viernes, 17 de diciembre de 2010

El Kioskero les desea Felices Fiestas

Pues estaba yo por aquí matando el tiempo -el poco tiempo que queda para terminar con este año-, y mientras revisaba mi agenda llena hasta los topes, me he dado cuenta de lo vacías y desoladas que se encuentran las páginas que pertenecieron al mes de agosto.

Hay que ver... quizá el mejor mes del año por eso del verano, el solecillo, las vacaciones..., pero que días de nula actividad “agendil”. Nada que hacer en ninguno de sus correspondientes 31 días salvo holgazanear, darse comilonas y demás vicios que obviamente... uno no anota en su agenda. Y me he dicho: “pues vaya, es una lástima, tirar esta agenda y tener que comprar una nueva... con 31 páginas inutilizadas”.

De modo que me he puesto a garabatear en uno de sus márgenes inferiores, y mira por donde... me ha salido esta chorradilla.

Felices Fiestas! Y a disfrutarlas con salud.

Para los “Facebukeros”, el enlace es este.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Los viejos piratas nunca mueren

En los setenta, piratear música era una aventura más o menos compleja, pero... se pirateaba, se pirateaba...

Hoy todo es muy fácil gracias a la cantidad diversa de programas de descarga que nos ponen en contacto virtual entre miles de usuarios con los que compartimos nuestros archivos de audio, video, documentos, imágenes, y de todo aquello que sea susceptible de ser descargado con diversos fines. Así pues, a pesar de la SGAE, la piratería (como la entiendes ellos), o el mero hecho de compartir archivos (como lo entendemos nosotros), es coser y cantar, pero en los 70’s... el tema era para darle de comer a parte.

Recuerdo que mis padres se reunían con los padres de Alberto (mi compañero de fatigas infantiles). Sus padres tenían un tocadiscos, y los míos disponían a su antojo de mi cassette Telefunken, regalo de mi tío Montano para la primera comunión.

Nos reuníamos todos en casa de Alberto con la excusa de cenar juntos, pero la cosa no se hacía esperar. Miquel -el padre de Alberto- enchufaba el tocadiscos a la corriente eléctrica, mi madre seleccionaba los discos de Serrat que iban a ser objeto de expolio, y mientras mi padre preparaba una ensalada en la cocina, Juani -la madre de Alberto-, vigilaba la cena del horno.

Alberto y yo tomábamos el salón al asalto con nuestras pistolas lanza-corchos hasta que Miquel nos hacía callar y nos mandaba a jugar a la habitación. No entendíamos aquel silencio sepulcral que se tenía que mantener en aquella casa; era un absoluto misterio.

—Eso de hacernos callar sólo sucede cuando venís con el Telefunken —me decía Alberto en voz baja.

Mientras mi padre y Juani preparaban la cena, Miquel y mi madre permanecían inmóviles contemplando como el disco de vinilo giraba; parecía ser algo hipnótico, algo así como contemplar el fuego de una chimenea o plantarse a mirar una pecera con peces de colores. Miquel sostenía el micrófono del Telefunken cerca del altavoz del tocadiscos, y allí se quedaban los dos, en silencio durante un largo rato. Escuchaban un par de canciones, paraban la música, y mientras charlaban comprobaban qué tal se habían grabado en la cinta de cassette. Al rato volvían a permanecer en silencio contemplando los monótonos giros del disco durante un par de canciones más y con el micrófono pegado al altavoz.

Esos misteriosos encuentros se producían cada vez que Serrat sacaba nuevo LP.

En los días sucesivos, cuando regresaba de la escuela al mediodía, me encontraba con mi madre trasteando por casa mientras que desde el Telefunken sonaba la música de Serrat. Descubrí también que escuchar con atención esas cintas era algo mágico, bastaba con poner bien el oído y, de vez en cuando, era posible escuchar un montón de sonidos familiares como el estrepitoso caer de algunos cacharros de la cocina de Alberto y la risa de la Juani al descubrir a mi padre pringado de aceite y con la lechuga, el tomate, la cebolla y las olivas por el suelo. También se podía oír el intento de Miquel por ahogar su tos haciendo el menor ruido posible. Recuerdo que tosía siempre con el dorso de la mano en la que sostenía su cigarrillo tapándose la boca, y aunque en la cinta, la tos se oía apagada y lejana, ese “cof, cof” era inconfundible. Todo eso sucedía mientras Serrat, sin inmutarse por el ruido, cantaba el “Para la Libertad” de Miguel Hernández, o “El niño yuntero”, o el “Llegó con tres heridas”.

Vaya, que al escuchar las cintas del cassete parecía que Serrat había cantado en vivo y en directo en el salón de la casa de Alberto, pero sabiendo positivamente que eso no había sucedido así, lo que descubrí también –y eso fue lo más importante- fue que mis padres eran unos auténticos piratas, precursores y pioneros de lo que hoy en día hacemos casi todos con nuestros ordenadores (quien más y quien menos).

Con el tiempo, cuando llegó a casa el primer televisor. El pobre Telefunken echaba humo cada vez que Nino Bravo, Camilo Sesto, o como no... Joan Manuel Serrat, actuaban en televisión. Ahí estaba mi madre micrófono en mano grabando todas sus actuaciones mientras que en el sofá de casa, mi padre, mi yaya Lola y yo, nos limitábamos a mirarnos por el rabillo del ojo sin articular palabra, ya que mi madre nos amenazaba con lanzarnos sobre la cabeza un tremendo cenicero de alabastro en el caso de que alguno de nosotros abriese la boca.

Afortunadamente el progreso –que en los 70’s era más lento, pero tarde o temprano... llegaba- nos trajo a casa otro Telefunken más moderno, último grito, y provisto de doble pletina. A partir de ese momento daba igual si Alberto y yo nos lanzábamos corchazos con nuestras pistolas en medio del salón familiar y en el momento en el que nuestros progenitores andaban en la labor de piratear música. El invento de la doble pletina permitía que las canciones pasasen de una cinta comprada a otra virgen sin captar sonido ambiente en lo más mínimo. Los vinilos originales pasaron a la historia, mis padres y los de Alberto compraban cintas de cassette y se intercambiaban “archivos” con lo último en tecnología de la época. Era como una especie de “Emule” casero y familiar.

Soy de los que piensa que uno ha de aprender siempre de todo aquello que le enseñan sus mayores, pero por encima de todo... no hay que olvidar nunca las buenas costumbres.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Algo tendrá el vino cuando lo bendicen

Cada diez o quince días, al llegar de la escuela, mi madre me daba un par de duros y me decía “bájate a la bodega y compra una botella de “El Baturrico”. Así que obediente, y sabiendo que sobrarían un par de pesetillas que podrían tener como destino mi hucha, me dirigía a la bodega de la esquina, la “Bodega Eloy” y compraba esa botella de vino para mi padre.

La bodega Eloy la regentaban entre un padre y sus dos hijos; el padre era un tipo grueso, de cabello blanco y al que recuerdo sentado en una silla vuelta del revés y con los brazos reclinados en el respaldo, las piernas abiertas sosteniendo una descomunal barriga, y contemplando a la clientela con un palillo entre los dientes y una inexistente sonrisa que no asomaba jamás, ni en los mejores momentos. El hijo mayor era Eloy, el más activo y atento del local. Recuerdo cómo colocaba media docena de vasos sobre la barra, servía el vino y a continuación, deslizaba una mugrienta bayeta para quitar de en medio las gotas de espirituoso que se habían derramado. El hermano menor deambulaba arriba y abajo haciendo recados. Tenía un flequillo que se descolgaba con muy poca gracia sobre sus ojos, unos dientes superiores saltones que le impedían mantener la boca cerrada –aunque no hablaba nunca- y al que además, le faltaba un hervor. En definitiva, la bodega era uno de esos mundos dentro del Poble Sec con una fauna humana compuesta por ancianos que jugaban al domino y se echaban su cortado de después de comer, o bien de algún que otro vecino del barrio que repostaba para tomarse un aperitivo antes de la comida, y en la que tampoco faltaba algún vendedor de seguros despistado tomándose un vino para olvidar que eso de tratar de venderle seguros a gente de barrio, era una tarea bastante infructuosa.

Mis estancias en la bodega siempre fueron fugaces. Me limitaba a pedir la botella de “El Baturrico”, Eloy me la daba a la vez que tomaba mis dos duros y el casco vació de la botella anterior, me devolvía el cambio y seguidamente partía rumbo a mi casa, no sin antes echarle una ojeada al padre sentado en la silla, con su mirada clavada en la clientela y que parecía disecado de no ser por ese movimiento que hacía su palillo al pasearse lentamente de comisura en comisura, y que era el testimonio de que había vida en ese enorme cuerpo. Generalmente siempre me despedía de él dirigiéndole un tímido “adiós” que se limitaba a responder con un movimiento de su cabeza, pero sin perder de vista a la fauna del local que acaparaba constantemente su atención.

