martes, 31 de julio de 2012

Billetes del Mundo

Si el Banco Central Europeo, o el FMI, o el mismísimo Banco de España, o a quien corresponda, no se ponen de inmediato a imprimir billetes para sacarnos de esta crisis, creo que no voy a tener otro remedio que poner en circulación los cromos de mi viejo álbum “Billetes del Mundo”. Aunque creo, que a pesar de tener billetes de los cinco continentes, no iría demasiado lejos, ya que desgraciadamente... están fuera de circulación.


El álbum, así como la colección de billetes, fueron editados en el año 1974 por Ediciones Este de Barcelona. Los cromos estaban impresos por ambas caras mostrándonos el anverso y el reverso de los billetes, de modo que nos ofrecía una réplica perfecta de cómo era el billete original. Por si fuera poco, en el anverso nos incluía el nombre del país de procedencia del billete, su equivalencia en pesetas y la bandera del país. En el reverso mostraban un sello en el que se podía leer “sin valor legal”; cosa que siempre nos fastidió a los críos de la época, sobretodo con los billetes españoles de cien, quinientas y mil pesetas, ya que tras leer esa leyenda descubríamos que, desgraciadamente... esos billetes eran falsos y no podíamos ir con ellos al kiosco y comprarnos tebeos, chuches ni absolutamente nada de nada.


El caso era, que con tal de no perder detalle del billete por sus ambas caras, era necesario pegarlos al álbum por una de sus esquinas. Eso hacía que la colección fuese distinta a las otras de sus contemporáneas y que tuviese una gracia especial.


Para nosotros fue todo un descubrimiento enterarnos de que además de las pesetas, por el mundo existían monedas como: francos, marcos, escudos, riyals, dinares, pesos, dólares, bolívares, rupias, coronas, libras, dracmas, florines, etc. Aunque los más asquerosos eran los schillings; no por nada. Que nadie piense que tengo algo en contra de los pobres austriacos. Era solo que cuando mi amigo Guijarro se me acercaba a la hora del patio a cambiar los cromos y me decía: “Oye... tienes el cromo número 22?... El schilling?”... me llenaba la cara de escupitajos, y es que no era justo que semejante nombre de moneda se lo hiciesen pronunciar al pobre Guijarro que era gangoso.


Luego se daban situaciones muy curiosas; por ejemplo: nuestro billete de 500 pesetas circulaba en varias versiones y nos mostraban los rostros de Ignacio Zuloaga, Mossèn Cinto Verdaguer o Rosalía de Castro (posterior a la colección de Ediciones Este). Sus fechas de emisión variaban entre 1954, 1971 y 1979 respectivamente, de modo que pasaron todos por delante de nuestros ojos durante las décadas de los 60’s y los 70’s, pero curiosamente, el que más llamó mi atención fue el de Ignacio Zuloaga al que yo asociaba con la imagen del español venido del pueblo, que había pasado gran parte de su vida en la ciudad y que paseaba con sus nietos aún con su boina puesta. Claro... luego veía que en la colección me mostraban los cromos de cómo eran los billetes de 10 y 50 Francos franceses en los que aparecían dos tipos con larga melena atirabuzonada y de color blanquecino del mismo estilo que el Cardenal Richelieu de Los Tres Mosqueteros, y en mi mente infantil... me hacía la imagen de que todos los franceses eran así y de que paseaban de esa guisa por las calles de París.


Me molaba, también mucho, el billete de 100 francos guineanos en el que aparecía un señor con un gorro tipo casquete y que me recordaba al Madelman negro de la Expedición Safari.


Recuerdo que esa colección nos fascinaba especialmente debido a que a la hora del “tengui, falti”, en el patio o en la calle, lo que intercambiábamos no eran imágenes con dibujitos de Bambi, o las maravillosas ilustraciones de la colección Vida y Color; nada de eso, nuestras manos estaban repletas de fajos de billetes que nos hacían parecer potentados, o que en lugar de estar intercambiando cromos, andábamos haciendo extraños manejes como los que les veíamos hacer a los estraperlistas del barrio cuando traían las mercancías robadas del puerto.


