viernes, 17 de diciembre de 2010

El Kioskero les desea Felices Fiestas

Pues estaba yo por aquí matando el tiempo -el poco tiempo que queda para terminar con este año-, y mientras revisaba mi agenda llena hasta los topes, me he dado cuenta de lo vacías y desoladas que se encuentran las páginas que pertenecieron al mes de agosto.

Hay que ver... quizá el mejor mes del año por eso del verano, el solecillo, las vacaciones..., pero que días de nula actividad “agendil”. Nada que hacer en ninguno de sus correspondientes 31 días salvo holgazanear, darse comilonas y demás vicios que obviamente... uno no anota en su agenda. Y me he dicho: “pues vaya, es una lástima, tirar esta agenda y tener que comprar una nueva... con 31 páginas inutilizadas”.

De modo que me he puesto a garabatear en uno de sus márgenes inferiores, y mira por donde... me ha salido esta chorradilla.

Felices Fiestas! Y a disfrutarlas con salud.

Para los “Facebukeros”, el enlace es este.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Los viejos piratas nunca mueren

En los setenta, piratear música era una aventura más o menos compleja, pero... se pirateaba, se pirateaba...

Hoy todo es muy fácil gracias a la cantidad diversa de programas de descarga que nos ponen en contacto virtual entre miles de usuarios con los que compartimos nuestros archivos de audio, video, documentos, imágenes, y de todo aquello que sea susceptible de ser descargado con diversos fines. Así pues, a pesar de la SGAE, la piratería (como la entiendes ellos), o el mero hecho de compartir archivos (como lo entendemos nosotros), es coser y cantar, pero en los 70’s... el tema era para darle de comer a parte.

Recuerdo que mis padres se reunían con los padres de Alberto (mi compañero de fatigas infantiles). Sus padres tenían un tocadiscos, y los míos disponían a su antojo de mi cassette Telefunken, regalo de mi tío Montano para la primera comunión.

Nos reuníamos todos en casa de Alberto con la excusa de cenar juntos, pero la cosa no se hacía esperar. Miquel -el padre de Alberto- enchufaba el tocadiscos a la corriente eléctrica, mi madre seleccionaba los discos de Serrat que iban a ser objeto de expolio, y mientras mi padre preparaba una ensalada en la cocina, Juani -la madre de Alberto-, vigilaba la cena del horno.

Alberto y yo tomábamos el salón al asalto con nuestras pistolas lanza-corchos hasta que Miquel nos hacía callar y nos mandaba a jugar a la habitación. No entendíamos aquel silencio sepulcral que se tenía que mantener en aquella casa; era un absoluto misterio.

—Eso de hacernos callar sólo sucede cuando venís con el Telefunken —me decía Alberto en voz baja.

Mientras mi padre y Juani preparaban la cena, Miquel y mi madre permanecían inmóviles contemplando como el disco de vinilo giraba; parecía ser algo hipnótico, algo así como contemplar el fuego de una chimenea o plantarse a mirar una pecera con peces de colores. Miquel sostenía el micrófono del Telefunken cerca del altavoz del tocadiscos, y allí se quedaban los dos, en silencio durante un largo rato. Escuchaban un par de canciones, paraban la música, y mientras charlaban comprobaban qué tal se habían grabado en la cinta de cassette. Al rato volvían a permanecer en silencio contemplando los monótonos giros del disco durante un par de canciones más y con el micrófono pegado al altavoz.

Esos misteriosos encuentros se producían cada vez que Serrat sacaba nuevo LP.

En los días sucesivos, cuando regresaba de la escuela al mediodía, me encontraba con mi madre trasteando por casa mientras que desde el Telefunken sonaba la música de Serrat. Descubrí también que escuchar con atención esas cintas era algo mágico, bastaba con poner bien el oído y, de vez en cuando, era posible escuchar un montón de sonidos familiares como el estrepitoso caer de algunos cacharros de la cocina de Alberto y la risa de la Juani al descubrir a mi padre pringado de aceite y con la lechuga, el tomate, la cebolla y las olivas por el suelo. También se podía oír el intento de Miquel por ahogar su tos haciendo el menor ruido posible. Recuerdo que tosía siempre con el dorso de la mano en la que sostenía su cigarrillo tapándose la boca, y aunque en la cinta, la tos se oía apagada y lejana, ese “cof, cof” era inconfundible. Todo eso sucedía mientras Serrat, sin inmutarse por el ruido, cantaba el “Para la Libertad” de Miguel Hernández, o “El niño yuntero”, o el “Llegó con tres heridas”.

Vaya, que al escuchar las cintas del cassete parecía que Serrat había cantado en vivo y en directo en el salón de la casa de Alberto, pero sabiendo positivamente que eso no había sucedido así, lo que descubrí también –y eso fue lo más importante- fue que mis padres eran unos auténticos piratas, precursores y pioneros de lo que hoy en día hacemos casi todos con nuestros ordenadores (quien más y quien menos).

Con el tiempo, cuando llegó a casa el primer televisor. El pobre Telefunken echaba humo cada vez que Nino Bravo, Camilo Sesto, o como no... Joan Manuel Serrat, actuaban en televisión. Ahí estaba mi madre micrófono en mano grabando todas sus actuaciones mientras que en el sofá de casa, mi padre, mi yaya Lola y yo, nos limitábamos a mirarnos por el rabillo del ojo sin articular palabra, ya que mi madre nos amenazaba con lanzarnos sobre la cabeza un tremendo cenicero de alabastro en el caso de que alguno de nosotros abriese la boca.

Afortunadamente el progreso –que en los 70’s era más lento, pero tarde o temprano... llegaba- nos trajo a casa otro Telefunken más moderno, último grito, y provisto de doble pletina. A partir de ese momento daba igual si Alberto y yo nos lanzábamos corchazos con nuestras pistolas en medio del salón familiar y en el momento en el que nuestros progenitores andaban en la labor de piratear música. El invento de la doble pletina permitía que las canciones pasasen de una cinta comprada a otra virgen sin captar sonido ambiente en lo más mínimo. Los vinilos originales pasaron a la historia, mis padres y los de Alberto compraban cintas de cassette y se intercambiaban “archivos” con lo último en tecnología de la época. Era como una especie de “Emule” casero y familiar.

Soy de los que piensa que uno ha de aprender siempre de todo aquello que le enseñan sus mayores, pero por encima de todo... no hay que olvidar nunca las buenas costumbres.