viernes, 23 de septiembre de 2011

Del pantalón corto, a los Blue Jeans

No era necesario tener incrustado un tripi en el hipotálamo de forma perenne -como en el caso de Ágata Ruiz de la Prada-, para pasarse el día flipando un mundo en colores de gigantescos rombos, corazones o floripondios. No pedíamos tanto. Bastaba con un poco de caridad cristiana de esa que tanto nos enseñaban con aquello del Domund. Bastaba con tener una pizca de compasión por aquellos niños y niñas de los 60’s y de principios de los 70’s a quienes la moda infantil... nos marcó de por vida.

Tampoco pedíamos un derroche de creatividad. Creo, que con un poco de sentido común hubiésemos tenido de sobras. Porque, vamos a ver; por más frío que hiciese en los inviernos de aquellos años en blanco y negro, no era de recibo enfundar a un niño en un verdugo de lana del que únicamente nos asomaban, y a duras penas, los ojos, la nariz y cuatro pelos del flequillo. Los pobres niños que llevaban gafas parecían buzos en descompresión con los cristales entelados por culpa de su propia respiración, y lo que no iban a hacer los pobres, encima... era dejar de respirar, así que iban dándose topetazos contra los semáforos y las farolas que encontraban camino de la escuela. Los colores de los verdugos se limitaban al marrón oscuro, negro o azul marino, que ni tan sólo eran atractivos ni vistosos, así que parecíamos pequeños terroristas cargados con dinamita en nuestra cartera escolar.

Estaban también los jerséis de cuello de cisne, en los mismos colores que los verdugos, pero además en: blanco, rojo, granate y en un horripilante azul cielo. Generalmente, y por aquella manía materna de que “teníamos frío”, los jerséis de cuello de cisne nos los ponían debajo de un suéter de lana estampado en rombos y con el cuello de pico. Lo peor de todo, era que esos suéters nos los tejían las abuelas en esas largas tardes de seriales radiofónicos, y claro... Quién le decía a la yaya que no nos gustaba ese suéter y que no nos lo íbamos a poner? Las yayas todo lo hacían con amor aunque, a veces, se tratase de cosas verdaderamente horribles.

Para ganarle la batalla al frío nuestras madres nos hacían llevar, además, una trenca de tres cuartos (a veces con capucha incluida), y cuyos botones eran una especie de pequeños cuernos de madera. Jamás entendí el por qué de que los botones tuviesen forma de cuerno, pero era así. En aquellos tiempos todo era “así”... bastante inexplicable. Tanto, que no contentas aún con nuestra indumentaria, nos enrollaban una bufanda al cuello y nos encasquetaban unos guantes. El frío lo tenía difícil, a no ser, claro está... por un pequeño detalle:

Consistía en una especie de ley no escrita en la que era, casi obligado, que los niños llevásemos pantalón corto. Madres y abuelas estaban convencidas de que nosotros no sentíamos frío en las piernas, de modo que esa parte de nuestra anatomía, a pesar de las previsiones tomadas con el resto de nuestro cuerpo, quedaba ahí, al aire, sometida a la intemperie y a las inclemencias del tiempo. Curiosamente, en verano, cuando nos llevaban al campo, nos ponían pantalones largos de pana marrón para que no nos pinchásemos con las ortigas, pero en los días de cada día, incluso en invierno, el pantalón corto era de necesidad vital.

Qué te pasa cielo? preguntaban las madres cuando nos llevaban al colegio.

Que tengo frío respondíamos.

Frío?! Pero si llevas el verdugo, la bufanda el cuello de cisne, el suéter y la trenca!!! se extrañaban ellas sin entender que al tener frío en las piernas, lo sentíamos en todo nuestro cuerpo.

Ya, lo sé, mamá, pero... tengo frío insistíamos nosotros.


Pues hala hijo!... no se hable más –y con un gesto maternal... nos colocaban la capucha de la trenca por encima del verdugo de lana.

Los modelos de pantalón corto tampoco eran propios de ninguna “Fashion Week”. Se limitaban a un modelo que era muy, muy corto, liso o con cuadritos, o a otro modelo ligeramente más largo (por encima de las rodillas), de una especie de tergal y que generalmente no tenía ningún tipo de estampado. Se había llegado a ver a niños con el suéter de cuello de pico estampado en rombos y con los pantaloncitos muy cortos con el estampado de cuadros, que más que ir al cole, parecía que tenían audición para presentarse a un casting en el Circo Ringling.

Pero lo mío con los pantalones cortos ya era para alucinar. Les contaré que de pequeño tuve el complejo de tener las piernas extremamente delgadas. Detestaba mostrar unas piernas que eran poco más que unas escuálidas canillas con unas rodillas que sobresalían y que parecía que querían llegar a los sitios antes que yo. “Rodillas de guerrero” les llamaba, por esa similitud que guardaban con el complemento metálico y puntiagudo que los caballeros medievales llevaban en sus armaduras para proteger sus rótulas de los ataques enemigos. Pues pese a eso, aún y con mis canillas escuálidas y mis rodillas de guerrero, tenía que llevar pantalón corto y andar por ahí ofendiendo las sensibilidades de todos cuantos me mirasen las piernas.

