Los críos que recorríamos de arriba abajo las
calles del Poble Sec, que jugábamos en ellas, y en las que perpetrábamos las
mil diabluras, jamás supimos qué era eso de recibir la paga semanal. Más allá
de la Avinguda del Paral·lel; la frontera que separaba mi barrio del resto del
mundo, la cosa era bien distinta. Los niños de otros barrios recibían 15 o 20
pesetas a la semana que les daban sus padres, sus tíos o sus abuelos para que
tuviesen para sus gastos, e incluso para que ahorrasen un poco y se pudiesen
permitir algún que otro lujo.
Eso no significaba que nosotros jamás llevásemos un
céntimo en el bolsillo; al contrario, en muchas ocasiones ya hubiese querido un
niño de otro barrio reunir las cantidades de dinero con las que nosotros
solíamos hacernos de vez en cuando y con las que nos permitíamos asaltar el
kiosko del señor Sánchez y comprarnos todas las chuches del mundo y todas las
baratijas de kiosko que se amontonaban en sus estantes.
“La paga”, no obstante, rara vez procedía de
nuestros padres. Normalmente era un tío quien nos dejaba caer algún dinerillo,
y en función de la cantidad les teníamos catalogados en tres categorías
distintas; a saber: el tío roñoso, el tío standart, y el tío generoso.
El tío roñoso era el que te soltaba una pesetilla y
te decía: “Toma, para que te compres un chicle” (justamente, ni más ni menos,
eso era lo que costaba un chicle a principios de los 70). El tío standart era
el que hurgaba en su bolsillo, y o bien en calderilla, o en moneda, te dejaba
caer cinco pesetas o un duro y te decía: “Toma, para que te compres chuches”;
bueno... la verdad es que con cinco pesetas podías comprarte un chicle, un par
de caramelos Palotes de Palín, un puñado de gominolas y alguna que otra regaliz
de palo. No estaban mal los tíos standart, la verdad. Pero el súmmum del
derroche, de la generosidad y del donaire, venía siempre de parte del tío
generoso que realmente se rascaba el bolsillo y depositaba sobre la palma de
nuestras manos una moneda de cinco duros; es decir, 25 relucientes pesetas. Eso
era un capital! Con esa moneda con la cara de Franco podías comprarte un
paracaidista de “Los Halcones del Espacio” que valía 15 pesetas, un tebeo de
Mortadelo que costaba 6 rubias y aún te quedaban 4 perras para pillar una buena
indigestión de gominolas.
También es cierto que la cantidad de paga que nos
daban los tíos venía en base a la frecuencia con la que nos encontrábamos con
ellos. Luego, pasados los años y con la perspectiva del tiempo, terminamos
dándonos cuenta de que en realidad, el tío roñoso era el que más dinero nos
daba, ya que al pobre le veíamos cada día y siempre nos daba la pesetilla para
el chicle. Eso, al cabo del mes, hacía una media de 30 pesetillas. Mientras que
al que teníamos catalogado como generoso porque nos daba los cinco duros, les
veíamos escasamente una vez al mes. Pero bueno... nosotros fuimos niños que
supimos ser niños, y lo propio era ser injustos con los tíos “roñosos”, que por
el hecho de ser vecinos tenían que toparse a diario con nosotros y contemplar
cómo les tirábamos del bolsillo del pantalón para que soltasen la perra rubia.
Pero no eran esos nuestros únicos ingresos. Los
críos del Poble Sec lo teníamos todo muy bien organizado. Éramos unos
auténticos “gestores de deshechos” que nos repartíamos el barrio por zonas y a
cada pequeña banda le pertenecían unas calles o unas manzanas concretas; los
andaluces se ocupaban de la zona este hasta casi tocar la plaza de España, los
gitanos dominaban la zona de Montjuïc y las barracas, y nosotros, los
charnegos, ejercíamos pleno control sobre la parte central y oeste hasta la
zona portuaria. Sin duda se trataba de la tajada más grande del pastel y en la
que se llevaban a cabo las mayores refriegas entre los clanes que deseaban
arrebatarnos algunas calles.
Del mismo modo, cada grupo tenía su especialidad.
Los gitanos eran los reyes de la chatarra porque del negocio de deshechos
participaban también sus padres, y con sus carros eran capaces de cargar con
neveras viejas, cocinas, latas y hierros procedentes de obras y demás material
que nosotros escasamente podíamos cargar bajo el brazo o almacenar en el
almacén del herbolario, el señor Vallcanera. De modo que ahí no ejercíamos
demasiada presión y dejábamos que los gitanos se ocupasen de esos trastos, ya
que por el contrario, también les correspondía una menor zona. Entre tanto,
charnegos y andaluces nos peleábamos por periódicos viejos, cartones y envases
de botellas; “cascos” les llamábamos, y que eran la pieza más preciada después
de la chatarra.