Ya en casa, mi padre no tardaba en llegar. Su presencia en el rellano de la escalera se delataba con el ruido que hacía con las llaves. Yo me apresuraba para abrirle la puerta y recibirle antes de que él pudiese abrir, y allí le encontraba, con las llaves en la mano y sonriéndome. Creo que el ruido con las llaves era un truco que él utilizaba para advertirme de su llegada, pero que en realidad, esperaba a que fuese yo quien le abriera ya que así era como sucedía siempre. Por más que estuviese entretenido con mis soldaditos de Monta-Plex, o imbuido en la lectura de mis tebeos, no se me escapaba jamás la llegada de mi padre llaves en mano.

Nos sentábamos a comer y mi padre mezclaba el vino de “El Baturrico” con gaseosa “La Casera”. Como gran adicto que he sido siempre a las bebidas gaseosas, jamás he podido entender como es posible estropear el sabor de una buena gaseosa con un vino, o el de una Coca-Cola con una ginebra o un whisky, pero... incomprensiblemente es algo que la gente hace. Comíamos los cuatro: mi madre, mi padre, mi yaya Lola y yo. Charlábamos aunque mi padre no sacaba ojo de la novela de Marcial Lafuente Estefanía, algo que disgustaba a mi madre que nunca aceptó que mi padre leyese a la hora de comer, pero que él hacía siempre a pesar de mantenerse al tanto de la conversación de turno. De vez en cuando yo recibía algún capón por irme de la boca y comentar alguna diablura perpetrada en la escuela; la iniciativa del capón era absolutamente aleatoria y podía provenir de cualquiera de mis mayores, a veces incluso, recibía más de uno por una mala coordinación entre mi madre y mi abuela que no decidiendo previamente quien de las dos me lo soltaba, lo hacían a la vez, en estéreo... en una época en la que en los hogares de barrio no habían más que transistores mono.

Mi padre regresaba al trabajo antes de que yo tuviese que volver a la escuela, así que apuraba el poco rato que me quedaba después de comer para volver con mis tebeos, o con mis mini héroes de infantería de plástico.

Con el paso del tiempo, finales de los 70’s aproximadamente, el vino “El Baturrico” fue retirado del mercado por hallarse en él una sustancia llamada cloropicrina cuyo uso frecuente era el de fumigante de suelos agrícolas, pero que los fabricantes del vino de esa marca utilizaron como fermento para evitar la formación de vinagre. Parece ser que esa práctica se realizaba en vinos peleones, fuertes y baratos, que se embotellaban y se producían en baja calidad para las clases trabajadoras que disponían de pocos ingresos.

De modo que mi padre se pasó al “Tío Pepe” y a tomarlo sólo de vez en cuando en los aperitivos, pero eso me pilló ya a una edad en la que no era yo quien se lo bajaba a comprar a la bodega Eloy, así como tampoco compartía siempre mesa con mis padres ya que prefería hacerlo con amigos y compañeros. Me pregunto que sintió mi padre el primer día que tuvo que utilizar las llaves para entrar en casa ya que no acudí yo a abrirle la puerta por más ruido que hiciera con ellas.

Toda esta historia me vino ayer a la cabeza después de enterarme de que el cartel publicitario del vino “Tío Pepe” será retirado temporalmente de la Puerta del Sol de Madrid; lugar en el que lleva desde 1935. Recuerdo que en los 14 meses que pasé en Madrid haciendo la mili, me gustaba pasearme por Puerta del Sol y, entre otras cosas, contemplar el rótulo luminoso. Imagino que lo asociaba al vino que bebía mi padre, y de paso, me recordaba mis idas y venidas de la bodega Eloy en busca de las botellas de “El Baturrico”. Pese a la retirada del cartel... Tranquilos, que para las campanadas de noche vieja seguirá allí, pero desaparecerá luego para poder rehabilitar la fachada en la que se encuentra.

El sol de Andalucía embotellado”, el cartel de "Tío Pepe" con su chaquetilla, su sombrero cordobés y su guitarra, volverá más adelante cuando la citada rehabilitación esté concluida, y volverá seguro a su lugar de origen en el ático del que fue el antiguo Hotel París, ya que este mismo año que ya termina, ha sido declarado como patrimonio de la ciudad por el Ayuntamiento de Madrid. Seguro que su creador, el dibujante Luis Pérez Solero y pionero de la publicidad española, estaría satisfecho de saber que su obra, además de ser vista a diario por los más de 450.000 usuarios del metro de Sol, así como por numerosos turistas y visitantes, es tomada en tanta consideración.

Sigo sin saber qué tendrá el vino cuando lo bendicen. Continúa sin decirme nada su sabor y aún acompaño mis comidas con Coca-Cola o alguna que otra porquería gaseosa, pero al contrario de los borrachos –que no recuerdan nada después de beber-, recuerdo perfectamente el olor del vino en barrica de la bodega Eloy, y a mi padre con las albóndigas sobre la mesa, leyendo su novela del Oeste y el vaso verde de Duralex con el vino con gaseosa.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Madelman

Supongo que para muchos de nosotros los Madelman fueron el mejor juguete de finales de los 60’s y de toda la década de los 70’s. -me refiero exclusivamente a la primera etapa de Madelman comprendida entre 1968 y 1976-, etapa en la que disfruté de estos fabulosos muñecos articulados a los que les siguieron nuevas etapas en las cuales se introdujeron cambios en su morfología inicial hasta su definitiva desaparición del mercado en 1982, pero esos... me pillaron algo mayor.

Por muchos motivos fueron un juguete de indiscutible interés por su realismo en general, pero por encima de todo en sus manos, sus ropas perfectamente cosidas, los complementos cuidados hasta el más mínimo detalle, e incluso lo atractivo de sus presentaciones en esas cajas magistralmente ilustradas, troqueladas, plastificadas, con el muñeco o muñecos colocados cuidadosamente y sujetos gracias a unas gomas que les mantenían allí, desafiantes y dispuestos para la acción. Todo eso hacía de los Madelman un juguete impresionante, pero quizá, lo más destacable, lo que le hacía especial y único, era su genial sistema de articulaciones que le permitía adoptar cualquier postura por increíble que pareciese.

No había crío que no tuviese su colección de Madelman; quien más y quien menos tenia su buena media docena de muñecos con los que exploraba Marte, se iba al Aconcagua, o se sumergía en el fondo del océano. Y todo eso teniendo en cuenta que no se trataba de un juguete precisamente barato, pero los de la casa Madel supieron ingeniárselas para acercarlo a todos los bolsillos comercializándolos en tres formatos: el “equipo individual” que contenía un Madelman con su traje completo y algunos de los accesorios. Ése era el que nos dejaban los reyes a los niños del Poble Sec barcelonés y demás barrios donde la economía era más bien escasa. Luego estaba el “equipo básico” que contenía lo mismo que el anterior, pero con bastantes más accesorios y complementos, y finalmente el “super equipo” en el que además de haber más de un Madelman, habían accesorios y complementos a todo meter. El sueño de cualquiera.

Además, y por si eso fuera poco, habían cajas de accesorios y complementos para completar los equipos Madelman, no sólo con detalladísimos y pequeños artilugios, sino que también se podía disponer –en caso de contar con un buen presupuesto- de automóviles Jeep de campaña o safari, cañón, scooter submarino, lancha, etc, etc.

Es necesario decir que los primeros Madelman que se lanzaron al mercado en las navidades de 1968, se presentaron en unas cajas estrechas de color rojo sin ilustraciones, con el fondo amarillo y con parte de los laterales y el frontal cubiertos con plástico transparente desde el que se podía ver, en su interior, a la figura de pie y ataviada con algunos accesorios. Los modelos que se embalaron en dicho sistema fueron: el esquiador, el marinero, el comando, el safari, el porteador negro, y un exclusivo astronauta inspirado en la película “2001 Odisea en el espacio” de Stanley Kubrick y licenciado directamente por la Metro Goldwin Mayer para su fabricación. Digo “exclusivo” por tres razones de peso; la primera es que su caja era azul, en lugar de roja como en el resto de los modelos, la segunda era el hecho de que muchos llegaron a decir que este modelo nunca existió y le convirtieron en leyenda, y la tercera razón es que un modelo de este Madelman astronauta, vendido en una juguetería de Santander hace algo más de 40 años, llegó a venderse en subasta en octubre del 2007 por el astronómico precio de 3.210 €.

La historia Madelman se remonta al año1964, momento en el que dos empresarios: Andrés Campos y Josep Maria Arnau, de Madrid y Barcelona respectivamente, adquirieron una empresa de fabricación de objetos en plástico que se hallaba en quiebra, situada en el municipio madrileño de San Martín de la Vega y que se llamaba “Manufacturas Delgado” (MA-DEL). Arnau era a su vez propietario e hijo del fundador de la casa EXIN (Exclusivas Industriales S.A.), una de las grandes empresas jugueteras españolas con juguetes tan inolvidables como el Scalexteric, Cine Exin o el Exin castillos, entre otros.