Se decía (cosas de madres y abuelas) que había que llevar pantalón corto hasta una vez hecha la primera comunión. Yo creo que todo fue un invento de la iglesia para que, aún que sólo fuese por eso, deseásemos hacerla. Y vaya que si lo deseábamos! A quién no le gustaba recibir una hostia? Pero por encima de todo, y más que por quitarnos de encima el pecado original, o recibir en nuestro ser al cuerpo de Cristo, deseábamos hacer la primera comunión para, por fin! De una vez por todas, librarnos para siempre de nuestro pantalón corto.

También había quien mantenía a sus hijos en pantalón corto hasta terminada la E.G.B y a punto de comenzar el bachillerato. Eso era con los 14 años cumplidos, así que la humillación de esos pobres críos debería de ser para echarse a llorar. Quizá mis padres me hubiesen hecho llevar pantalón corto hasta ese punto, pero afortunadamente, salí rebelde y juré sobre mi libro de catecismo escolar, que después de la comunión, el pantalón corto sería historia.

Así que la primera comunión se convertía para muchos en una auténtica “puesta de largo”. No fue mi caso. Algunos hacían la comunión vestidos de marinero y llevaban su flamante pantalón largo en color blanco. Otros, la hicimos con el uniforme de la escuela que consistía en: camisa, corbata, americana con el escudo del colegio cosido en la pechera, y ... pantalón corto.

Mis rodillas de guerrero y yo nos acercamos al altar (ellas llegaron antes que yo) para recibir la sagrada forma. El cura me santiguó con ella y la introdujo en mi boca (la sagrada forma... se entiende), me fui otra vez hacia el banco de la iglesia en ordenada fila con mis compañeros, y todos nos sentamos a rezar y a esperar que la hostia bendita se diluyese en nuestra boca. Se suponía que el día de la primera comunión era un día emocionante, y a decir verdad; para mi lo fue, ya que en casa me estaban esperando unos maravillosos Blue Jeans que serían estrenados al día siguiente sin más demora.

La primera sensación con mis pantalones vaqueros puestos no fue muy buena. Los tejanos no me quedaban como a James Dean o al detective Starski de la serie de TV, o como a los “Jets” o los “Sharks” de la película West Side Story. No se ceñían a mi piel ni marcaban mis formas, al contrario; me quedaban un poco como los que se llevan de moda ahora, sólo que en esa época... no estaba de moda llevar los pantalones al estilo “cagao” y con las perneras anchas. Vamos, que en mis tejanos cabíamos un amigo mío y yo, y ese no era el plan.

Qué se podía esperar de un niño con vaqueros, pero con canillas escuálidas y rodillas de guerrero?.

Un día descubrí que mis pantalones tejanos me quedaban bien los jueves. Resulta que en la escuela a la que yo iba por esas fechas, los jueves era el día que a primera hora de la mañana hacíamos gimnasia. Con el fin de que no nos demorásemos mucho en el vestuario y de que la clase se iniciase lo antes posible, nos obligaban a salir de casa con el chándal puesto, pero para que tampoco se nos viese paseándonos con ropa de deporte por la calle (no estaba demasiado bien visto entonces), había que camuflarlo debajo de la ropa de calle. Es decir; que en verano era un auténtico morirse de calor por eso de llevar el pantalón del chándal debajo del vaquero y la chaqueta puesta. Pero en invierno... el verdugo, la camiseta de deporte, la chaqueta del chándal, la trenca, la bufanda, el pantalón del chándal, el vaquero la bufanda y los guantes. A veces pienso que si los niños de esa generación aguantamos eso, estamos preparados para aguantarlo todo.

A pesar de lo engorroso de la situación, los jueves me quedaban los vaqueros que ni pintados. El “relleno” del chándal por debajo suplía la falta de carnes y me convertía en un auténtico chico Blue Jeans. Pocos días pasaron hasta recibir una bronca monumental por parte de mi madre, que al buscar el pantalón de mi chándal para ponerlo a lavar, y no dar con él, ni en lunes, ni martes, ni miércoles... finalmente descubrió el pastel.

Con chándal y sin él, llevé esos vaqueros hasta que se cayeron a pedazos, e incluso cuando se empezaron a agujerear de la parte de las rodillas por jugar a las canicas o al churro, mi abuela me cosió unas rodilleras de escai que tapaban el agujero y dejaban los pantalones como nuevos. Así que aún y hechos polvo, los seguí llevando. Cualquier cosa antes que protestar por esos vaqueros que no me gustaban, y menos aún después de la guerra que había dado para que me los comprasen.

