viernes, 19 de octubre de 2012

Street Photography - "Mira al pajaritooo..."

Regula III A (1956)
Fueron muchas las cosas que me influenciaron a lo largo de mi infancia sesentera y de mi adolescencia ya en los setenta. Afortunadamente muchas. Contribuyó a ello la suerte de tener unos padres curiosos que llenaban la casa de cosas susceptibles de llamar mi atención, y como no, una gran predisposición por mi parte a la hora de recibir todos esos estímulos con los brazos abiertos y con no pocas ganas de escudriñarlos y de tratar de sacar de ellos su máximo partido.

Una de esas cosas que ya llevaba tiempo en casa (de hecho, llegó antes que yo), fue una cámara fotográfica, una Regula III A del año 1956 y que durante muchos años fue la cámara de mi padre y el “ojo” que congeló infinidad de instantes vividos en familia. Sin ir más lejos, esa vieja Regula es la responsable de las fotografías que se pueden ver a lo largo del Slide lateral de este blog.


Por sí sola la cámara ya me parecía un objeto atractivo. Se trataba de un artefacto robusto tras el que siempre se encontraba oculto mi padre con un ojo cerrado y diciéndome: “Mira al pajarito...”. Yo esperaba ver a algún pajarito dentro del objetivo o posado sobre el dedo índice de mi padre que no tardaba en darle al disparador para, acto seguido, salir de detrás de la cámara con cara de satisfacción. Pero al margen de ese objeto robusto se encontraba algo que me parecía más atractivo aún. El “mira al pajarito...” guardaba una estrecha relación con una caja metálica del Cola-Cao que misteriosamente contenía un sinfín de momentos vividos. La cámara fotográfica era, sin duda, un miembro más de la familia, que aunque no aparecía nunca en ninguna foto, era el instrumento encargado de conservar para siempre esas fiestas de cumpleaños, domingos en el campo, días de reyes desenvolviendo regalos, vacaciones en el pueblo... En esa caja se hallaban fotografías de personas de las que yo no guardaba recuerdo alguno, pero que estaban ahí, compartiendo conmigo esas imágenes e incluso sosteniéndome en sus brazos.


Caja de fotos de Cola-Cao (años 70's)


—Quién es este señor, papá? —preguntaba yo con una de esas fotografías en mis manos.
—Era tu tío abuelo —respondía mi padre a la vez que me añadía siempre algo más de información—. Fue boxeador y promotor de combates en el PRICE de Barcelona.
—Y... Dónde está ahora?
—Se murió —sentenciaba mi padre—. Es posible que no le recuerdes porque tú eras muy pequeño.

Se murió? Aquel tipo con aspecto de gladiador que me sostenía cariñosamente en brazos, que llevaba el pelo engominado, que tenía un fino bigotillo debajo de su nariz y que mostraba una feliz sonrisa... Había muerto? Creo que fue en ese momento en el que descubrí que la fotografía tenía la capacidad mágica de convertir en eternas las cosas más efímeras, y a partir de ese instante mi empeño en conseguir mi propia cámara se convirtió en una testarudez demoledora.

Mi insistencia fue de tal magnitud, que una mañana de domingo, paseando por la plaza de Catalunya, mi padre, harto ya de mi tozudez machacona, me dijo: “Quieres una cámara? Pues ven!”. Papá, mamá y yo nos acercamos a uno de los tenderetes que se hallaban en la plaza y en el que vendían pipas, altramuces, cacahuetes, globos, pistolas de agua y baratijas varias. Papá saco algunas monedas de su bolsillo y me obsequió mi primera cámara fotográfica.

Baratija de Kiosko "Made in Spain (años 70's)
Un engendro de plástico de la marca “Fentax”, Made in Spain, que tras accionar el disparador aparecía por el objetivo, la cara de un horrible muñeco acompañado de un molesto sonido de fuelle de feria. Mi padre me colgó del cuello aquella abominación, me dio la mano y cerró cualquier posibilidad de diálogo o de protesta con un contundente: “Ahora sigamos con el paseo, y como protestes más... te comes la cámara y el muñeco!”.