Los bares sacaban a la calle las cajas de plástico
con los cascos vacíos de las cocacolas, las mirindas o los refrescos de la
marca Kas. Al poco rato llegaba el camión de reparto y sustituía las cajas con
cascos vacíos por cajas con botellas llenas, pero no fueron pocas las ocasiones
en las que el camión de reparto no encontraba las cajas de cascos; a menos,
claro está, que no fuesen a buscarlas al almacén del herbolario, cosa que jamás
sucedió.
La barraca que servía de almacén a los gitanos, así
como el almacén del herbolario ocupado por los charnegos, o la obra en
construcción de la zona este que hacía las veces de almacén para los andaluces,
eran zonas que debían estar permanentemente vigiladas, ya que los asaltos por
parte de los diversos clanes a los bienes ajenos eran más que habituales. Cada
cuatro o cinco meses se organizaba una guerra entre “familias” en la que
volaban las pedradas y eran frecuentes las luchas cuerpo a cuerpo, hasta que
llegaba un punto en que esas guerras podían llegar a más y se imponía una
reunión entre los responsables de los distintos clanes para llegar a una
negociación a través de la que se buscaba la paz, pero por encima de todo, se
intentaba hacer un reparto más o menos justo de deshechos y con el que todos
estuviésemos medianamente contentos.
Una vez solucionado eso, impuesta la paz,
establecido el reparto, y con nuestras brechas cubiertas de tiritas, mercromina
y sulfamida, nos organizábamos dentro de cada clan para repartir los deshechos
entre el trapero, a quien le vendíamos los periódicos viejos, los cartones y
nos lo pagaba todo al peso, el chatarrero, a quien le colocábamos los trastos
viejos y las chapas de botella y nos daba algún dinero según tuviese el día. La
verdad era que el chatarrero quizá se trataba de “Il capo di tutti capi” del barrio
y le costaba soltar el parné más que a nadie. Por último estaban los dueños de
los bares, a quienes, en cantidades discretas (para que no se notase que
llevábamos un mes robándoles los cascos), les vendíamos los envases vacíos a
cambio de una peseta por pieza.
En cada clan el reparto de beneficios era según
Dios nos dio a entender. En nuestro caso, en el clan de los charnegos, los
capos nos llevábamos una buena parte. Una parte ligeramente menor percibía el
mediador, que era el encargado de ejercer de portavoz en las reuniones
posteriores a la guerra entre bandas. Por último estaban los soldados, que
percibían una menor parte a pesar de que eran quienes más se jugaban el pellejo
en la vigilancia de almacenes y en las guerras, pero bueno... en su día todos
empezamos siendo soldados. Sabíamos que la fidelidad a la familia y el esfuerzo
nos llevaría tarde o temprano a ser capos, de modo, que aunque quizá injusto,
los soldados jamás protestaron por quedarse con simples migajas.
Por desgracia hoy en día todo esto ha dejado de
existir. Ya no son los críos de barrio quienes se encargan de la “gestión de
deshechos” y quienes se pueden sacar unos euros con sus escaramuzas entre
clanes que ya ni existen.
En la actualidad, nos han sorbido el seso con “el
cambio climático”, con ese rollo de que nos estamos cargando el planeta, etc, y
como consecuencia de todo ello somos nosotros, en nuestras casas, los que nos
encargamos de “reciclar”, de repartir la basura en absurdos contenedores
dejando sin empleo a traperos, chatarreros, e incluso a empleados de vertederos
que en los 70 separaban la materia orgánica de lo demás y que en la actualidad,
no forman parte de las cifras de parados, porque sencillamente, esos empleos ya
apenas existen.
En cualquier caso, a día de hoy, los auténticos
“gestores de deshechos” se han convertido en poderosas instituciones públicas
que dejan sin trabajo a gente en un momento en el que se necesita más empleo
que nunca, que nos han convencido de que somos el peor animal que habita en el
planeta y que es necesario que reciclemos para compensar lo mucho que
contaminamos, y ahí... jodidos, pero contentos, y concienciados de que estamos
realizando una tarea ecológica y en favor del bien común, reciclamos y
reciclamos (gratis, sin percibir por ello un solo euro) para alimentar al “Capo
di tutti capi” que ha pasado de ser un chatarrero roñoso, a un tipo con coche
oficial que reposa su culo en el sillón de cualquier ayuntamiento.
Los críos de barrio, con nuestros parches de
mercromina, fuimos los que inventamos eso del reciclaje, por necesidad y por
pura supervivencia. Ahora en cambio, como casi con todo lo demás, el negocio ha
ido aparar a manos de auténticos mafiosos.
Ilustración: Sergi Càmara