Afortunadamente llegó la adolescencia. Mamá y la yaya se dieron cuenta de lo resistentes y sufridos que eran unos pantalones como esos, hasta el punto de que ya toda la familia llevábamos vaqueros como si se tratase de la cosa más normal. El problema era que durante la adolescencia, los cambios a los que se vio sometido mi cuerpo fueron alarmantes. Una mañana me despertaba y tenía los brazos más largos de lo normal. Otra mañana la nariz se había convertido en una patata llena de granos. Las piernas crecían de una manera anárquica sin pedir permiso ni guardar relación o proporción alguna con el resto del cuerpo, y así... no había quien se pudiese comprar unos vaqueros decentes, o cuanto menos, quien fuese capaz de mantenerse quieto dentro de ellos. La yaya estaba harta de subir dobladillos para tener que volver a bajarlos a los pocos días. Esas piernas que ya no eran tan delgadas y esas rodillas que ya no eran de guerrero, empezaban a sentirse apretadas dentro del pantalón, y eso molaba. Vaya que si molaba! Lo más de lo más era comprar unos vaqueros que ya de nuevos, pareciese que nos venían pequeños. Cuando tenía que aguantar la respiración y meter barriga para poder abrocharlos y salía del probador como envuelto en un mar de sudor, significaba, invariablemente, que esos vaqueros eran los buenos y los que había que comprar.


Pero hijo... te van muy prietos. Quieres decir? preguntaba mamá que esperaba pacientemente fuera del probador a que me probase un par de docenas de marcas y modelos distintos.

Si mama. Quiero estos! respondía con seguridad.

Pues hala hijo!... no se hable más. Ya eres mayor así que haz lo que quieras.

Y sí! Ya era mayor. Rondaban los años 1978, 1979, y con 14 y 15 años, estaba llevando mi transición personal de la adolescencia a la juventud, de un modo paralelo a la transición que estaba llevando el país de la dictadura a la democracia. Todo empezaba a dejar de ser en blanco y negro y daba paso al color, al azul de los Blue jeans y a los anuncios de pantalones tejanos que se podían ver por televisión y que empezaban a mostrarnos a chicas con ropa ceñida en un mundo diferente y absolutamente nuevo. Un mundo en color... aunque costase respirar dentro de los vaqueros.


Créditos imágenes: 1) Ilustración de Sergi Càmara. 2, 3, 4) Fotografías de infancia del Kioskero del Antifaz. 5) Cartel publicitario de pantalones tejanos Lois años 70's.

Vídeos: 1) Anuncio de tejanos Lois, modelo juvenil. Año 1967. 2) Selección de anuncios de vaqueros setenteros: Levis (Principios años 70's), Jeans Cimarrón (1978), Grin's (1978), Lois (1979), Marlboro Jeans (1979).

martes, 20 de septiembre de 2011

Los Chiripitiflauticos

Buenos días, su señoría.

Mantantirulirulan.

Así era como el personaje de Valentina saludaba a todos cuantos encontraba en el programa estrella de las tardes infantiles: Los Chiripitiflauticos (1966-1973).

Hubieron otros antes; se me ocurre, por ejemplo, el de Herta Frankel y su perrita Marilin, en los programas: “Fiesta del lunes” (1963-1964), o “Día de fiesta” (1966). Personalmente no los recuerdo; sí a Herta y a sus marionetas ya que posteriormente apareció también en el programa “La Cometa Blanca”, pero no a los programas anteriores debido a que era muy pequeño, y aún no tenía tele en casa.

Así que para mí, el primer gran programa infantil que se coló en el salón de mi casa a través de mi televisor, fue el de Los Chiripitiflauticos, y con él, todos los personajes que lo integraban, con sus aventuras y sus canciones.

En un principio Los Chiripitiflauticos no era más que un espacio dentro del programa Antena Infantil y cuya presentadora fue la inolvidable María Luisa Seco, pero la repercusión que los personajes tuvieron entre los niños, fue tan grande que no tardaron en tener su espacio propio. De modo que Valentina (Maria del Carmen Goñi), Locomotoro (Paquito Cano), El Capitan Tan (Félix Casas), El Tío Aquiles (Miguel Armario) y Los Hermanos Malasombra (Luis González Páramo, Carlos Meneghini), pasaron, en 1970, a convertirse en los protagonistas absolutos de la programación infantil de las tardes, y que mientras permanecíamos sentados en la alfombra de casa y con nuestro pan con chocolate, nos acompañaron durante cuatro años más, llenando - sobretodo para los que nacimos en 1964- toda nuestra etapa infantil.

Era una España en la que aún no habían televisores en las casas de muchas familias. Es necesario recordar que una tele costaba unas 25.000 pesetas (unos 300 Euros) y que el salario mínimo era de 120 pesetas (vamos... que no llegaba ni a un Euro). De manera que para ver aquellos primeros episodios de Los Chiripitiflauticos que empezaron a emitirse en 1966, había que ser un poco niño de papá, o tener un tío que fabricase aparatos de radio, transistores y televisores; y esa suerte fue la que tuve yo, e imagino que esa primera tele que entró en mi casa en ese año1966, le saldría a mi padre por un precio más bien simbólico.