Eran tiempos en los que quienes vivían en barrios humildes no tenían ni idea de qué era la prima de riesgo, ni la bolsa, ni de a cómo estaba la cotización del índice Dow Jones; ni falta que hacía. Se sabía que una peseta valía una peseta, que era necesario trabajar mucho para ganar unas cuantas y que costaba toda una vida llegar a tener algunas de ellas ahorradas. Las cosas se compraban con billetes de esos en los que aparecía Ignacio Zuloaga, o el maestro Falla, Rosalía de Castro, o Mossèn Cinto Verdaguer. Nada de tarjetas de crédito, o de interminables financiaciones con las que dejamos endeudados con los bancos a nuestros hijos e incluso nietos. Antes la vida funcionaba así; con billetes del mundo.


Créditos Imágenes: Colección y álbum "Billetes del mundo". Colección particular.

jueves, 26 de julio de 2012

De vacaciones al pueblo; como en los 70

En los 70, para la mayoría de españolitos de a pie, las vacaciones eran austeras como lo era todo en aquellos años. Era poco usual recurrir a agencias de viajes para programar una estancia de 15 o 20 días en un país extranjero o en una playa caribeña. Los españoles setenteros de tierra a dentro viajaban hacia las costas de la geografía nacional, se aglutinaban entre la masa de turistas venidos de toda España y se mezclaban entre medio de las atractivas suecas y de los hoteles de hormigón que de un día para otro hicieron desaparecer a las humildes casas de pescadores que se encontraban en primera línea de mar. Los que vivían en zonas costeras pasaban los fines de semana en las playas de su localidad, y durante sus vacaciones, cargaban los SEAT 600 con la familia y se largaban; como no... al pueblo.

Eran los tiempos de la cultura del ahorro en la que nuestros abuelos (a los que la guerra les pilló de lleno) habían educado a nuestros padres (a quienes pilló justo por los pelos). La misma cultura en la que nuestros progenitores nos intentaron educar a nosotros, pero con muy poco éxito. Nosotros habíamos sido llamados para cambiar eso. No entendimos nunca el por qué de tanto sacrificio a cambio de darse tan pocos y contados placeres. Nosotros queríamos conocer mundo, viajar, veranear allá donde Cristo perdió el gorro y conocer culturas distintas a la nuestra más allá de lo que nos mostraban los documentales de la televisión.

El ahorro había pasado a la historia. Los nacidos en el BABY BOOM, en pleno desarrollismo y en una España a punto de ver desaparecer la dictadura y las restricciones, no estábamos dispuestos a veranear en Benidorm o en el pueblo en el que habían nacido nuestros abuelos y del que se vinieron con su prole para poder darles un futuro mejor en la ciudad. Bastante habíamos ido ya a ese pueblo durante nuestra niñez y adolescencia. Absolutamente todos los años, uno tras otro!

Dos años de edad tenía yo la primera vez que me llevaron de vacaciones al pueblo de mi padre. Un pueblo de Navarra situado en la llanura de la ribera del Ebro, a unos 80 kilómetros de Pamplona y a unos 20 de Logroño. No tengo recuerdo alguno de esa primera vez, pero conservo muchísimos de los sucesivos veranos que pasé allí hasta que dejé de ir cumplidos los 16. Llegar al pueblo significaba pasar los dos primeros días casa por casa para saludar a toda la familia: tíos, primos, tías, primas, etc, (nunca entendí por qué, pero en los pueblos... todo el mundo era primo mío de un modo u otro). Primas y primos a los que solo veía en época estival y a los que había que hacer la visita de rigor por aquello del “qué dirán”. Mis padres me decían: “Acércate a casa de la tía Merenciana y dile que ya hemos llegado al pueblo. Se alegrará mucho de verte”. Yo torcía el morro, me importaba un pimiento la tía, mis dotes diplomáticas eran nefastas y estaba deseoso de quitarme el calzón y darme un baño en las aguas del río con los amigos que había hecho allí año tras año. Pero mis padres eran inflexibles y me obligaban a hacer absolutamente todas las visitas. Cualquiera pasaba un mes entero en aquel pueblo sin saludar a la tía Merenciana que tenía aspecto de abuela de 80 años, con moño y siempre vestida de negro desde que enviudó, hacía un siglo, del tío Concordio. La tía Merenciana tenía un empeño tremendo en que merendase pan ‘sobao’ con chorizo, se alegraba mucho de que fuese a visitarla, me decía lo flacucho que estaba e insistía en eso de: “Si vivieses conmigo aquí en el pueblo, ya me encargaría yo de ponerte lustroso como a un gorrino. Dónde vas con esas garrillas, zagal? Es qué tu madre no te da de comer?”. Lo peor era la despedida, la tía Merenciana siempre me estampaba un sonoro beso en la mejilla, me pinchaba la cara con los pelillos de su barba y me la dejaba llena de babas, y no contenta con eso, me arreaba un pellizco a rosca en el moflete que me dejaba señalado para el resto del verano.