En 1966, y tras un viaje de Arnau a los Estados Unidos, el empresario regresó impresionado por el éxito que un muñeco de acción estaba causando en el continente americano. Se trataba de G-I JOE, una figura articulada que le inspiró para lo que sería la creación de los Madelman. Inmediatamente los diseñadores de la casa EXIN se pusieron a trabajar en un prototipo que rompió las reglas de los juguetes de ese estilo comercializados hasta entonces, ya que su tamaño era inferior (el G-I JOE medía unos 30 centímetros), permitiendo una mejor jugabilidad, y sus articulaciones a base de rótulas de plástico autoengrasadas permitían una mejora considerable en poses más realistas y estabilidad, en contraste con las articulaciones de gomas elásticas que ofrecían los otros muñecos.

Se realizaron prototipos iniciales de 15 centímetros, pero el muñeco final midió 17 centímetros ya que se trató del tamaño más pequeño posible en el que fuese posible confeccionar y coser las mangas de la ropa. Además de eso, la figura consistía de 23 piezas de plástico que se fabricaban en industrias MADEL. La ropa se diseñaba en EXIN Barcelona y se confeccionaba en Madrid.

Como si se tratase de una aventura real, los orígenes de los Madelman fueron antológicos y los dos impulsores del proyecto, los ya citados Arnau y Campos, contaron para esta aventura con dos hombres de indiscutible valía que serían los encargados de sentar las bases para un juguete que no será nunca olvidado por los que entonces fuimos niños.

Alfonso Díaz Alarcón

Un escultor que heredó de su padre –también escultor- la especialización por las tallas religiosas. Nacido un 9 de abril del año 1925 en la calle Verdi del barcelonés barrio de Gracia, su obra se encuentra desperdigada por la geografía española, así como en Estados Unidos, pero desafortunadamente, por el hecho de trabajar siempre para terceras personas que le subcontrataban para la realización de algunos trabajos, su nombre ha pasado injustamente desapercibido.

El verano de 1966 recibió de la casa Exin el encargo de crear las articulaciones para lo que sería una nueva figura de acción, y que terminaría convirtiéndose en el juguete más recordado de todos los tiempos.

Alfonso Díaz, poseedor de una inagotable fuente de ingenio y de una habilidad poco común que le llevaba a ser algo más que un escultor, -podríamos decir que se trataba, sin duda alguna, de un inventor en toda regla-, empezó a tallar las diversas partes del cuerpo del muñeco en madera. Una vez confeccionadas las diferentes piezas realizó moldes de yeso para su posterior fabricación en plástico, pero lo más anecdótico o impresionante estaba aún por venir.

Aquel verano Alfonso lo dedicó en cuerpo y alma a la creación del muñeco, realizó numerosos dibujos y croquis, así como modelos en barro de las distintas partes de la anatomía Madelman y entre las que hay que destacar sus inolvidables manos. No obstante, el encargo en sí, basado en las articulaciones estaba aún por resolver. Alfonso le daba vueltas a varias posibilidades que no terminaban de dar con la fórmula correcta hasta que un día, en una tienda de productos de arte religioso de la calle del Carmen de Barcelona, encontró unas bolitas inicialmente pensadas para la confección de rosarios, pero que le dieron al escultor, la respuesta a la incógnita que estaba tratando de resolver.

Las bolitas, las cuentas de rosario, serían las estructuras esféricas, unidas por ejes, y en torno a las cuales pivotarían el resto de piezas anatómicas previamente creadas por el artista. De ese modo se conseguiría crear una articulación única que a día de hoy, cuarenta años más tarde, aún no ha sido superada por ningún otro muñeco articulado.

Alfonso Díaz siguió colaborando con las casas Madel y Exin, y confeccionando algunos de los accesorios más destacables del muñeco como las cartucheras, cascos, prismáticos, o las características botas de la gran mayoría de los modelos.

Años más tarde, el taller familiar en el que Alfonso imaginó, diseñó y creó innumerables obras, sufrió un lamentable accidente en el que se perdió gran parte de su trabajo, así como los bocetos gráficos que el artista había realizado de la articulación del Madelman y demás diseños de su anatomía. Sólo una oxidada caja de galletas pudo ser recuperada y en la cual se hallaban los primeros prototipos realizados en aquel verano del 66, y que sin duda, nos sirven como testimonio de que Alfonso fue, junto con los impulsores del proyecto, el inventor del Madelman.

Lluis Bargalló

Nació en Barcelona y a los 17 años inició su trayectoria profesional junto a reconocidos dibujantes publicitarios de la época. A sus 20 años formaba parte del taller de la Cúpula del Gran Teatre del Liceu, colaborando como pintor y escenógrafo.

Trabajó para las agencias publicitarias más destacadas de la época de Barcelona, Madrid y París.

Durante más de veinte años fue el ilustrador de las cajas de Scalextric, Ibertren, Tente y Madelman, otorgándoles a todos esos juguetes una formidable estética que las han convertido en la actualidad en auténticas piezas de coleccionista.

Inicialmente la casa Exin había encargado las ilustraciones de las cajas a la agencia Reclamo en la que Lluis Bargalló trabajaba como director de arte, pero un día, Josep Maria Arnau le lanzó la propuesta de que se ocupase personalmente de las ilustraciones trabajando desde la propia casa Exin. Lluis vendió su participación como socio de Reclamo y desde entonces se dedicó a lo que realmente le gustaba, ilustrar sin la necesidad de mandar a ningún equipo artístico y disfrutar plenamente de su trabajo.

El proceso de elaboración de la ilustración de cada caja se iniciaba en el momento en el que el departamento de producción tenía un modelo listo, a partir de ahí se lo presentaban y él empezaba a ilustrar según la indumentaria y los complementos de cada nuevo Madelman. Arnau le tenía en gran consideración y le hacía asistir a todas las reuniones para tener su opinión en cuenta.

Gran parte de la documentación que Bargalló utilizó para sus ilustraciones se la proporcionaba un amigo suyo que trabajaba en el cine y que era propietario de una tienda en la calle Aribau de Barcelona, de ahí el parecido de los personajes ilustrados en las cajas con algún que otro actor de Hollywood.

En la segunda época de Madelman Lluis Bargalló continuó ilustrando las cajas -no hay que olvidar que fue en esa época cuando aparecieron los muñecos femeninos-. En líneas generales la relación entre Bargalló y Arnau fue excelente, pero debido al recato del señor Arnau, Bargalló tuvo que subir algún escote y alargar alguna que otra falda.

Las ilustraciones de las cajas de Madelman, fueron espectaculares por su estilo suelto, de ejecución efectista y que a través de su realismo transmitían la verdadera esencia para la que fueron concebidos los Madelman; la acción sin límite que hacía honor a su eslogan de lanzamiento: “Los Madelman lo pueden todo”.

En mi caso, llegué a tener más de una docena de Madelman que desgraciadamente perecieron en las innumerables misiones en las que les hice participar. De modo que mi colección particular de Madelman se limita a una caja intacta del pirata que me regaló mi mujer hace ya un buen puñado de años, y de uno que adquirí por internet del ejército de tierra y al que vestí de aventurero para que me acompañase en mis viajes (confieso que soy uno de esos frikis que viajo con un Madelman y que le hago fotos en los lugares más insospechados). Ah!... y como no... también me compré las reproducciones más que aceptables que Altaya reedito en el año 2003.

Les dejo con algunos de los anuncios de televisión de Madelman, y con un agradecimiento extremo hacia Pedro Lozano Crespo, José Gracia y José Maria Padilla, auténticos coleccionistas Madelman que han aportado gran cantidad de documentación. También al Capitan Madelman y al Profesor Quatermass por los anuncios, y muy especialmente a Manuela Díaz Guillem, hija de Alfonso Díaz Alarcón y que ha puesto a disposición de los madelmaníacos las imágenes de los prototipos que realizó su padre.



Relación de las imágenes: 1) Logotipo Madelman. 2) Formatos de cajas. Imagen extraída del catálogo Madelman de 1975. 3) Cajas de los primeros Madelman comercializados en las navidades de 1968, y caja del Madelman astronauta vendido en subasta en el año 2007 por 3.210 €. 4) Primer anuncio publicitario realizado para los Madelman y que apareció en diversas revistas del sector juguetero en diciembre de 1968. 5) Portada y contraportada del catálogo Madelman de 1975. 6) Alfonso Díaz Alarcón. 7) Prototipos creados por Alfonso Díaz Alarcón para los muñecos Madelman y sus articulaciones. 8) Lluis Bargalló. 9) Imágenes de algunas cajas ilustradas por lluis Bargalló y extraidas del catálogo Madelman de 1975. 10) Colección particular.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Chuletas, exámenes y copiotas

Ayer mi hijo salió de la escuela algo más pronto de lo normal, así que antes de ir hacia casa, decidió pasar a buscarme por mi estudio. Le gusta merendar conmigo y contemplar como dibujo. Dice que será dibujante como yo. Vaya... que no voy a conseguir hacer de él un hombre de provecho.