Los Chiripitiflauticos eran unos personajes que viajaban en el tiempo y el espacio, que tan pronto se encontraban en el Oeste como en países exóticos desde donde nos hacían vivir sus apasionantes aventuras, nos cantaban canciones que llegamos a aprendernos de memoria, y nos transmitían optimismo y esperanza a la vez que, todo el programa en general, estimulaba nuestra imaginación. Que me da a mí que si a día de hoy repitiesen los guiones, tramas y canciones de Los Chiripitiflauticos, no solo sería un programa de una vigencia absoluta, sino que tampoco me extrañaría nada que los nuevos protagonistas, repitiesen la enorme popularidad de la que gozaron por aquel entonces los actores y actrices que interpretaron a los originales. Que conste que no estoy dando ideas, que por otra parte, cada vez que me hacen algún “Remake” de alguno de mis mitos infantiles... me lo suelen destrozar. Así que mejor lo dejamos como está aunque nuestro hijos se pierdan un gran programa infantil. Ahí estamos los padres para recuperar, en la medida de lo posible, retazos de nuestra memoria (con la inestimable colaboración de Internet y Youtube... claro está).

Por otra parte, creo que sería difícil recuperar el material de Los Chiripitiflauticos, ya que corre la leyenda urbana de que una antigua directora de Televisión Española, se encargó de destruir todas las copias de los archivos. El motivo de tal arrebato de enajenación mental es una absoluta incógnita, así como también lo es el saber si el rumor es verdadero o falso, pero lo cierto es que no es fácil encontrar material del que fue el programa estrella de los niños setenteros.

Otra mala noticia fue la de aquella tarde en la que, como todas las demás tardes, tomábamos al asalto la alfombra del salón con nuestro chusco de pan y las cuatro tabletas de chocolate “La Campana de Elgorriaga”. Cruzábamos nuestras piernas para encontrar la mejor pose hasta que, absortos ante la pantalla de la tele, se nos pasaba por alto la posibilidad de que se nos pudiesen quedar dormidas, y para cuando queríamos reaccionar, ya era demasiado tarde. Esa sensación de que miles de agujas se clavasen en nuestros muslos y pantorrillas, es algo que, personalmente, siempre he asociado también con Los Chiripitiflauticos. El caso es que esa tarde... Locomotoro, uno de los personajes preferidos por todos, ya no estaba entre el elenco estelar. En su lugar estaban: un payaso llamado Poquito, el dueño de un circo llamado Don Mandolio, así como Filetto Capónico (un tipo vestido de romano) acompañado de un león de peluche al que llamaba Leocadio Augustus Tremebundus, y para llenar el espacio que dejó Locomotoro, y por si semejante grupo de nuevos personajes, no fuese ya suficiente, se unía a todos ellos un niño negro al que llamaban Barullo.

La muerte de Chanquete de Verano Azul fue, años más tarde, una auténtica caricatura si la comparamos con la tragedia que supuso la desaparición de Locomotoro. Vale que yo, era quizá más del Capitán Tan, pero aún y así, Locomotoro era imprescindible, y no fuimos pocos los que tardamos en acostumbrarnos a los nuevos personajes y a que empezasen a caernos medio bien.

Días más tarde, y ante el revuelo que se formó ante la inminente desaparición de Locomotoro, se filtró la noticia (presuntamente desde Televisión Española), de que Paquito Cano, el actor que daba vida a nuestro héroe al que se “le movían los mofletes” cuando reía, había muerto en accidente de tráfico a bordo de su SEAT 850. La conmoción fue brutal. Los niños que veíamos ese primer programa infantil y que sentíamos (literalmente) la presencia de esos personajes formando parte del salón de nuestras casas como unos integrantes más de nuestras familias, lloramos la muerte de Locomotoro como si se hubiese tratado de la de un tío o algo así. Bien hubiesen hecho los de televisión española engañándonos. Contándonos; por ejemplo, que Locomotoro había sido enviado a un viaje por el espacio sideral y que las recién estrenadas antenas de nuestros primitivos televisores no captaban la señal. Que tardarían unos meses en establecer contacto con él, pero que para cuando lo hiciesen, nuestro personaje nos contaría sus aventuras con los marcianos. Qué sé yo! Una mentira piadosa en lugar de esa cruda y aparente realidad.

El caso es que con el tiempo, descubrimos que efectivamente, Televisión Española nos había engañado, pero que lejos de lo que hubiese sido una mentira piadosa, nos contaron una bola cruel y espeluznante. Al parecer el actor no era muy amante de la fama y de la popularidad extrema, así que decidió abandonar el programa para dedicarse al negocio inmobiliario. Hoy en día, cuando un actor de serie de televisión se cansa de su personaje, o le hacen una oferta para un trabajo que considera mejor, rescinde su contrato con la productora de turno y los guionistas se ponen manos a la obra para “eliminar” a ese personaje de un modo más o menos épico, pero sin necesidad de contarle al espectador que el actor “fulano de tal” ha muerto. Y menos a unos televidentes críos!!! La televisión de Franco, después de todo, era eso... de Franco, y al igual que en la vida real, todo lo solucionaban cargándose a alguien.

Afortunadamente, a Locomotoro se le vio posteriormente en programas como: “Hablando se entiende la gente” (1991), “Qué pasó con...” (1994), o en “Cine de barrio” (1999). Eran la prueba evidente de que Locomotoro seguía vivo y entre nosotros, pero... el daño irreversible a los niños de toda una generación... ya estaba hecho. Así hemos salido de descreídos.