Pasado ese mal trago inicial venían por fin los días esos en los que me convertía en un ser asilvestrado y en los que dejaba de lado los remilgos de ciudad. Hay que reconocer que el pueblo tenía un encanto bestial y se convertía en una pequeña ciudad sin ley: salía de casa temprano, de buena mañana. Algún amigo me venía a buscar con un par de carabinas de aire comprimido para ir a dispararles perdigonadas a los gorriones que campaban felices por las eras. Otros amigos del pueblo, así como forasteros llegados de otras ciudades se nos iban uniendo y terminábamos formando un grupo -no superior a la docena- de pequeños peligros públicos que paseábamos en plena libertad por los campos de viñas y de cereal. A media mañana nos colábamos en la pieza de la tía Eufemia y nos poníamos morados de comer higos y melocotones. El primo Agapito me decía que había que ir a comer a la cabaña del tío Fructuoso, que tenía preparado un rancho de liebre con patatas y pimiento y que era para chuparse los dedos. Llegábamos a la cabaña y la tía Froilana nos recibía con unos Kas de naranja y de limón bien frescos, pero si queríamos, podíamos tomar vino con gaseosa. Bebíamos vino con 14 años! Y aquel rancho preparado a la lumbre de unos sarmientos bien secos me sabía a gloria. En la ciudad, yo era uno de esos críos que no probaba bocado, pero en el pueblo me ponía tibio de comer, y aún y así siempre estaba dispuesto a hincarle el diente a algo. 

Luego venía la modorra. Los amigos del pueblo se retiraban a sus casas a echarse la siesta. Quedábamos los forasteros, que poco acostumbrados a ese menester, nos dirigíamos a la orilla del Ebro, nos poníamos en pelotas y nos bañábamos en el río sin haber hecho la digestión, pero nunca nos pasó nada. Mi abuelo me contaba que en un tramo concreto del río se había ahogado mi tío Félix cuando contaba con 16 años. Un remolino lo arrastró hasta el fondo y tardaron cuatro días en rescatar su cuerpo sin vida. Mi abuelo y mi padre me pedían que no me bañase en el Ebro jamás, pero precisamente por ese tramo, por el del remolino, era por donde cruzábamos a nado. Había más río, pero yo insistía en que debíamos cruzar por ahí. Ignoro si buscaba un desafío o plantarle cara a aquel tramo maldito que guadañó la vida de un tío al que nunca conocí. La otra orilla dejaba de ser Navarra para convertirse en la Rioja, algo que me importaba poco, pero que tenía su gracia. Subíamos hasta lo más alto del acantilado y jugábamos a lo que llamábamos “cagar al Ebro” y que consistía en ponernos en fila al borde del precipicio con los culos apuntando al vacío y a una altura que ahora nos haría temblar las piernas. Empezábamos a empujar, nos mirábamos los unos a los otros, contemplábamos nuestras caras coloradas y nuestras muecas de esfuerzo para ver quien de nosotros era el primero en soltar un buen zurullo que se despeñase acantilado abajo hasta oír su chapoteo al  impactar en el agua del río; el que lo conseguía era el que ganaba. Recuerdo que gané alguna vez.