—Qué tal te ha ido el examen? —Le pregunté.

Los adolescentes rara vez responden con un “bien” o con un “mal”... o con un “si”, o un “no”, y mira que acostumbran a ser monosilábicos en general, pero ante preguntas que requieren un monosílabo como respuesta, se limitan a poner cara de como que la cosa no va con ellos.

—Te pregunto que qué tal te ha ido el examen.
—OooOh... Bueno... No era un examen, era un control que no hace media con la nota de final del trimestre.
—Vaya... que te ha ido mal.
—No que va!... al Ferrán le ha ido mal, pero a mi no. Y eso que él ha contestado todas las preguntas.

Llega un momento en el que un padre no sabe si su hijo le está tomando el pelo, o si sencillamente es que en el reparto genético sólo el padre ha tenido influencia sobre el nuevo ser y su madre se ha limitado a parir, pero no ha repartido ni una sola de sus neuronas.

—Vamos a ver hijo... eso quiere decir que tu no has contestado todas las preguntas... Y al Ferràn... le ha ido peor que las ha contestado todas?
—Bueno... es que algunas se las ha inventado... y eso.
—Entonces... las que has contestado tu... Estaban bien?
—No todas, me he inventado alguna.

Imagino que un hijo detecta cuando un padre está a punto de pasar de morderse los labios a la fase siguiente y que consiste en morderles a ellos un ojo, así que inmediatamente tratan de poner enmienda al asunto.

—Pero vaya... tranquilo papá, que me ha ido bien. Eh?
—... Bien?
—De lujo, de veras.

El caso es que ayer fue uno de esos días de conversación paterno-filial. Dejé el lápiz sobre la mesa de dibujo, me quité las gafas y me recliné sobre el respaldo de mi asiento. Él ya ponía esa cara de estar pensando: “Vaya... hoy es uno de esos días de conversación paterno-filial”, así que se acomodó en la silla, cruzó las piernas y me miró con expresión de: “Dime papá... que yo te escucho”.

—Verás hijo. Tienes que hacer lo posible para prepararte bien para el futuro. Pronto vas a tener que empezar a decidir qué quieres hacer y para ello vas a necesitar una buena media en tus notas, o de lo contrario... terminarás dedicándote a una mierda de trabajo de esos en los que uno no sirve para nada... qué se yo... ministro o algo así. Debes esforzarte para intentar conseguir un empleo que sea productivo y que por encima de todo te haga feliz. Entiendes.
—Si claro... entiendo.
—Entonces? Qué piensas hacer para mejorar tus notas?
—Mmmmm... verás. Hoy Ferràn y yo hemos visto en E-Bay un reloj que mola. Tu escribes con el Word el temario que entra en el examen y a través de USB lo pasas al reloj, y en el examen... lo puedes utilizar como chuleta.

Total... que uno ya no sabe si los hijos son absolutamente idiotas o si su sentido práctico está por encima de todo límite. Lo que está claro es que la decisión que había tomado mi hijo estaba clara; antes que estudiar... gastarse 35 Euros y comprarse el reloj chuleta.

Inevitablemente me remonté a mi época de estudiante y recordé que en aquellos años 70’s las chuletas –rudimentarias en ésa época- eran el pan nuestro de cada día. Por lo menos yo recuerdo pocos exámenes a los que me presentase sin chuleta, que además, había sido cocinada durante la noche anterior y a toda prisa en un último intento de hacer cualquier cosa para conseguir una nota decente, ya que de estudiar, en mi caso... nada de nada.

Vale... hay quien dice que no ha hecho nunca chuletas ni ha copiado jamás en los exámenes. Conozco a algunos, pero son los mismos que no se han pillado nunca un buen pedo, que no fuman y que no dicen tacos; es decir... personas que sin duda tendrán inconfesables vicios aún peores y que a día de hoy han llegado a ser beatos clérigos, banqueros o ministros, o sea... parásitos absolutamente inútiles; que de todo tiene que haber.

Desengañémonos, las personas sanas suelen tener cientos de vicios, confesables la mayoría de ellos, pero... líbreme Dios de los castos ya que de ellos será el reino de los cielos. Un reino lleno de vicio insano... seguro.

Obviamente las chuletas son anteriores a los 70’s. No fuimos los de esa generación los que inventamos el método que ha dado al mundo a médicos, abogados, psicólogos, historiadores, periodistas, etc, con una formación más bien escasa, pero con un elevado grado de habilidad a la hora de deslizar la mirada –sin ser vistos- sobre un minúsculo pedazo de papel repleto hasta reventar de ínfimas letritas. No obstante, y a pesar de no haber sido los creadores del método, fuimos la última generación que utilizó hasta la saciedad las más rústicas formas de chuletas. Más tarde, justamente en la generación posterior, la chuleta de toda la vida se empezó a convertir en un elemento tecnológico al que podríamos denominar: la chuleta 2.0. Pero sin duda, la gracia, la tenían esas chuletas prehistóricas y setenteras que a continuación, pasaremos a enumerar:


La tatoo chuleta

En los 70’s llevar un tatuaje era símbolo exclusivo de reclusos, de legionarios, o de prostitutas que superaban los cincuenta años; no como en la actualidad que se ha convertido en un elemento imprescindible estampado en las pieles de futbolistas y modelos, y por extensión, de cualquiera que quiera ir “a la moda”. El tatoo ha pasado de ser algo sintomático de personas de barrio, a ser de lo más fashion de la muerte.

Así que en aquella época, cuando uno de nosotros llevaba un tatoo, de lo que se trataba en realidad, era de la fórmula de una ecuación de segundo grado escrita con boli, o en la palma de la mano, o en los muslos de aquellas compañeras de clase con las que siempre queríamos sentarnos en un día de examen, y no para copiar, sino para verles el muslamen cada vez que arremangaban su falda para echar una miradita a su tatoo chuleta. Cualquiera se concentraba en las respuestas con semejante paisaje.

La tatoo chuleta en la palma de la mano tenía un inconveniente insalvable, y era que debido a los nervios ante la posibilidad de ser pillado por el profe, la presencia a nuestro lado de la compañera mostrándonos cacha, y la incapacidad nuestra por haber aprendido de memoria una sola respuesta del examen, las manos empezaban a sudar y cualquier apunte tomado en ellas se convertía en inteligible, con lo cual debíamos pasar al plan B, que era el de mirar las piernas de la compañera apartando de nuestra mente cualquier pensamiento impuro y tratando, única y exclusivamente, de leer las respuestas escritas en ellas. Lo bueno era que podíamos pedirle a nuestra vecina que se subiese la falda para echar un vistazo, sin recibir un tortazo a cambio. O eso, o presentarnos con falda en clase, algo que hubiese puesto en entredicho nuestra virilidad, a excepción dada de los Erasmus que pudiesen venir de Escocia; cosa que en aquellos tiempos, creo que ni existía.

La chuleta tradicional

El papelito minúsculo lleno de letras más minúsculas todavía y que dio lugar a una generación de miopes que forzamos la vista sobre nuestras chuletas y sobre los muslos de nuestras compañeras.

Este tipo de chuleta era bastante genial ya que era perfectamente camufable en la palma de la mano o pegada con cinta adhesiva a la parte trasera de la calculadora (en los exámenes de mates o de física... claro está). Ofrecía además la ventaja de ser una chuleta solidaria; es decir... que cuando uno ya había sacado todo su provecho de ella, la podía pasar a cualquier compañero cercano para que la aprovechase también, y no solo eso, terminado el examen la podías vender o prestar a cambio de algún cromo del álbum de Star Wars.

Cabe destacar que era necesaria una especial habilidad para sacarla del bolsillo, esconderla estratégicamente y utilizarla sin ser visto. Todo un subidón de adrenalina.


La chuleta pergamino

Aquí ya empezábamos a sofisticarnos. Existía “la chuleta pergamino simple” que consistía en un papel alargado en su verticalidad, repleto de información de arriba a abajo y enrollado con esmero de modo que quedase muy apretadito. En un examen podías desenrollar la chuleta sobre la palma de la mano, y ante la presencia cercana del profe, la soltabas y ella sola volvía a enrollarse convirtiéndose en invisible. Era necesaria cierta pericia, pero nada que no se consiguiese empleando un buen tiempo en hacer prácticas. Seguro que era mejor practicar el enrolle y desenrolle de la chuleta antes que utilizar ese tiempo en el tedioso menester del estudio.

La otra variedad era “la chuleta pergamino doble”, y se trataba del mismo principio, pero con un alto grado de sofisticación. Consistía en un papel alargado también, pero enrollado desde sus dos extremos hacia el centro y formando dos cilindros yuxtapuestos y atados con un hilo que pasaba por el interior de los dos cilindros, que los mantenía unidos y que permitía que con los dedos pulgar e índice, uno de los cilindros se pudiese deslizar sobre el otro; es decir, que podíamos acceder a toda la información de la chuleta sin necesidad de desenrollarla, sino deslizándola en una técnica parecida a la empleada en las viejas películas del Cine Nic.


