viernes, 25 de abril de 2014

El hombre milagro

Jordi Collado; un viejo amigo de la infancia y vecino de mi barrio, el Poble Sec, y con quien comparto almuerzo de vez en cuando, es, sin lugar a dudas, “el hombre milagro”.

Como ejemplo significativo baste decir que –teniendo en cuenta cómo está el patio-, a día de hoy sigue conservando su empleo en una inmobiliaria cercana a mi estudio. Pese a la burbuja, pese a la crisis, y pese a que la venta y alquiler de pisos y locales ha caído en picado, ahí está Jordi en la mesa de su despacho contemplando como el resto de mesas en las que se hallaban sus compañeros están ahora vacías debido a los numerosos despidos de los que “milagrosamente”, él se ha librado, aunque siempre sale de sus labios la desesperanzadora frase de: “por el momento, por el momento...”.

Dada la proximidad de nuestros respectivos lugares de trabajo no son pocas las ocasiones en las que Jordi y yo nos cruzamos por la calle, así que cuando ambos vamos bien de tiempo compartimos un café con pastas, charlamos de nuestras cosas y recordamos viejos tiempos. Precisamente, el pasado martes día 22, y antes de la festividad de Sant Jordi, su santo -santo que por otra parte parece llevarlo pegado a su espalda como fiel ángel de la guarda-, Jordi y yo nos sentamos en la terraza de un bar y mientras saboreábamos unos Donuts y el humo salía de nuestras tazas de café, recordamos diversos episodios de esa época en la que fuimos niños y de nuestras correrías por el barrio, y nuevamente constaté que “el hombre milagro” estaba allí, sentado frente a mí limpiándose el azúcar glaseado de su Donut con una servilleta de papel.

Jordi era un niño de 10 años que estudiaba en la Academia Montserrat, en el número 6 de la calle Teodor Bonaplata. Aparentemente aquel 21 de mayo de 1974 era un día normal; por la mañana su profesora de matemáticas le felicitaba por su 10 en un examen (milagro donde los haya, ya que para mí, un diez en matemáticas en mi infancia hubiese sido como poseer un billete de 500 Euros en la actualidad). En el patio jugó al fútbol antes de dirigirse al comedor de la escuela y aunque no lo recuerda bien seguro que marcó algún gol. Las clases de la tarde se siguieron una tras otra hasta que fue acercándose la hora de guardar los rotuladores Carioca y la goma Milán (con olor a nata) en el plumier, descolgar las chaquetas de los percheros y largarse del aula para regresar a casa.

Quedaban escasos minutos para que el portal de la escuela Montserrat se abarrotase de madres en busca de sus hijos; según recuerda Jordi, eran más de 200 personas las que podían congregarse allí entre madres, abuelas y alumnos del centro.

La cotidianeidad de cada día se rompió de repente por un tremendo estruendo que sacudió la clase. Los alumnos se miraron entre ellos y de inmediato clavaron sus ojos en el profesor al que hallaron agarrado a su mesa como si le fuese la vida en ello. Su rostro se mostraba pálido y automáticamente se dirigió a sus alumnos preguntándoles si estaban bien, a lo que ellos, desconcertados, respondieron tímidamente con un “sí”.

El profe les pidió que permaneciesen en sus sitios mientras que él salió a averiguar qué había pasado. Al abrir la puerta de la clase un fuerte olor a gas penetró en el aula. Los alumnos, no haciendo el menor caso al profesor, se levantaron de sus pupitres y se agolparon en la puerta en un incesante intento de esquivar cabezas para poder ver qué había en el exterior.

El suelo y la escalera de acceso al piso inferior donde se hallaba la portería de la escuela habían desaparecido, en su lugar todo eran escombros bajo los cuales, Jordi, recuerda perfectamente los gemidos de una madre y de su hijo que fueron sepultados, pero que afortunadamente pudieron ser rescatados ilesos. Apenas cinco o diez minutos más tarde, la explosión de gas que se produjo aquel 21 de mayo de 1974 hubiese sido una terrible tragedia que se hubiese llevado por delante las vidas de aquellas 200 personas de las que Jordi me hablaba. Prueba de ello fue que el almacén de tubos de goma que se hallaba al lado de la escuela, sufrió también terribles daños en sus paredes y las mesas de sus despachos volaron por los aires hasta el otro extremo de la calle que se llenó de gran cantidad de cristales rotos.

Terminándose su café e insistiendo en invitarme al desayuno, recordándome que la última vez pagué yo, Jordi me contaba como él y el resto de sus compañeros salieron del aula bajando por un tablón de madera que unos operarios colocaron para sustituir a la desaparecida escalera.

Recordamos también aquellas tardes en las que él venía a jugar a mi casa, o iba yo a la suya. En ambos casos pasábamos el rato en el balcón junto a las bombonas de butano. Todos los balcones que rodeaban los patios interiores de nuestras casas mostraban sus bombonas de butano, imprescindibles para el gas de las cocinas o para mantener encendidas las estufas en invierno, pero que visto a día de hoy... era como jugar en un campo de minas, ya que por aquellos tiempos, a nivel doméstico, no existía ningún tipo de control analizador de gases, e incluso, en nuestra más ingenua candidez, alguna tarde la pasamos parapetados tras las bombonas de butano del balcón en el que jugábamos y disparando con las carabinas de aire comprimido a las bombonas de los balcones vecinos. Nos encantaba escuchar el “Clinck” que producía el impacto del perdigón sobre el envase metálico de aquellas bombas. Afortunadamente a eso jugaba con Jordi y estaba claro que nada podía pasarnos, que por algo él es “el hombre milagro”. De haber jugado a dispararles a las bombonas con otro crío, a día de hoy, ambos, seríamos micropartículas flotando en el aire.

Jordi y yo salimos de la cafetería, y antes de despedirnos para ocuparnos de nuestros asuntos, hice con él una última reflexión:

—Jordi... Alguna vez te ha tocado la lotería? —le pregunté.
—No, nunca he comprado —me respondió.
—Tampoco yo —le dije—, pero ya que te tengo aquí...

Hice que Jordi me acompañase a un puesto de lotería cercano y compré un número para el sorteo de mañana sábado. Se lo restregué por la espalda, hice que lo tocase y entre risas nos despedimos hasta una próxima vez.

En caso de que no volváis a saber más de mí es que Jordi realmente es “el hombre milagro”, y que gracias a él, pasaré el resto de mis días en una playa paradisíaca y rodeado de mujeres desnudas.