Avanzada la tarde cogíamos las bicicletas, los amigos del pueblo se nos unían de nuevo. Subíamos pedaleando hasta el calvario, justo al pie de la Iglesia, dábamos media vuelta y bajábamos a toda leche sin poner los pies en los pedales en aquellas bicis sin frenos. Las viejillas que tomaban el fresco con sus sillas en las puertas de sus casas nos gritaban, pero nosotros nunca oíamos nada. Nos retirábamos cada uno a su casa a buscar la merienda y quedábamos en la plaza del pueblo. Justo terminábamos de merendar que ya era la hora de cenar y siempre había un amigo que me pedía que fuese a su casa, que su madre tenía espárragos de la cosecha y jamón curado de la matanza. Durante la cena charlábamos y se interesaban mucho en saber cómo era la vida en la ciudad y cómo pasaba el día, aunque poco había que contar salvo la rutina diaria de ir de casa al cole y del cole a casa; como mucho hacía un poco el animal en la calle, en el barrio, pero poca cosa más. Nada tan interesante como todo aquello que se podía hacer en el pueblo.

Por la noche quedábamos con las chicas, alguna que otra del pueblo, pero la mayoría forasteras. Comprábamos chuches en la tienda de la Elviri que estaba en la calle de la Carrera y que en realidad se llamaba calle de Augusto Echevarria, pero nadie le llamaba así. Se trataba de una calle ancha, céntrica y en la que se reunía toda la gente del pueblo los domingos y durante las fiestas para tomar zuritos y vinos en las terrazas de los bares. Cargados de pipas Churruca y de ganchitos Matutano nos íbamos al cine y poníamos de los nervios al bueno de Cosme, el acomodador, que cuando se hartaba de nosotros nos arreaba linternazos en la cabeza. Y es que en realidad, estábamos todos deseando que terminase la película para irnos “a pisar tumbas”; un entretenimiento que consistía en marchar toda la cuadrilla en plena noche hasta el cementerio que se encontraba en la carretera de la Barca, lejos de las chafarderas miradas de las viejas que nos espiaban entre visillos, y allí, tras saltar el muro rodeado de cipreses y colarnos en tierra de muertos, hacíamos parejitas y jugábamos a médicos.

A finales de agosto venían las fiestas patronales en honor a San Juan Buatista, pillábamos nuestras primeras borracheras de zurracapote; una combinación de vino con melocotón, azúcar, con sus diversas variantes, y que por su sabor dulzón, para cuando nos queríamos dar cuenta, ya andábamos dando tumbos y cantando el “Asturias patria querida”. Corríamos los encierros de vaquillas bravas, formábamos peñas, montábamos nuestros chamizos en los que instalábamos un tocadiscos con música que iba desde AC-DC a Los Pecos, colgábamos algunos posters, preparábamos “el reservado” con los sillones de viejos coches desguazados, hacíamos parejitas... y jugábamos a médicos.

Terminar el verano y regresar a la ciudad era un auténtico fastidio. El pueblo era lo más! No existía el control, no habían horarios. Mis padres estaban convencidos de que no podía pasarme nada. Si supiesen! Pero había esa idea de que en el pueblo todo era sano; ya bien fuese pasearse con carabinas de aire comprimido, inflarse a comer fruta sulfatada, bañarse sin hacer la digestión, lanzar boñigas al vacío desde lo alto de un acantilado, bajar pendientes con bicicletas sin frenos, alejarse 3 kilómetros del pueblo para asaltar un cementerio... En cualquier ciudad un niño podía morir si hacía eso, pero en el pueblo... era de lo más sano.

Al igual que yo, la mayoría de los que fuimos jóvenes en los 70 veraneábamos en los pueblos de nuestros padres, que curiosamente, dejaban de tener interés para nosotros una vez llegábamos a la adolescencia. Hacer el salvaje empezaba a dejar de tener sentido, y eso de ir de vacaciones con nuestros padres daba un corte terrible. Así que cuando llegaba el verano preferíamos quedarnos en la ciudad con la abuela; siempre había alguno de nuestros amigos que se quedaba solo con algún hermano o hermana mayor y con una casa en la que poder montar guateques. La dinámica en esas fiestas de música de comediscos, de minifalda y de pantalón de campana era algo distinta a la de “pisar tumbas”, pero en esencia era lo mismo. Se bailaba al estilo “agarrao” con las luces bien tenues, casi a oscuras, y se esperaba el momento adecuado en el que poder intercambiar un beso con nuestra pareja de baile. Las chicas de ciudad eran distintas a las del pueblo. Sus besos sabían a pintalabios y no a uva fresca, y el color sonrosado de sus mejillas era artificial, pero nos empezábamos a hacer mayores y a pesar de que las abuelas siempre fueron un estorbo, aprendimos a torearlas igual que a las vaquillas bravas del pueblo.