El boli Bic tallado

Gran chuleta que demostraba que los de la generación de los 70’s ya estábamos por la labor de ser hombres de futuro capaces de estrujar nuestras meninges en una técnica que combinaba a la perfección el morro más absoluto, con la paciencia y, por qué no decirlo... con el propio arte.

Se trataba de tallar el boli en toda su longitud y por todas sus caras con respuestas susceptibles de aparecer en un examen, para ello se utilizaba la punta de un compás y un esmero artesanal que convertía al famoso boli Bic en un pozo de ciencia y sabiduría, a la par que en una auténtica y genuina obra de arte.

Existía una variante más cutre que se basaba en el principio de “este boli es mío”. No eran pocos los que escribían su nombre en un papelito y lo colocaban en el interior del boli Bic, enrollado en el plástico de la mina y protegido por el canuto que le servía de cuerpo al boli; cuerpo que se utilizaba también como cerbatana con la cual arrojar granos de arroz. Eso permitía que todo el mundo supiera quien era el propietario de ese boli (únicamente válido para el Bic cristal, ya que el Bic naranja tenía el cuerpo opaco). De manera que bajo ese mismo principio, algunos aprovechaban la época de exámenes para escribir en el papelito que antaño llevó su nombre, la lista de los reyes Godos o similar, pero como digo... era muy, pero que muy cutre.

Y ya para terminar con las chuletas rústicas, nos encontrábamos con la típica que utilizaban los que nunca hacían chuletas:

El libro

Mucho más cutre y peregrina que el papelito en el interior del boli Bic, ya que consistía en ir al examen lo suficientemente preparado como para no tener que copiar, pero a la hora de la verdad... convertirse en simples mortales tratando de abrir el libro mediante numerosas técnicas: o bien colocándolo torpemente sobre el regazo, o sacándolo disimuladamente del cajón, o dejándolo en el suelo y tratando de abrirlo con la punta del pie. Los que utilizaban esta técnica siempre eran descubiertos tarde o temprano por razones obvias: el libro era demasiado grande, nada comparado con los trabajos de miniaturista que hacíamos los expertos, así que su escasa manejabilidad terminaba por delatar a los infractores tras la estrepitosa caída del libro al suelo, o peor aún, por culpa del clamoroso “Clap!” que se escuchaba cuando alguien intentaba cerrarlo de golpe cada vez que se acercaba el profe.

Ya en los ochenta empezó a aparecer la imparable tecnología y a hacerse un importante hueco en el mundo de las chuletas. Un ejemplo claro fue el pinganillo espía, o el boli con chuleta extensible incorporada. Y a día de hoy el reloj MP4 que permite cargar, por medio de un cable USB, imágenes, música, videos y como no... textos, o lo que es lo mismo, poderosas chuletas que nos llevan a la ciencia ficción.

Vaya si las hubiésemos tenido nosotros!

El caso es que no voy a darle los 35 Euros a mi hijo para que se compre el reloj en E-Bay, así que si quiere aprobar sus exámenes... deberá echar mano del cascoporro de chuletas rústicas que he listado en esta entrada, o dedicarse a estudiar.

Aunque bien pensado... me gustaría que mi hijo fuese de esos que tiene vicios perfectamente confesables.

Finalizo esta entrada con una imagen de Sarah Palin. Mujer nacida en el año 1964 y que en el 2008 fue anunciada como la candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos por el partido republicano. Una mujer de su tiempo y de la generación de los chuleteros rústicos por excelencia que prescindíamos de artilugios mecánicos o digitales del estilo de la chuleta 2.0 y que mostró a todo el mundo cómo se debe hacer una chuleta como Dios manda aún y viviendo en la era de los pinganillos, los cue y demás cachivaches.

Lamentablemente, y quizá por eso de que es republicana, optó por la opción más conservadora y no sé si se le borró con el sudor de la palma de la mano o no, pero sus aspiraciones políticas se vieron frustradas, a pesar de que por lo visto, amenaza con volver.

Seguro que esta chica, aún y con chuletas en sus discursos y ruedas de prensa... fue una estudiante con notas brillantes y que no copiaba en los exámenes. De ahí que no haya tenido más remedio que dedicarse a una labor tan poco productiva como la política.

sábado, 30 de octubre de 2010

La Pantera Rosa

Todo empezó porque Blake Edwards, el director del film de “La Pantera Rosa” necesitaba algo original para los títulos de crédito de su película protagonizada por Peter Sellers, y que trataba de un ladrón de joyas que deseaba hacerse con un valiosísimo diamante cuyo nombre era el que le daba el título al film. El actor Peter Sellers, encarnando a un torpe inspector, tenía la misión de recuperar la joya en la que fue una divertida comedia que dio lugar a varias secuelas que tuvieron un éxito más bien regular.

Entre cientos de bocetos realizados por varios dibujantes y diferentes estudios, Blake Edwards decidió que el personaje que encabezaría la película en sus créditos, sería la que posteriormente iba a convertirse en una estrella a nivel internacional y que fue creada por un veterano de la industria de la animación en USA, Isador “Friz” Freleng, un gran ilustrador y animador con un estilo sencillo, elegante y un peculiar sentido del humor.

La película se estrenó en el año 1963, y quizá nadie la recordaría de no ser precisamente por eso, por el personaje que abría los créditos y que causó gran impacto entre los espectadores.

Blake Edwards decidió llevar al personaje de La Pantera Rosa más allá del que fue su cometido inicial, de modo que realizó un corto titulado “The Pink Phink” que fue galardonado en 1964 con un Oscar de la academia y que sirvió de episodio piloto a la que posteriormente sería una exitosa serie de animación con cortos de aproximadamente 6 minutos y que se emitió desde 1964 hasta 1980 en un total de 124 capítulos. También recibió una nominación al Oscar el inolvidable tema musical de la serie creado por Henry Mancini, todo un clásico.

Durante los 70’s, en España, pudimos disfrutar de los episodios de este personaje con un toque británico, un andar peculiar, una elegancia exquisita y un humor que nos dejaba boquiabiertos todos los domingos por la tarde frente al televisor. El que fue conocido como “El Show de la Pantera Rosa” se convirtió en líder de audiencia en esos tiempos en los que únicamente habían un par de cadenas de televisión y en el que niños y mayores lo pasamos en grande con sus aventuras. En su Show, a la Pantera le acompañaban otros personajes tales como El inspector Clouseau y su ayudante Dodo, el oso hormiguero y la hormiga, pero el que sin duda se convirtió también en imprescindible fue el hombrecillo blanco que acompañaba a la pantera en muchos de sus episodios, y que reaccionaba coléricamente ante la flema de la protagonista.

Como anécdota personal les contaré que durante los años 1993 y 1994 tuve la posibilidad de trabajar con Art Leonardi, uno de los animadores principales de La Pantera Rosa en su época, y posteriormente director de animación de la serie en la que ambos coincidimos, concretamente “Problem Child” producida por Universal Pictures. Dicha serie constó de dos temporadas, pero Art Leonardi, otros animadores y yo, participamos únicamente en la primera de ellas compuesta por 13 episodios; imagino que en la segunda temporada trabajaron otros, pero fuimos muchos los que no pudimos soportar ni un instante más la tiranía del productor con el que nos tocó dejarnos las pestañas sobre nuestros tableros de animación. Una lástima, ya que Art Leonardi, aparte de ser una leyenda viva del mundo de la animación, fue un buen compañero de trabajo y un cuidadoso profesional que preparó unos detallados cuadernos de producción para unificar los estilos de todos los dibujantes que participamos en aquella producción. Lamentablemente, a Art y a mi, nos tocó coincidir en un proyecto en el que, al parecer, al productor tan solo le interesaba meternos prisa para terminar con aquello lo antes posible, Así que sin perder el ánimo... nos fuimos a animar a otra parte.

Les dejo con el episodio piloto y primer capítulo de la serie “La Pantera Rosa".

Adjunto también la intro y el ending que, sin duda recordarán, de “El Show de La Pantera Rosa”.

Y para terminar, un video en el que Art Leonardi realiza algunos bocetos del personaje que a día de hoy, sigue siendo considerado como la protagonista de una de las mejores series de animación.

Disfruten de los videos ;-)





viernes, 29 de octubre de 2010

El Hombre y la Tierra

Los programas de Félix Rodríguez de la Fuente fueron obra de referencia para el resto de documentales de la naturaleza que se crearon posteriormente en España y en el extranjero, e inauguró una nueva fórmula documental. Félix fue, sin duda, un pionero en este género de programas que a día de hoy, y con tanta oferta televisiva, parecen pasar desapercibidos por la audiencia, aunque eso si... los documentales de animales y de la naturaleza en general son ese tipo de programas que todo el mundo dice que ve, pero que en realidad... nadie mira.