A pesar de la aversión que siempre le he tenido a esa baratija, curiosamente es una de las que conservo e ignoro por qué motivo, pero ahí está para mi goce y disfrute, en mi vitrina de objetos setenteros. Creo que en algún punto de mi infancia, por algún motivo extraño... perdí la razón.

Mi incipiente fascinación por la práctica fotografica desapareció a partir de ese día, no obstante seguía pasando horas y horas contemplando las fotos de la caja del Cola-Cao, recordando algunos de los momentos inmortalizados y alucinando con lo imperecedero que podía llegar a convertirse un mínimo instante. Ordenaba y reorganizaba las fotografías de esa caja como si se tratasen de los cromos de algún álbum de los que coleccionábamos por entonces, solo que los protagonistas de esos... “cromos” ni eran los jugadores de fútbol ni los personajes de dibujos animados. Aquel álbum lo protagonizábamos nosotros, los miembros de mi familia, seres absolutamente anónimos para el resto de la humanidad.

Kodak, Brownie Fiesta (1966)
La fecha de mi primera comunión (primera... y única) estaba próxima. Un día apareció por casa mi tía Maria y me anticipó el regalo. Siempre me gustó que mi tía Maria viniese a casa, mis padres trabajaban todo el día y mi yaya Lola estaba ocupada con los quehaceres del hogar, así que fui un niño, que al no tener hermanos, me acostumbré a jugar solo. Siempre me encantó hacerlo y nunca eché de menos a nadie en mis juegos, pero a la tía Maria le gustaba jugar conmigo y yo lo pasaba en grande con ella.

El regalo que mi tía Maria me hizo para mi primera comunión fue una cámara Kodak. Una fiesta Brownie, de plástico, que el señor Eastman empezó a fabricar en USA a principios de los sesenta. Una cámara económica que utilizaba el ya clásico chasis con película en rollo y que aunque parecía una lavadora automática de carga frontal, servía en realidad para hacer fotos de esas cuadradotas. En 1966, la Brownie de Kodak empezó a producirse directamente en España y fue una de esas la que cayó en mis manos.  Y ya todo fue distinto. Me dediqué a fotografiar todo cuanto se me ponía a tiro hasta el punto en el que mis padres tuvieron que “prohibirme” hacer fotos y requisarme la cámara. No entendí nada en ese momento, no comprendí por qué mis fotos no podían estar en la caja del Cola-Cao. No era porque existiese proceso de selección alguno para que las fotos pudiesen formar parte de la caja; así que el verdadero motivo de tal medida represora fue por un objetivo mucho más práctico: sencillamente, mis padres estaban gastando un dinero en revelar los carretes de mi Kodak Brownie y el resultado de mis tomas era indescriptiblemente caótico. Pusieron en las estanterías de mi habitación unos libros de fotografía de la editorial Daimon en la que trabajaba mi padrino Armando y me animaron a echarles un ojo antes de volver a meterlo detrás del visor de la Kodak.

Werlisa Color A (1963)
La Werlisa Color (A) llegó a nosotros entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Era la cámara que todo españolito llevaba en sus vacaciones o en sus salidas al campo; vaya... como el coche 600 o el 850 de la SEAT, pero en cámara.  No sé si mi padre estuvo verdaderamente satisfecho con los resultados de su nueva “máquina de retratar” (que así era como la llamaban), pero nunca abandonó a su vieja Regula llevándola a todas partes mientras que la nueva Werlisa se quedaba en casa.

Durante mi adolescencia, la fotografía pasó a un segundo plano. Nunca dejó de interesarme y me parecía una estupenda mezcla de arte y técnica para expresarse plásticamente, pero habían otros sistemas de expresión que me parecieron más interesantes, ya que con ellos, además, podía contar historias. Empecé a dedicarme a ilustrar y a escribir, gracias a los libros de Daimon y a otros muchos que les siguieron aprendí algo acerca de encuadres, composición, teoría del color, utilización de la luz... conceptos que me han ido muy bien en mi trabajo como ilustrador y como realizador de películas de dibujos animados, pero que por esa idea equivocada de que con la fotografía “no podía contar historias” las apliqué única y exclusivamente en otros campos.

