detrás de la oreja.
El Boliche se zampaba mis bocadillos en un abrir y cerrar de ojos. Su estómago era como una especie de agujero negro sin fin, pero pese a ello, el resto de
los siete magníficos estábamos impacientes en que terminase con su almuerzo para que nos hiciese de
madre y empezar a jugar ya que el patio, por desgracia... no era eterno.
Una mañana, aún con la boca llena del último bocado de su/mí almuerzo,
el Boliche se puso en posición. Nos tocó parar y cumplió bien con su misión de chivarme la respuesta con lo cual, el
Guijarro, el
Pecas y yo pasamos a ser
saltadores. Era verano, hacía un calor de mil demonios, el sol pegaba de lleno en el patio y la chicharrina era considerable. A mí me tocaba saltar el primero, así que salté y me coloqué sobre el primer
captor a escasos centímetros de la cara del
Boliche. Me extrañó verlo ligeramente bizco, sus ojos describían círculos en el interior de sus órbitas y el color sonrosado de sus regordetas mejillas estaba tornándose de un verde cachumbo. Acto seguido soltó un poderoso eructo que me devolvió parte del aroma del bocadillo de jamón y queso que jamás llegué a almorzarme. Seguidamente... una arcada, y finalmente se despachó con un inmenso chorro de vómito que a los seis que nos encontrábamos en pleno juego, nos llenó los bolsillos de nuestras batas, los oídos, las bocas y cualquier parte susceptible de dar cabida a semejante vomitona. Algo exagerado y desmedido, antológico y digno de haber sido inmortalizado por alguna de esas cámaras tomavistas que tenían nuestros padres y que filmaban en 8 milímetros.
Clicar imagen para verla en grande
Con las batas empapadas regresamos a clase y pasamos por la palmeta del Señor Villa... como casi cada día. No se nos permitió cambiarnos de ropa y hubo que soportar clase tras clase el vómito del
Boliche sobre nuestros pequeños cuerpos. Alguno de nosotros pilló incluso un resfriado por culpa de aquello. En las escuelas de barrio sucedían cosas así. Los niños teníamos una crueldad infantil justificable, pero el sadismo de algunos profesores era digno de diván de psiquiatra.
Como bueno, me queda el recuerdo de lo mucho que disfrutamos jugando al
Churro, mediamanga, mangotero; que por cierto, en Catalunya se llamó
Cavall Fort antes de la dictadura, pero pasó a denominarse familiarmente “
el Churro” tras el empeño que puso el señor Franco en prohibir hablar en Catalán.
Como malo, me queda la cosa esa de que hubiese podido ser de otro modo el detalle de compartir el bocadillo con mi querido amigo el Boliche. Y mira que los bocatas de mi madre, eran de buenos...
Créditos de las imágenes: 1, 2 y 3 de procedencia desconocida (encontradas en internet). Imagen 4 dibujo de humor gráfico de Sergi Càmara.