Entendamos que en la década de los setenta, la televisión no se trataba única y exclusivamente de un divertimento, sino que además, cumplía una función pedagógica y formativa debido a que era un modo eficaz de introducir información en los hogares de todos los españoles; amén de contarnos constantemente las excelencias del régimen y de tratar de manipular nuestras mentes para que no cayésemos en actos de sublevación o rebeldía ante lo que era una estricta dictadura. Actualmente cualquier persona con un mínimo de sentido crítico, capaz de acercarse a buena documentación, puede acceder a cualquier tipo de conocimiento a través de gran cantidad de medios, así pues, la televisión, ha pasado a convertirse en una “válvula de escape”, en ese aparato “antiestrés” que encendemos cuando llegamos a casa después de una jornada de trabajo y en la que la vida, las idas y venidas de una mujer del barrio de San Blas y madre de la hija de un torero, se convierte en el opio del pueblo; puesto que para documentarnos, o volvernos más sabios, ya tenemos internet y las enciclopedias online.

También hay que decir que no estaría de más que las televisiones tratasen de transmitir algún tipo de información amena a través de algún sistema más o menos entretenido; sin ir más lejos... el otro día, en un reality en horario Prime Time, pude ver como a una joven de unos 25 años -a la que la cultura le pasó un día de largo- se le entregaba una fotografía de la catedral de Notre Dame y ella exclamaba: “Esto... esto es la Torre Infiel!”. Seguro que de “la princesa del pueblo” antes mencionada que insiste en que su hija se coma el pollo... se sabe toda su vida, “obra”... y milagros. De modo que estaría bien pedirles a los “personajes” que aparecen constantemente por los programas actuales, que transmitiesen algo más que lo fácil que resulta hacerse famos@ por el mero hecho de echar un polvo.

En la línea de ese tipo de programas que de un modo divertido intentan hacernos tomar interés por temas serios, está el programa que desde el pasado domingo 3 de octubre puedo disfrutar en compañía de mis hijos. Me refiero al programa de CuatroFrank de la jungla”. Me río con ese tipo que gasta una considerable mala leche con los dos técnicos que le acompañan en sus aventuras selváticas y que “aparentemente” se la juega en cada programa manipulando cocodrilos o venenosas serpientes como si se tratasen de inofensivas criaturas.

Frank Cuesta fue una joven promesa del tenis español que tras un accidente de moto pasó a convertirse en entrenador y en descubridor de talentos como: Pete Sampras o Andre Agassi. La academia de tenis profesional, de la cual formaba parte, le mandó a Tailandia, se enamoró del país y además de seguir entrenando a futuros aspirantes a tenistas, se apasionó por los animales y se dedicó a su estudio y observación.

Se pueden contar por decenas la cantidad de programas documentales en los que un presentador, más o menos carismático, nos hace de guía a los telespectadores a través de sus incursiones por territorios angostos poblados de fauna curiosa, cuando no... peligrosa, pero Frank Cuesta rompe un poco con el estereotipo de aventurero que se nos ha presentado hasta ahora vestido de explorador safari, seudo-Indiana Jhones o similar. El loco de Frank se nos presenta con ropa cómoda, como de estar por casa, con gorra de tenis, calzando unos Crocs de color naranja y con una mochila de Barrio Sésamo en la cual guarda algunos antídotos para el veneno de las serpientes, una linterna y poca cosa más.

Como digo, me río y me divierto, y me encanta contemplar como mis hijos se ríen y se divierten, pero en esta incombustible fórmula televisiva que combina la fragilidad del hombre en constante jaque con la impredecible naturaleza, nosotros, los de mi generación... ya tuvimos a nuestro aventurero particular durante los 70’s. Nuestro Frank de entonces fue Félix Rodríguez de la Fuente y aunque no parecía estar tan loco, ni ser tan divertido, nadie puede negar el valor documental que sus programas tuvieron en aquella época en la que por primera vez supimos de la existencia de animales como el lirón careto, el águila perdicera, o el... abejaruco, entre muchos otros.

El hombre y la tierra fue una serie que debutó en RTVE en 1974 y que se mantuvo en antena hasta el año 1980. Constó de tres partes y de una cuarta inconclusa debido al mortal accidente de avioneta, que el 14 de marzo de 1980 sesgó la vida de Félix, la del piloto, la de un cámara de Televisión española y la de su ayudante. Todos ellos se encontraban sobrevolando el círculo polar ártico para filmar la carrera de trineos tirados por perros esquimales más importante del mundo. Dicen... que en el momento de iniciar el vuelo, Félix decidió cambiar de avioneta ya que la que usaba la mayor parte del equipo técnico había sufrido una pequeña pérdida de aceite. Instantes antes de subir a la nueva avioneta que le costaría la vida, Félix contempló el maravilloso paisaje que le rodeaba y exclamó: “Que lugar más hermoso para morir”.

Sé que es viernes y que debería insertar un tema musical en la entrada, pero lamentablemente... no se me ocurre otro que el infumable “Amigo Félix” que en homenaje a su desaparición nos interpretaron hasta el hartazgo el dúo Enrique y Ana. Como les quiero bien y no quiero que sufran más torturas que las justas y necesarias, me abstengo de adjuntarles el tema, así que en su lugar, les dejo con la cabecera que daba paso a los fabulosos documentales de “El hombre y la tierra”.

Feliz weekend.

jueves, 21 de octubre de 2010

El Ford Galaxie de Rico, y el "Chilofiu Ye-Ye-Ye"

Dicen los expertos que el ser humano empieza a conservar recuerdos a partir de los 4 o 5 años de edad.

Es decir, que según esa docta teoría, yo no debería acordarme ahora ni por un instante del maravilloso Ford Galaxie que la casa Rico lanzó al mercado en la campaña de Navidad de 1965. No debería recordarlo ya que por entonces yo tenía 1 año, así que no debería recordar ni que mis padres me lo regalaron, ni que aluciné en colores cuando ese prodigio de casi 50 centímetros de hojalata litografiada empezó a moverse tras accionar un botón y a entonar, a través de un altavoz en su asiento trasero, algo parecido al “She loves you” (1963) de los Beatles. Tampoco debería recordar que en su interior, y tocando diversos instrumentos musicales, se hallaban unas figurillas de goma que pretendían (y conseguían) parecerse a los integrantes de la banda de Liverpool más popular de la época. Y obviamente no debería recordar esos diseños de flores, notas musicales y demás adornos psicodélicos que el coche tenía estampados, y que inducían subliminalmente a los de mi generación al consumo compulsivo de psicotrópicos.

Pues mira por donde... lo recuerdo, a pesar de la opinión de los expertos recuerdo perfectamente ese coche que fue uno de los mejores con los que la localidad de Ibi, en Alicante, consiguió hacer las delicias de un buen puñado de críos que pudimos disfrutar de un juguete que hoy en día está considerado como una auténtica joya de coleccionista.

No, lamentablemente no forma parte de mi colección particular, pero... ando tras él, y eso únicamente significa que tarde o temprano podré volver a accionar ese botón y revivir esos recuerdos que conservo de mi primer año de vida pese a la estadística que se empecina en decirme que dichos recuerdos no existen. Qué sabrá ella?

La casa Rico tuvo un buen ojo comercial al lanzar el juguete haciéndolo coincidir con los conciertos que los Beatles dieron en España en el año 1965 y en plena dictadura franquista. Sus actuaciones en Madrid y en Barcelona, cerrando su gira europea, no estuvieron exentas de gran polémica y de numerosos intentos del régimen por tratar de restarle importancia a un fenómeno musical imparable, y con el fin de que los fans no se mostrasen demasiado eufóricos ante unos melenudos transgresores que eran un pésimo ejemplo para la juventud española del momento, que al parecer... debía mostrarse al mundo como un prodigio de virtudes.

El inconveniente con el que se encontraron los fabricantes del Ford Galaxie fue el pago de derechos de propiedad al intentar comercializar el juguete utilizando el nombre de la banda, así que en su lugar, nos fue presentado como el “Ford galaxie de los Ye-Yes”, evitando así el consiguiente sablazo y dándonos absolutamente igual a los críos, ya que nadie nos podía negar que John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr se hallaban en el interior de ese vehículo jugando con nosotros en el salón de casa. Algo que nunca harían los Rolling Stones y que marco los inicios de las irreconciliables diferencias entre fans de unos y de otros; algo parecido a lo que sucede entre seguidores del Barça y del Real Madrid, o más en mi línea –debido a que el fútbol me importa un bledo- entre usuatrios de PC o de Macintosh (PC de toda la vida. Dónde va a parar... el Mac es para pijos!)

Así pues, el Ford galaxie de los Ye-Yes fue un juguete inigualable. Uno de los que voy persiguiendo y que algún día adquiriré en buen estado, ya que a pesar de no poder guardar recuerdos de esa primera infancia... se ha mantenido fielmente grabado en mi memoria.