Copyright. Francesc Català i Roca
Hubo, sin embargo, una semilla que con el tiempo germinaría en mí inevitablemente. Me refiero a unas clases de pintura al óleo a las que asistí a finales de los setenta en el estudio de pintura de Maria Aurea Cátala i Roca. La pintora catalana se dedicó durante un período de su vida a dar clases en su taller a cinco alumnos que diariamente acudíamos, ocupábamos sus cabelletes cargados con nuestra maleta de óleos y supervisados por sus sabios consejos pringábamos unos lienzos con nuestros primeros balbuceos en el mundo del arte. Para bien o para mal la pintura no llegó a cuajar en mí. Jamás me interesó demasiado, y sí, en cambio, disfrutaba especialmente de los días en los que su hermano, Francesc Cátala i Roca se dejaba ver por el estudio. Por entonces yo desconocía que el hermano de mi profesora de pintura, Francesc, era en realidad un fotógrafo famoso y reconocido a nivel internacional, un artista que había recibido en dos ocasiones el Premi Ciutat de Barcelona, y que más tarde recibiría el Premio Nacional de las Artes Plásticas otorgado por el Ministerio de Cultura y la Medalla al Mérito Artístico. Lo que sabía, era que aquel hombre llegaba al estudio de su hermana, se saludaban con un beso y entre ambos se desprendía un intenso y mutuo afecto. Se quitaba su americana y sobre una mesa depositaba una caja de tamaño Din A-3, plana, la abría y pasaba a mostrarle a su hermana sus últimas instantáneas, fotografías que él mismo había realizado con su cámara y procesado en su laboratorio.

El resto de mis compañeros, en el estudio de Maria Aurea, seguían afanosos con sus óleos tratando, con los pinceles, de extirparle a sus lienzos ese bodegón de frutas oculto, pero mi atención se desviaba hacia el contenido de esa caja a la vez que trataba de escuchar las historias, que de cada una de las fotografías, Francesc Cátala i Roca le contaba a su hermana.

Copyright: Francesc Català i Roca
En una de aquellas visitas que el fotógrafo realizaba al estudio, me atreví a preguntarle si podía echar un vistazo a sus fotos, y para mi sorpresa, no solo me las mostró con entusiasmo, sino que compartió conmigo la historia que había detrás de cada una de ellas. Sus imágenes eran mayoritariamente urbanas, trataban de captar lo insólito, y en ellas, el aspecto humano era el más absoluto protagonista.

 Entendí que detrás de cada fotografía, sí que podía haber una buena historia. Que una cosa eran los bodegones, las naturalezas muertas, las fotografías de interiores, arquitectónicas o de moda, pero que en el mundo de Cátala i Roca, lo importante, era la historia que se encontraba en cada imagen, el momento captado y las diferentes interpretaciones que podía dar de ellas cualquier espectador.


Las clases de pintura al óleo pasaron a importarme un pimiento, pero el estudio de Maria Aurea continuó sirviendo de lugar de reunión en el que Francesc y yo nos encontrábamos un par de veces por semana. La pintora continuó aconsejando a sus alumnos sobre las técnicas de su arte, mientras Francesc, me hablaba de imágenes y a través de ellas me contaba historias.