Otra historia, pero esta vez de verdad de la buena, es la del personaje de Valentina. La actriz Maria del Carmen Goñi trabajaba en la radio como actriz de reparto. En aquellos tiempos las novelas eran radiadas y madres y abuelas, mientras hacían ganchillo, planchaban pantalones o lavaban platos, pasaban las tardes pegadas al aparato escuchando los folletines radiofónicos. Pues bien, Valentina era una de esas actrices de la radio a la que un día descubrió Oscar Benegas, creador, guionista y director de Los Chiripitiflauticos. Le propuso a la actriz trabajar en un programa de televisión, y ella, tan resuelta como el personaje que encarnaba en el programa, no se lo pensó dos veces y allá que te vas. De camino a su primera grabación y en dirección a los Estudios del Paseo de la Habana, pasó por delante de un tenderete de mercadillo en la Casa de Campo en el que vendían gafas de sol. Imagino que algo de ansiedad se apoderó de ella y pensó que plantarse delante de una cámara no era lo mismo que hacerlo delante de un micrófono. Decidió comprar una de esas gafas, quitarle los cristales oscuros, pintar unos rombos rojos con esmalte de uñas en la enorme montura blanca, y ya de paso, pedirle permiso al director, Oscar Benegas, para interpretar a su personaje con esas gafas puestas, y así, sentirse más protegida. El director aceptó, y por casualidad y sin querer la cosa, Maria del Carmen Goñi, dotó a su personaje de la muestra más representativa de su personalidad, esas enormes gafas que le daban el aire necesario al personaje que interpretaba: una joven resuelta, pero algo repelente, lo que vendría a ser un equivalente a Lisa Simpson de “Los Simpson”, pero en setentero. Que por cierto... “de tal palo, tal astilla”, como dato les dejo que la actriz que dobla a Lisa Simpson en su versión española, es la hija de Maria del Carmen Goñi. Coincidencia de carácter de personajes y casualidades de la vida.

El resto de los personajes de la serie han seguido con sus vidas y con bastante éxito personal la mayoría de ellos, aunque no de una forma pública, pero por ejemplo: El Capitán Tan, tras la finalización del programa, trabajó como director del departamento de duplicación de un estudio de doblaje propiedad de Maria del Carmen Goñi y de su marido. Permanecieron trabajando juntos allí hasta que se jubilaron, y hoy en día siguen manteniendo contacto. El Tío Aquiles siguió en su carrera de actor interpretando a numerosos secundarios hasta el año 1975 en el que falleció su esposa, la también actriz Rosa Sabatini. El payaso Poquito (Nicolás Romero) es productor ejecutivo y guionista de numerosas series de televisión. Luis González Páramo, uno de los Hermanos Malasombra, se ha dedicado de lleno a la interpretación y dirección de doblaje, y en la actualidad, es un auténtico y activo participante de internet y de las redes sociales.

Así, entre mentiras y verdades, entre tragedias y alegrías, Los Chiripitiflauticos iban llenando nuestras tardes de merienda, nuestras vidas, y aportándonos momentos, que aunque lejanos y borrosos en nuestra memoria, son verdaderamente inolvidables e incluso me atrevería a decir que inigualables.

En el año 1974, en plena grabación de una de las aventuras de Los Chiripitiflauticos, alguien de la dirección de Televisión Española comunicó a los actores y al resto del equipo, que ese era el último programa. Que se cerraba el telón, y que en pleno éxito, en la cumbre de la cumbre del mundo mundial, Los Chiripitiflauticos tenían que desaparecer para dar paso a Los Payasos de la Tele.

Vale... también me gustaron Gabi, Fofó, Miliki y Milikito, pero que quieren que les diga, aunque yo aún seguía siendo un niño, después de lo que supusieron para mí Los Chiripitiflauticos... no estaba yo para circos.

Debo confesarles que la elaboración de esta entrada ha sido una de las que más me ha movido por dentro. Buscando la documentación necesaria para su creación he descubierto tantas cosas, que ha sido imposible evitar ataques de nostalgia y de cierta visión borrosa provocada por enrojecimiento de ojos. Dirán que son mariconadas mías, no les digo que no. Todos los recuerdos evocan emociones, ya bien sean visuales, aromáticos, táctiles, gustativos... y en esta búsqueda de material para Los Chiripitiflauticos, me he topado con todos ellos, pero lo que por encima de todo me ha supuesto un reencuentro brutal con mi infancia, han sido los recuerdos auditivos tras encontrar viejas canciones interpretadas por algunos de los personajes y que seguidamente les enlazo. Ya de paso. Les ruego que si disponen de alguna canción más (llegaron a grabar muchísimas), las enlacen en los comentarios y podamos reconstruir más aún, nuestro recuerdo.






jueves, 15 de septiembre de 2011

Libritos de la colección MINI-INFANCIA


Imagino que muchos recordarán la serie de pequeños, pero densos libritos, que lanzó Editorial Bruguera a finales de los 60’s. El título genérico era: “Colección Mini-Infancia” y en ella se dieron cita numerosos personajes de las series de dibujos animados de la tele, así como de demás cuentos clásicos, dispuestos a alegrarnos el día y a poner sus aventuras en nuestras manos de un modo original, pero sencillo a la vez.