Les dejo con una pequeña dosis de lo que fue la actuación de los Beatles en España en el 1965; actuación que al ver el video me he enterado que la presentó Torrebruno. Vamos... que me dicen a mi que Torrebruno se encargó de “amenizar” el acto, sin verlo con mis propios ojos, y no me lo creo. Que es que me pinchan y no me sacan una sola gota de sangre!

Les dejo también un video del “Chilofiu Ye-Ye-Ye” que así era como lo pronunciaban los fans españoles en aquellos tiempos en los que aquí ni Dios hablaba inglés; claro... teniendo en cuenta que “por su gracia” Franco fue caudillo... Hasta Dios era español!



jueves, 7 de octubre de 2010

Ana, la rana

Los domingos que no se salía al campo o a la playa y nos quedábamos en casa, mis padres y yo salíamos a dar una vuelta por ahí; paseábamos por las Ramblas, o íbamos al rompeolas, o caminábamos por los jardines de Montjuic, o nos íbamos al Mercat de Sant Antoni en el que los domingos se instalaban (y se instalan) los libreros de antiguo y de nuevo, y además de cambiar cromos “repes”, siempre conseguía arrancarles algún tebeo a mis padres y regresar a casa la mar de contento con mi adquisición.

Los domingos eran fantásticos. No había escuela y mi madre me dejaba remolonear en la cama, o lo que era más divertido aún, papá o mamá me llamaban desde su habitación y me invitaba a compartir un buen rato de cosquillas y juegos con ellos hasta que tocaba levantarse para iniciar una jornada tranquila y sin prisas.

Aún recuerdo lo mucho que me gustaba asomarme al balcón mientras ellos se arreglaban y contemplar como en los balcones de los vecinos también era domingo. La actividad en las demás casas no tenía nada que ver con los días normales y se respiraba calma por todas partes.

De regreso a casa tras el paseo, entrábamos en la pastelería y comprábamos un tortel de nata o un brazo de gitano de trufa o de crema catalana, lo que fuese, pero sin duda un buen postre para la sobremesa. Lo malo, lo que empezó a convertir en insufribles esos domingos era el momento previo a la comida... el aperitivo. Entrante exclusivo de los domingos que destacaban por la inusitada afición de ofrecer dicho manjar que marcaba la diferencia entre los días normales en los que cuando uno se sentaba a la mesa se encontraba directamente con el plato de sopa y las albóndigas, o con la verdura y las croquetas, o con lo que fuese, y los domingos en los que el “aperitivo”, parecía ser que era lo mejor para la jornada festiva y para arruinarme a mi un domingo que se me prometía como mágico, pero nada... ahí estaba invariablemente el maldito ágape.

No me disgustaban los berberechos con esa salsa de tabasco que preparaba mi padre. Tampoco les hacía ascos a las patatas fritas ni a las cortezas, ni al fuet, pero en el aperitivo... algo que no faltaba nunca jamás, eran las dichosas aceitunas con hueso. En realidad hasta más adelante no supe que las aceitunas eran deliciosas, sencillamente... no las había probado nunca, pero lo que me daba un asco terrible, y me lo siguen dando... son esos huesos de oliva que después de pasearse por las bocas de los comensales, después de haber sido literalmente roídos por los dientes ansiosos de llevarse hasta la última pizca de aceituna aprovechable, se quedaban ahí, sobre la mesa, cerca de los platos, de los vasos, e incluso algunos, los que rodaban un poco por haber sido lanzados con un ímpetu más allá de lo normal... se acercaban peligrosamente al pan o peor aún, en el más repugnante de los casos... llegaban a tocarlo.

Lo tremendo era que no había nada que hacer: si se me ocurría apartar un hueso de oliva con el tenedor tenía que pedirle a mi madre que me lo cambiase, lo mismo sucedía si lo apartaba con cualquier otro cubierto o con la servilleta. Es más... si alguna vez se me había ocurrido dispararlo de mi lado dándole un golpe con mi dedo índice, como si de una canica se tratase, no había posibilidad alguna de cambiarme el dedo, y eso era lo peor. Mi yaya Lola me lavaba la mano con agua y jabón, pero yo me pasaba el resto del día de fiesta olfateándome la punta del dedo, notando el olor del hueso de aceituna y aterrado solo de pensar que ese asqueroso aroma permanecería allí para los restos.

Ni que decir tiene que eso era considerado por mis padres como “una manía”, así que no dando crédito a lo exagerado de mis reacciones ante los huesos de aceituna, se divertían acercando las semillas devoradas lo más posible a mi plato, y ante mi expresión de no saber demasiado bien dónde meterme, se lo pasaban en grande hasta el punto de que la noticia –la manía del nene- se extendió por todo el resto de la familia: tíos, tías, primos, primas e incluso amigos íntimos. Nadie se puede llegar a imaginar la gran cantidad de huesos de oliva que podían llegar a amontonarse junto a mi plato los domingos que venían invitados a comer a casa.

El colmo llegaba en esos domingos en los que yo estaba en la mesa sentado comiendo mis patatas fritas, y distraído mirando la tele no me daba cuenta de que el resto de los comensales ya andaban haciendo de las suyas.

—Huy!... Qué es eso que tienes en el plato? —me preguntaba alguien.

Inocente de mi miraba, y me encontraba con los restos de aceituna, que en fila y como si de un acto de peregrinación se tratara, se desperdigaban por la mesa desde el plato que contenía las aceitunas hasta el mío, arruinándome, como no... el pollo con salsa que con tanta dedicación había preparado mi yaya. Evidentemente yo ponía esa cara de no saber dónde meterme que tanta gracia les hacía, y conseguía un nada deseado éxito despertando las risas y carcajadas de los presentes que parecía que estuviesen asistiendo a una tarde de circo en la plaza de toros de la Monumental.

Esos domingos de tranquilidad, de paz, de tomarse la vida sin prisas y de salir a pasear, pasaron a convertirse en el día más indeseable de la semana. Ese momento de remolonear en la cama por las mañanas, pasó a ser un infierno en el que la hora de la comida se acercaba, y con ella... el aperitivo, y con él... las aceitunas. Afortunadamente, y con el tiempo, mi madre se percató de que “la gracia” me llevaba a no probar bocado, y aunque en época de escasez ya estaba bien eso de que alguien comiese más bien poco en casa, no era plan de torturarme con semejante bobada. Así que un día entró en casa la fabulosa “rana de cerámica para huesos de aceituna”, presente en todos los hogares de los años 70 y un portento del ingenio humano que inventó, sin duda, alguien a quien de pequeño se le sometió a algún tipo de calvario similar al mío, y que como resultado de su trauma dedicó gran parte de su vida a desarrollar un recipiente que sería colocado en la mesa, y en el cual, todo el mundo dejaría los huesos de aceituna sin someter a presión psicológica a ningún menor. Ignoro el nombre de su inventor y desconozco el por qué el objeto en cuestión tenía que ser una rana, pero en cualquier caso, no hubiese estado de más concederle algún premio Nobel o similar; total... se lo dan a cualquiera...

Parecía que mis días de suplicio habían pasado ya. Me reencontré de nuevo con esa bonita sensación de despertar un día por la mañana con una sonrisa tonta dibujada al darme cuenta de que era domingo, de que no había prisa y de que iría a pasear con mis padres y a comprar un Tebeo y un tortel, o un brazo de gitano. Mi aversión estaba protegida por la rana Ana (así le llamábamos en casa), y ya no había nada por lo que temer, pero... nunca las cosas son tan sencillas como parecen. El domingo que vinieron unos primos del pueblo a comer a casa la rana Ana pasó de ser un simple recipiente en el que depositar los huesos de oliva, a convertirse en un lugar donde encestarlos, y claro, el gilipollas de mi primo Javier (un primo al que por fortuna, solo he visto en un par de ocasiones en mi vida), no era precisamente muy diestro en el deporte de la canasta, así que los huesos que hasta entonces me habían torturado cerca del plato, pasaron a hacerlo en el interior del mismo.

Una lamentable tragedia. Cabizbajo contemplaba como ese hueso de oliva flotaba en mi sopa. Por debajo de mis cejas mis ojos miraban a mi primo Javier a la vez que enrojecían, pero no por estar inyectados en sangre como producto de la ira, sino enrojecidos de contener lágrimas y de estar a punto de romper a llorar. Las comisuras de mis labios se arqueaban hacia abajo y comenzaban a temblar por más que yo trataba de contenerlas, y acto seguido los lagrimones se esparramaban por mis mejillas y ya no había nada que hacer. Mis padres contaban lo de mi manía y las carcajadas daban paso a que aquel primo idiota juguetease con los huesos de aceituna acercándolos a mi cara, poniéndolos por debajo de mis narices, arrimándolos a mi plato, y adivinando, como si gracias a una especie de poder telepático se tratase, todas aquellas cosas que me daban un asco superior para ponerlas en práctica. Maldito hijo de puta por más que parte de mi sangre fuese la misma que la suya.