De mayores, con parejas formales y economías estables, las vacaciones pasaron a convertirse en viajes al extranjero, primero sin hijos, luego con ellos, pero rara es la familia que a día de hoy no haya puesto un pie en los cinco continentes. Las tías Merencianas murieron hace unos cuantos años, pero los tíos, tías, primos y primas de nuestros pueblos no conocen a nuestros hijos ya que nunca les hemos llevado allí. Se han perdido eso de poder darles pan con chorizo y de pellizcarles a rosca sus mofletes. Se limitan a ver las fotos que nuestros padres llevan de sus nietos cuando van de veraneo al pueblo; porque ellos, nuestros padres, siguen yendo al pueblo ya que para ellos eso de viajar al extranjero siempre ha significado gastar dinero sin necesidad.

El caso es que con los actuales recortes salariales, subidas de impuestos y demás medidas adoptadas por nuestros gobiernos para sacarnos de la crisis, pero que en realidad nos están hundiendo en la miseria; está empezando a tomar forma en nuestras cabezas esa cultura del ahorro en la que nuestros abuelos educaron a nuestros padres y en la que ellos trataron de educarnos a nosotros. Para nada nos arrepentimos de haber viajado para conocer mundo. Seguimos sin tener sensación alguna de haber derrochado nuestro dinero en esos viajes debido a que lo que nos han aportado a nosotros, así como a nuestro hijos, nos compensa con creces, y además, nos alegramos de haberlo hecho mientras hemos podido ya que a saber cuándo volverá el día en el que podremos viajar de nuevo.

No obstante, este verano, para muchas familias españolas, será quizá el primero, después de mucho tiempo, en el que pasaremos nuestras vacaciones en el pueblo y en el que los tíos, primas, tías y primos dejarán de ver a nuestros hijos en fotos y podrán cebarse con sus mofletes y cebarlos a base de pan con chorizo, higos, melocotones y ranchos de liebre con patatas y pimientos.

Nosotros nos reencontraremos con aquellos amigos que no hemos vuelto a ver desde que cumplimos los 16 y con los que íbamos a cagar al Ebro, o con aquellas amigas que besaban con sabor a uva fresca y a las que llevábamos “a pisar tumbas”. Nos hará gracia y nos resultará chocante ver como nuestros hijos empezarán a relacionarse con los suyos, aunque me temo que no harán nada parecido a lo que hacíamos nosotros porque, hoy en día, los chicos de pueblo ya no cazan gorriones, no se bañan sin hacer la digestión, no comen frutas sulfatadas, no cagan en el Ebro, no descienden por pendientes con bicicletas sin frenos, no van al cine porque en los pueblos ya no hay cines, no pisan tumbas... Los chicos de pueblo de hoy en día parecen chicos de ciudad, y se encerrarán en sus casas con nuestros hijos y jugarán con las videoconsolas o se meterán en sus Facebooks o mirarán la tele. En cualquier caso, lo bueno; en el fondo, será que mis hijos, en sus álbumes fotográficos de sus vacaciones, además de tener fotografías de diversos lugares de Europa, Marruecos, Estambul, la India y los Estados Unidos, tendrán también fotografías de aquellos veranos que pasaron en Mendavia, en aquel pequeño y precioso pueblo de Navarra situado en la llanura de la ribera del Ebro y en el que nacieron y se criaron sus abuelos.

Volvemos a los 70.

Créditos imágenes: 1) Panorámica de Mendavia extraida de la página web de su ayuntamiento. 2) La calle del Prado, mi primer año de vacaciones en Mendavia, año 1966 (colección particular). 3) Calle de Mendavia, fotografía de Ernesto López Espelta. 4) Imagen extraida de una postal de la antigua barca de paso en el año 1978. 5) Mendavia años 60, extraida del blog 'Mi lLogroño de Cristal'. 6) Mendavia en las fiestas del año 1979 (colección particular). 7) Mendavia, extraida de Wikimedia Commons. 8) Torre de la iglesia de Mendavia con nido de cigüeña (colección particular). 9) Mendavia, Ermita de la Virgen de Legarda (colección particular).