Sencillo porque se trataba de pequeños libros, que aunque albergaban más de 250 páginas, abultaban poco y cabían en un formato reducido de apenas 7x5 centímetros; vamos, a la medida de la palma de la mano. Original porque además del contenido típico y que era lógico esperar de un libro infantil: texto e ilustraciones, contenía también una divertida animación del personaje que los pequeños lectores podíamos ver pasando rápidamente las páginas y fijando nuestra atención en la parte superior derecha del libro.

Curioso que a día de hoy, los editores anden locos buscando productos multimedia, interactivos, digitales, etc, etc... cuando resulta, que ya por aquellos años 60’s, la tecnología “digital” nos estaba ofreciendo un producto “multimedia”. “Digital” porque para pasar las páginas del libro a gran velocidad y poder ver la animación, era necesario asir fuertemente el lomo del librito con la mano izquierda y contemplar como las páginas iban deslizándose ante nuestros ojos, utilizando para ello la tecnología que nos proporcionaba la yema del dedo gordo de nuestra mano derecha. “Multimedia” porque en ese pequeño libro de dimensiones reducidas, tenía cabida información escrita, gráfica y animada; algo que parece imposible realizar a día de hoy, a menos que un editor aguerrido no lleve a cabo una gran inversión para que la obra de sus autores pueda ser compatible con el formato impreso así como con el IPad, IPhone, IPod Touch y demás cachivaches tecnológicos que, en realidad, para lo único que han servido, es para que creadores y productores de contenidos se hayan olvidado de esa máxima fundamental en el mundo de los creativos que dice que: “menos es más”.

Una mente lúcida, y para nada sometida a las frenéticas presiones de un mercado cambiante y en constante evolución, pudo pensar (hace poco más de 40 años) en la idea de añadir dibujitos animados en los cuentos, pero... Cómo? Era una época en la que no existían los CD Room, ni Internet, ni tan siquiera el video. Lo único que había por entonces eran las cintas de casete y los discos de vinilo, pero estos únicamente grababan y reproducían sonido. Imagino que a algún iluminado que tenga su mente apostando día a día por la tecnología, esa precariedad de entonces le hubiese hecho desistir del intento de ofrecer un producto en forma de libro, pero que fuese un poco más allá del libro propiamente dicho. No obstante, quizá debido a esa precariedad de la época, a nuestro personaje de mente lúcida se le ocurrió, que la única forma de incluir contenido “vivo” y en movimiento, en un libro, era haciéndolo en las propias páginas del libro, y así, adquiriendo las correspondientes licencias de edición a los respectivos dueños de los personajes que aparecieron en la colección, creó unos libritos con unos textos estupendamente bien redactados, con unas ilustraciones muy bien ejecutadas y con esa pequeña novedad que consistía en una animación puramente accesoria, pero que le daba al libro un valiosísimo contenido adicional en el que podíamos ver a algunos de los personajes de los cuentos en movimiento, vivos ante nuestros ojos gracias a una mínima habilidad en nuestras manos a la hora de pasar las páginas de aquel “Ipad” de papel impreso.

No sé si la colección Mini-Infancia de Bruguera hubiese gozado del éxito que tuvo sin ese pequeño contenido adicional de las animaciones, pero lo que está claro es que a día de hoy, cuando recuerdo esa colección entre amigos que compartimos generación y que los tuvimos de pequeños, todos decimos eso de: “Si! Es verdad! Los libritos que tenían dibujos animados!”. Imagino que ese pequeño “Gadget” tuvo su impacto, y de ahí que persistan esos libros en nuestra memoria y que nos traigan tantos recuerdos.

Bruguera lanzó el primer título en marzo de 1968. El primer personaje en incorporarse a una larga lista de “famosos” fue el popular Bugs Bunny, con un libro titulado “Las travesuras de Bugs Bunny” y que perteneció a la serie nº1 de la colección. Cada serie contenía cuatro títulos distintos, y la colección, a lo largo de sus años de vida (1968 – 1973 en su primera edición), nos ofreció 48 series con un total de 192 libritos que se podían comprar de forma individual al precio de 7,50 pesetas unidad, o a 30 pesetas la serie.

Otros personajes que “se movieron” y nos contaron sus aventuras a través de los libritos de Mini-Infancia, al margen de los personajes de las historietas de Editorial Bruguera, fueron: Tom y Jerry, Piolin y Silvestre, el Pájaro Loco, Speedy Gonzalez, el Gallo Claudio, el Coyote y el Correcaminos, Porky, etc, etc. En definitiva, la gran mayoría de personajes de series de animación de Hanna Barbera, Disney, Warner y demás fábricas de sueños que nos mantenían pegados ante las pantallas de nuestros televisores y sin encontrar nunca la hora de ponernos a hacer las tareas escolares.