Ante el fracaso, la rana Ana pasó a convertirse en una rana palillero y a albergar en su cuerpo de cerámica los mondadientes de madera, función para la que al parecer, fue inventada también, y que al igual que los huesos de oliva, los palillos... me dan un asco infinito.

A día de hoy las comidas o cenas con parientes y amigos siguen siendo de gran fiesta con esa manía mía. Digamos que con el tiempo he logrado contener las lágrimas, pero me siguen produciendo un auténtico pavor los huesos de oliva. En el caso de que una pizza contenga olivas no me conformo con retirarlas y necesito que una mano amiga las quite de la pizza, y ya de paso, que corte delicadamente la porción de pizza que se halle un centímetro a la redonda de donde se hallaba la jodida aceituna. Hasta que no la veo desaparecer no me quedo tranquilo.

La verdad es que he recuperado la alegría de esos domingos, la paz, la tranquilidad, y disfruto como nunca de ir a pasear por las Ramblas, o por los jardines de Montjuic, o de ir al Mercat de Sant Antoni para husmear por los puestecitos de los libreros de antiguo y de nuevo, y de ver como mis hijos cambian sus cromos “repes”, y consiguen siempre arrancarnos a su madre y a mi algún tebeo. Y es que en mi casa, los domingos... ya no se comen aceitunas.

Fotografía de Ana la rana procedente de mi colección particular.

lunes, 4 de octubre de 2010

A matar marcianos!

Esta mañana, el Facebook, me hacía saber que mi amiga Maria había encontrado finalmente su consola PSP tras buscarla durante algunos días por entre las cajas de algún que otro armario, o por entre medio de los almohadones del sofá que siempre fagocitan cosas como mandos a distancia, paquetes de tabaco, encendedores, etc. No sólo me he alegrado de que por fin Maria recupere su PSP y pueda añadirla al resto de consolas que colecciona desde los ochenta, sino que además, la noticia me ha dado el empujoncito necesario para publicar esta entrada que ya hace algún tiempo tenía en mente.

En casa de cualquiera de nosotros –y no es absolutamente necesario que tengamos hijos- seguro que debajo del televisor del salón hay una buena consola en la que poder echar una partida a casi cualquier cosa; participar como soldado de la 101 Airborne en un de las brutales contiendas que tuvieron lugar durante la II Guerra Mundial, practicar todo tipo de deportes sentados desde nuestro sofá, o a lo sumo blandiendo un mando con nuestras manos mientras tenemos la boca llena de sándwich de jamón york y queso; es más, seguro que realizamos algún trayecto de metro o de autobús con nuestro teléfono móvil en mano y participando de alguna partidita del Prince of Persia o similar. Y bueno... Qué me dicen de los días de oficina jugando al busca minas de Windows, al solitario, o bien accediendo a cualquier página web que nos permita descargarnos juegos online y aprovechando esas aburridas horas de trabajo para echar un buen rato durante parte de la mañana o de la tarde?


Sea como sea, el caso es que a día de hoy podemos jugar a cualquier cosa, a todas horas, en cualquier lugar y disfrutar de unos gráficos espectaculares y de una jugabilidad formidable en la que, ni tan siquiera es necesario llevar una moneda de cinco duros para introducir en la rendija de una máquina de marcianos ubicada en algún bar o salón recreativo. Recuerdan el “Insert Coin”? fatídico mensaje que además de que reducía al mínimo nuestra paga, nos proporcionaba sólo tres vidas que no daban ni para media hora de juego, ni a los más expertos.

En aquellos años 70’s los videojuegos irrumpieron por primera vez en nuestras vidas y algunos tuvimos el gran privilegio de poder jugar, en vivo y en directo, con los juegos pioneros de lo que, a día de hoy se ha convertido en un mercado que mueve cifras millonarias superiores a las de las más importantes productoras cinematográficas Hollywoodienses. Quién nos iba a decir a nosotros que aquellas máquinas que se hallaban en todos los bares, con sus joysticks, sus botones, las rendijitas en las que introducir las monedas, y esas pantallas que nos mostraban unos gráficos de lo más simple, iban a formar parte de una de las mayores formas de ocio de la actualidad.

La media hora del bocata a media mañana se convertía en el momento más deseado del día. Salíamos de clase y nos apresurábamos para llegar al bar de siempre y empezar con la excitante labor de “matar marcianos”. Consumíamos un Cacaolat o una Coca-Cola, pero nunca, ningún dueño de ningún bar nos exigió consumir más o comprar el bocata en su establecimiento en lugar de traerlo de casa. Para qué? Dejábamos una fortuna en las máquinas mientras que el camarero podía repanchingarse a leer el periódico o a prepararle un café a algún que otro cliente ocasional.

Hay que reconocer que los videojuegos, esos valientes pioneros que nos deslumbraron en aquellos años, nada tenían que ver con la espectacularidad de los juegos actuales. Realmente eran la más mínima expresión en casi todo: músicas simples que apenas superaban las cuatro o cinco notas, graficos de una estética minimalista, pantallas sin interminables scrolls, sino más bien estáticas y con pocas posibilidades más de lo que a simple vista se observaba, pero su poder adictivo era tremendo.

Seguidamente les muestro algunos de los videojuegos más importantes de la época:

El Pong (Atari-1972): Se trató de uno de los primeros en alcanzar un gran éxito recreando una partida de Ping-Pong. Cabe destacar que el mundo del videojuego nació esencialmente para la creación de consolas caseras fabricadas de la mano de la empresa Atari en los 70’s, y que acto seguido se implementó el sistema en salones recreativos y en las populares máquinas de marcianos. Personalmente jamás tuve ninguna de esas consolas, pero si recuerdo haber jugado al Pong en casa de algún amigo, y en su máquina... que parece que se me quiere dibujar en la memoria como un artefacto bastante grande y de un diseño no demasiado atractivo.


Space Invadres (Taito Corporation-1978): Diseñado por el japonés Toshihiro Nishikado y que supuso la revolución de los videojuegos y el inicio de lo que actualmente se trata de una floreciente industria. El Space Invaders que yo recuerdo nos presentaba sus gráficos en dos colores: blanco y verde, pero también llegué a jugar con otro que iba haciendo que los marcianos cambiasen de color a medida que descendían hacia nuestra nave. El truco, no obstante, no estaba en el juego en sí, se trataba de la pantalla de la máquina recreativa que estaba tintada de diferentes colores creando un efecto... revolucionario en aquellos tiempos!


Gunfight (Midway-1975): Un juego que emulaba los duelos entre dos pistoleros del lejano Oeste, pero que entre medio de ambos oponentes interfería la presencia de algún que otro cactus en las primeras pantallas, y luego, la acción se iba complicando con la aparición de carretas y otros elementos que hacían complicada la labor de acabar con el maldito forastero. Recuerdo que quizá no era el más popular comparándolo con Space Invaders, pero concretamente en este yo me dejé una buena pasta, y como no... un montón de horas.



Asteroids (Atari-1979): También se hizo muy popular, y actualmente sigue desarrollándose su tecnología en muchos de los juegos que podemos encontrar online y creados a través de Flash. La virguería fue concebida y diseñada por Lyle Rains y programada por Ed Logg. La sensación de ingravidez y de inercia que se sentía al “pilotar” la nave en el intento de ir destruyendo los asteroides, le convertía en un juego especialmente adictivo.




Pac-Man (Namco-1980): El popular juego de los “comecocos” y el primero en separarse de las temáticas de deporte y acción para presentarnos un nuevo género más metido en lo humorístico, y acaparando la atención también de los más pequeños y del sector femenino. Pac-Man desbancó la supremacía mantenida hasta entonces por Space Invaders y se llegó a convertir en el videojuego más popular a nivel mundial, con la nada despreciable cifra de 193.822 máquinas vendidas entre 1981 y 1987. además... este ya era en color!, pero es que claro... estábamos ya en los 80's.


A estas alturas es imposible negar que la industria del videojuego se halla en un estado de salud formidable, y que cada nuevo juego sorprende por su calidad gráfica y por la complejidad en la trama de algunas de sus elaboradísimas historias. No obstante... algo se ha perdido con la manera de “matar marcianos” de hoy en día con respecto a la manera de matarlos en los 70’s. Se trata del sentido de dos simples palabras que por entonces eran de una importancia vital. Me refiero al lapidario “GAME OVER”; nos dejaba helados, con la miel en los labios. A punto de liquidar al terrible enemigo que nos daría acceso al nivel superior, pero no... para seguir intentándolo había que meter cinco duros más o dejarlo para el día siguiente. El Game Over era frustrante y demoledor, tanto que incluso nos sabía a derrota, y no eran pocas las ocasiones en las que esas dos palabras nos servían para ver la hora que era y percatarnos de que ya se nos había pasado la hora de matemáticas, y que encima... llegábamos tarde a la clase de latín.

Quieran que no, hoy en día esto de tener vidas ilimitadas... como que no mola.

Así que: GAME OVER ;-)