Al Eloy le faltaba un ojo, el derecho. Su ojo marrón había sido sustituido por uno de cristal que si mantenía quieta la mirada apenas se distinguía del bueno, del de verdad. Lo que sucedía es que cuando miraba aquí o allá, el ojo de cristal perdía ligeramente el rumbo y evidenciaba que tenía
algo raro o que se encontraba allí, un poco... como de visita, pero que en ningún caso esa cuenca era, ni de coña, su espacio natural.
Eloy perdió ese ojo a los trece años en una pelea con los chicos del barrio chino. Cuentan las vecinas que desde un balcón alguien le arreó una perdigonada con una carabina de aire comprimido, le estalló el globo ocular dentro de la cabeza, y adiós ojo.
A todas luces eso de que te falte un ojo no hace ninguna gracia, pero... no sé porque extraña razón todos envidiábamos a Eloy. Era evidente que poder presumir de haber perdido un ojo en una batalla con los chicos del barrio chino, es algo de lo que se puede andar fanfarroneando toda una vida, y Eloy hacía un más que inmejorable uso de “su tara” y de su historia para lograr así el respeto de todos los que le conocían.
Eloy ligaba como pocos. A veces, nos encontrábamos un pequeño grupito de amigos sentados en el escalón de una portería y comiendo golosinas del kiosco del Sr. Sánchez cuando se nos cruzaban algunas de esas chicas del barrio. Las muy condenadas crecían como las malas hierbas, cuatro días antes habían estado jugando con nosotros a canicas, pero te levantabas una mañana y zas!, se habían convertido en hembras de las de verdad. Les habían crecido unas impresionantes tetas y sus culos nos desafiaban con un insultante vaivén en el que claramente nos decían “Aún no chicos... aún os quedan mocos por limpiar antes de magrear uno como este”. Esos culos se alejaban de nosotros mientras permanecíamos allí sentados, sin perderlos de vista hasta que desaparecían en el horizonte o doblaban alguna esquina. Allí estábamos inmóviles y salivando, o por el dulce de las chuches o por los libidinosos pensamientos que acelerados recorrían nuestras mentes. Siempre nos hacíamos comentarios uno a otro.
—Eh!... Has visto a la Mercé? Está como un queso.
—Joder que si la he visto... no podía dejar de mirar.
—Yo me “la hacía” sin pensármelo dos veces.
Y siempre, invariablemente siempre... se rompía el encanto.
—Tarde... creo que es novia del Eloy. Mi hermano les vio metiéndose la lengua hasta la traquea.
—También? Todas son novias del Eloy! Eso de tener una tara mola...
—Estás seguro? “
Jimmy el dos pistolas” no se come una rosca.
Y todos nos echábamos a reír. “
Jimmy el dos pistolas” era un tipo de mediana edad, se llamaba Jaume y había sido trabajador en la
Philips, pero no sabemos en que mierda de máquina perdió los dos brazos, justo por encima de los codos. Cuentan las vecinas que había hecho más horas extraordinarias de las que un cuerpo podía soportar, finalmente se quedó dormido mientras manipulaba la máquina, una manga de su mono de trabajo se enganchó en un engranaje y para cuando sus compañeros pudieron reaccionar, unos amasijos de carne colgaban de sus hombros, y adiós brazos.
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Nuestra única tara por aquel entonces era nuestra edad; unos malditos once años que no servían absolutamente para nada. Demasiado críos para andar pensando en culos, demasiado mayores para comer golosinas, y por encima de todo, demasiado estúpidos para dejar de hacer ninguna de ambas cosas. Echábamos mano a nuestros bolsillos a ver qué podíamos comprar más, ya que a falta de un buen par de tetas, las gominolas del Sr. Sánchez estaban para chuparse los dedos, así que tomamos de nuevo el kiosco al asalto para llenarnos el estómago de porquería y luego... a pelear con las madres por dejarnos las insulsas lentejas de la cena.
—Hostias! Qué es eso? —todos teníamos nuestros ojos puestos en las golosinas, pero el Boliche tenía ojos para todo.
—Son dardos —dijo el Sr. Sánchez —. Me los han traído esta mañana.
Y allí estaban, unos dardos de plástico, la cosa más simple del mundo compuesta de un cuerpo, un cabezal y en su interior un clavo de ferretería, pero nos parecieron magníficos.
—Y para qué sirven Sr. Sánchez? —preguntó Alberto.
—Pues para lo que sirven los dardos. Puedes clavarlos en una diana, en una puerta... —El Sr. Sánchez siempre tenía respuestas.
—Y qué valen? —pregunté.
—Un dardo tres pesetas, dos un duro.
Inmediatamente hicimos cuentas y podíamos comprarnos uno para cada uno y aún sobraba algo para gominolas.
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Nuestras tardes con los dardos kiosqueros fueron divertidas, al principio buscábamos alguna tabla vieja, pintábamos en ella una diana con tiza y hacíamos puntería. Luego, aburridos de la normalidad, empezamos a lanzar los dardos sobre cualquier superficie para comprobar si se clavaban o no, pero finalmente... las guerras de dardos se convirtieron en lo normal. Correteábamos por las calles formando dos equipos, fuimos comprándonos más y más dardos hasta poseer un auténtico arsenal. Había que andar listo a la hora de esquivar, no llegaban a clavarse en los brazos o en las piernas, pero el pinchazo dolía una barbaridad.
Nuestras madres se echaban las manos a la cabeza cuando nos veían desnudos por casa.
—Hijo!... Qué son esos pinchazos?
—Qué sé yo mamá?... serán las chinches
—Chinches? Oye desgraciado! que en esta casa somos pobres, pero tu madre es muy limpia!
Inevitablemente terminaron descubriendo que el motivo de los pinchazos eran los dardos. Nuestras madres salían a tender a los balcones, mantenían sus charlas con las vecinas de al lado y de enfrente, y nos veían a nosotros enfrascados en nuestras batallas.
—Queréis dejar de jugar con esas mierdas? Os vais a sacar un ojo!!
Hey!... un ojo!... A todas luces eso de que te falte un ojo no hace ninguna gracia, pero... no sé porque extraña razón todos pensamos que sin un ojo, quizá existía la posibilidad de ver más de cerca... uno de esos culos.
Dardos kiosqueros de los años 60 y 70. Colección particular.