Cabe decir que previo a este exitoso producto, Bruguera realizo una edición anterior (sobre 1966). En esa ocasión la idea y los títulos eran los mismos, solo que el formato era algo mayor y quizá por eso tuvo una menor aceptación. El título genérico para esa primera tentativa fue “Tele Infancia”.

Así que ya saben; cuando lean su próximo libro ilustrado a través de su soporte digital pertinente, y alucinen con la maravilla tecnológica que supone eso de poder estar leyendo un libro y contemplar alguna de sus ilustraciones en movimiento, no olviden que ya en los 60’s, esa virguería fue posible y a unos 4’5 céntimos de Euro la unidad.

Mini-Infancia (Bruguera)

Créditos imágenes: 1) Portada del libro número 1 de la colección Mini-Infancia, titulado "Las Travesuras de Bugs Bunny" (1968). Colección particular. 2, 3, 4)Libros de mi colección particular. 5) Fragmento de la animación del libro titulado "Los Problemas de Pedro" (1970) correspondiente al número 87 de la colección.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Anatomía Humana de SERIMA

No sé si les sucedía lo mismo a ustedes, pero me imagino que si. Me refiero a la sensación que de niño se experimentaba aquellas noches en las que uno sabía que al día siguiente, por la mañana, se presentaría un familiar: tía, abuelo, o quien fuese, con un flamante regalo y sin necesidad alguna de que fuese por nuestro cumpleaños o fiesta señalada en especial, simplemente; un regalo. Era una sensación indescriptible, de unos nervios que nos mantenían en vela, que no nos dejaban conciliar el sueño pensando en ese juguete y en ese momento en el que nos veíamos a nosotros mismos disfrutando del regalo que en pocas horas iba a ser definitivamente nuestro. Por fin! Nos imaginábamos en el parque exhibiendo nuestro flamante juguete nuevo ante las envidiosas miradas de nuestros amigos y vecinos. “Como mola!!!” decía alguno. “Que pasada!” apuntaba otro, y todos ellos con las miradas incrédulas al comprobar que un crío del barrio se había hecho con el juguete, que era suyo, que alguien se lo había regalado para que disfrutase a sus anchas de él. La diversión de los demás quedaba reducida a mirarnos con esas caras que transmitían admiración y rabia a partes iguales al ver como el afortunado, disfrutaba de lo lindo.

Mayor era el impacto entre los vecinos cuando se trataba de alguno de esos juguetes con los que uno había soñado una y mil veces, pero que por razones diversas, nuestros padres, nos decían que tal regalo no nos lo podían hacer porque se trataba de un juguete muy caro, así que habría que esperar a que llegase el tío de América (que había hecho fortuna) para pedírselo a él.

Yo nunca tuve un tío en América, y nadie en mi familia hizo jamás fortuna, de modo que los juguetes caros que cayeron en mis manos, se los tengo que agradecer, en parte, a mi tía Pilar, la esposa de mi tío José que trabajaba en la Compañía de las Aguas de Barcelona y ganaba un buen sueldo. No es que mi tía Pilar estuviese haciéndome regalos caros cada dos por tres, pero quizá por el hecho de que nos veíamos de uvas a peras y que sentía un gran cariño hacia mí, cuando se daba el caso se estiraba con alguno de esos juguetes que le dejaban a uno extasiado para el resto del día.

Uno de los regalos que me hizo la tía Pilar, fue el juego de la Anatomía Humana que las Industrias Termoplásticas SERIMA de Badalona, sacaron al mercado en 1963. No sé la repercusión que ese juego tuvo en su momento, pero me consta su éxito durante la década de los 70’s y la gran cantidad de críos que lo tuvimos en sus diferentes formatos. La casa SERIMA lo lanzó con números que iban del 1 al 4, y que respectivamente, y según su número, llevaban de menos a más complementos. Así pues podíamos encontrar una caja en la que tan solo hubiesen los huesos que formaban el esqueleto, otra en la que se hallaban los órganos internos, una en la que aparecía el maniquí con los músculos sobre una figura en relieve, y la número 4, la más cara de todas y la que lo contenía absolutamente todo: los huesos, los órganos, el maniquí con los músculos y un manual explicativo en el que se desglosaban todas y cada una de las piezas con sus correspondientes nombres. Aún recuerdo lo que por aquel entonces me fascinó cuando, en dicho manual, leí el nombre de uno de los músculos del cuello; el que venía indicado con el número 18 para ser exactos: esternocleidomastoideo. Me alucinó esa palabra que retumbó en mi cerebro como una de las mejores palabras jamás inventada. Se me hacía extraño que semejante vocablo sirviese única y exclusivamente para designar a un mísero músculo del cuello. Me pareció que se desaprovechaba un término que bien hubiese podido servir para definir algo con mayor entidad o empaque. Qué se yo... para construir frases enormes como: “La inmensidad del universo es infinita y esternocleidomastoidea”, o... “Por fin se ha firmado un acuerdo esternocleidomastideo en virtud del cual, las diferentes naciones del mundo acuerdan mantener la paz mundial”. Pero no, la palabra que a partir de ese día, fue para mí un término de culto, únicamente servia para definir a ese jodido músculo del cuello que permitía que la cabeza girase y se flexionase de modo lateral. O sea, que era algo así como decir que era mejor mirar hacia otro lado y restarle a la palabra “esternocleidomastoideo” la importancia que tenía.