Copyright: Elliot Erwitt
(Presidente de la agencia Magnum Photos en 1968)
A finales de los ochenta leí un artículo en el que hablaban de un fotógrafo llamado Lee Friedlander y de una exposición que junto a los fotógrafos Diane Arbus y Garry Winogrand, se realizó en el Museo de Arte Moderno de New York en el año 1967.  Las fotografías de Lee y las de sus compañeros exploraban el paisaje urbano buscando situaciones espontáneas en las que los sujetos interaccionasen de algún modo  con los lugares públicos. Para ello utilizaban la técnica de la fotografía directa, ya que para captar un instante urbano no hay tiempo que perder en mediciones ni en la alteración de los controles básicos de la cámara. Lo verdaderamente importante es el buen ojo fotográfico para saber captar esos momentos que la gente comparte en la calle y que pueden dar lugar a situaciones de gran comicidad, o bien a instantes humanos atrapados en un momento decisivo y conmovedor.  A ese nuevo enfoque, a esa sentido distinto de ver la fotografía documental, se le llamó, tras esa exposición de los setenta: “Street Photography”, un subgénero del fotoperiodismo que no pocos fotógrafos profesionales se atreven a definir como: "una de las disciplinas fotográficas más difíciles que existe”, y bien es cierto a pesar de que en la Street Photography los conocimientos técnicos pasan a un segundo plano. La cámara se convierte en un mero instrumento, en un simple apéndice del fotógrafo del que lo que realmente se espera es “que sepa ver” y que sea capaz de transmitir. Que le robe imágenes a la calle, al espacio público y a los personajes anónimos que constantemente deambulamos por ella. Luego, lo necesario, es que esas imágenes robadas sean publicadas para que de algún modo vuelvan al lugar del que se tomaron y para que cualquier posible espectador pueda verlas, disfrutarlas y, a su modo, reinterpretarlas.

Copyright: Sergi Camara i Perez
Fue a principios de los noventa cuando la Regula de mi padre, el hecho de verle a menudo tras ella, la abominación que supuso aquella “Fentax” de plástico con muñeco incorporado, la caja metálica del Cola-Cao con instantes congelados, mi primera Kodak Brownie, la Werlisa abandonada,  y la semilla que hábilmente plantó en mí Francesc Cátala i Roca, formaron un núcleo que finalmente me motivó a tomar una cámara y a llevarla conmigo allá a donde vaya. Empecé con una Reflex de la marca Canon, modelo Eos 1000 FN. Con ella tomé mis primeras fotografías; podríamos decir... “con intención”, y siempre con la filosofía de la Street Photography, lo que significa que en mis fotografías, correspondan a la parte del mundo que correspondan, nunca se ven reflejados grandes monumentos ni hermosos paisajes, ya que lo que siempre me ha gustado ha sido esa interacción del ser humano con su entorno.

Posteriormente adquirí una Nikon Coolpix P80, una cámara sencillita con la que me manejo en la actualidad y con la pretensión, dentro de mis modestas posibilidades, de documentar el día a día y de mostrar mi pasión por la especie humana.


Copyright: Sergi Camara i Perez
Personalmente veo la Street Photography como una extensión de mi trabajo, pero con una diferencia muy importante. A diario me encierro en mi estudio para contar historias; bien sea ilustrándolas, escribiéndolas o filmándolas en dibujos animados. En todos esos casos se empieza por una idea a la que hay que buscar y perseguir en algún lugar oculto de la cabeza. Posteriormente es necesario estructurarla, desarrollarla minuciosamente y corregirla antes de mostrarla. Se trata de un trabajo que requiere muchísima planificación y de todo un proceso de elaboración exhaustiva para terminar contando una historia. La Street Photography, en cambio, constituye un proceso inverso. El trabajo no hay que hacerlo encerrado en un estudio sino saliendo a la calle, y la historia no hay ni que buscarla, ni estructurarla ni planificarla. La historia está allí, en la calle. Se trata simplemente de encontrarla... y disparar.

Una forma maravillosa de contar historias.


Les dejo mi galería en Flickr por si quieren ver algunas fotos. Clicken la siguiente imagen y siéntanse libres para interpretarlas, que para eso están.



Galería de imagenes de Sergi Camara i Perez
Créditos imágenes: Fotografías 1, 2, 3, 4 y 5 realizadas por Sergi Camara, el resto son propiedad de sus respectivos autores.