El caso es que mi tía Pilar se gasto las 650 pesetas que costaba el juguete en su versión más cara y completa. Aproximadamente una cantidad que no llegaba a los 4 €uros, pero que por aquellos tiempos ya eran pelas, ya.

A partir de ese día mi infancia ya nunca fue la misma. Conocer minuciosamente cómo éramos por dentro me hizo tener sentimientos encontrados con mi propia especie. Las chicas por ejemplo; eran hermosas por fuera, guapas de cara y en especial los domingos cuando salían a pasear con las trenzas y las coletas bien hechas y no a toda prisa como sucedía en los días de cole. Los modelitos por encima de las rodillas que dejaban ver sus pantorrillas, sus calcetines blancos y esos zapatitos negros de charol formaban un conjunto de lo más atractivo. Y que decir de las revistas que papá y mamá escondían por algún cajón de casa o bajo la cama, y en las que mujeres exuberantes se mostraban desnudas en provocativas poses. Todo eso era fascinante y me producía un inexplicable calor en la entrepierna, pero... ellas, las chicas... Eran por dentro igual que mi maniquí de la Anatomía Humana? En serio? Tenían ese conducto de entre 6 y 8 metros de largo llamado intestino delgado, en el interior del cual se verificaba la formación del quilio y del jugo pancreático e intestinal que contenía fermentos, invertina, lactosa y maltasa? Joder... Pues que asco!

Por fortuna me convencí a mi mismo de que eso no era posible y de que las chicas, y debido a que se les llamaba “macizas”, eran eso, macizas, y que en su interior estaban formadas también de esa maravillosa textura compuesta de carne y piel que resultaba tan agradable al tacto y que desprendía un sensual olor. De lo contrario, la casa SERIMA hubiese sacado también un maniquí femenino, y... Por qué no lo hizo? Eh? Pues por eso, porque no merecía la pena, ya que las chicas no tenían ninguna de esas cosas asquerosas por dentro. Faltaría más!

Como ya indiqué en una entrada anterior, lo que resultaba más frustrante del juego de Anatomía Humana, fue el descubrir que el maniquí no tenía pito. No había colgajo alguno y en el manual de instrucciones, pese a detallar minuciosamente: el esqueleto, el aparato respiratorio, el digestivo, el sistema circulatorio, el sistema nervioso, excretor, endocrino, los músculos, etc, no decía ni palabra sobre los órganos sexuales, de modo que no había más remedio que creer a pies juntillas lo de la cigüeña y olvidar todas esas teorías perversas que apuntaban a que hombre y mujer se unían en un acto de cópula sexual para tener hijos. Una vez más la iglesia tenía razón en aquella España en la que la iglesia SIEMPRE tenía razón. Sin duda que aquello que me colgaba a mi entre las piernas no era más que algún tipo de malformación que era mejor no tocar, ya que en caso contrario se ponía duro, se marcaban las venas y se procedía al secado automático de la médula espinal y terminaba produciendose una irreversible ceguera.

Pese a todo, jugar con la Anatomía Humana de SERIMA, tenía su punto perverso. Eso de construir pieza a pieza a un ser humano nos convertía en jovencitos Frankensteins con ese punto de enajenación que caracterizó al personaje creado en 1818 por la dramaturga británica Mary W. Shelley y en la que su protagonista, el doctor Victor Frankenstein, elaboraría delicadamente a un monstruo formado con diversos trozos de seres humanos muertos, y al que finalmente daría vida. El juego de la Anatomía Humana nos proponía algo de eso. Y pese a esa Iglesia todopoderosa, omnipresente y represora, mi amigo Boliche y yo, encerrados en mi habitación y montando pieza a pieza a aquel ser de plástico, rivalizábamos con el poder de Dios construyendo a ese maniquí y convirtiéndonos en infantiles Prometeos dispuestos a desafiar a cualquier deidad estúpida que se atreviese a arrebatarnos nuestro poder. Un poder que con el tiempo tuvo sus resultados, ya que descubrimos, a pesar de la iglesia, de SERIMA y del régimen establecido, que el colgajo, el pito ese que muchos de mi generación consideramos que no se trataba de nada más que de una malformación, era en realidad un fabuloso ESTERNOCLEIDOMASTOIDEO, un instrumento que nos proporcionaría toneladas de placer y que sin duda, por eso y no por otra cosa... era considerado pecado.





Créditos de las imágenes: 1, 2, 3, 4) Juego de la Anatomía Humana de SERIMA. Colección particular de El Kioskero del Antifaz. 5) Ilustración de Sergi Càmara. 6) Librito explicativo correspondiente al juego de Anatomía Humana y que proponía aprenderse el nombre de todas las partes del cuerpo. Para ello, los nombres de los diversos huesos, órganos, músculos, etc, estaban rotulados en rojo, y gracias a una filmina transparente del mismo color, quedaban ocultados a la lectura de modo que nos facilitaba su memorización.