En el barrio se ultimaban los preparativos para las fiestas de San Juan, la verbena estaba cerca, apenas quedaban cuatro o cinco días para llenar las calles de hogueras y del estruendoso ruido de los fuegos artificiales. El Alberto, el Vallcanera, el Boliche, el Hernández y yo recorríamos los almacenes y casas del Poble Sec en busca de un montón de muebles viejos que nos cedían los vecinos para la hoguera que bien adentrada la noche engalanaría la calle, pero nunca era suficiente teniendo en cuenta que la hoguera debía ser siempre la más grande y espectacular del barrio. Ninguno de nosotros superaba los doce años, pero la verbena de San Juan nos hacía tener un objetivo muy claro: conseguir madera a cualquier precio. Había que aceptar toda aquella gentilmente cedida por los vecinos, pero a ser posible, había que robar la de las calles más alejadas para que a la vez, sus hogueras fuesen ridículas al lado de la nuestra.
Recoger "leña" por las calles Salvà, Poeta Cabanyes, Roser, o por las que las cruzaban como la calle Elkano o Magalhaes no era demasiado difícil ya que se trataba de nuestro territorio, pero alejarse de esas pocas manzanas constituía un riesgo. Recorrer los almacenes o plantas bajas de las calles Conde del asalto, Blasco de Garay... o lo más peligroso aún, cruzar la Avenida Paralelo y adentrarse en el Barrio Chino era una provocación incuestionable que en no pocas ocasiones nos había obligado a salir zumbando perseguidos por un montón de niños gitanos, o a hacerles frente a pedradas y liar, en pocos minutos, la de Dios es Cristo. Aún conservo una cicatriz en el dedo anular de mi mano izquierda de una pedrada que afortunadamente detuve un instante antes de que pudiese estamparse en mi cabeza.
Dada esa constante rivalidad en la lucha por el fuego, proteger y esconder la madera se convertía en una cuestión vital. Nosotros escondíamos la nuestra en la parte trasera de la tienda del Vallcanera con la esperanza de almacenar la suficiente y poder crear una pira nunca antes vista para la noche de los fuegos.
El señor Vallcanera era un excombatiente de la Guerra Civil Española y demasiado mayor para ser el padre de un niño de doce años. Por su aspecto bien podría haber sido su abuelo. Recuerdo que en numerosas ocasiones nos contaba historias vividas en aquella guerra en la que luchó del lado de los perdedores, pero que quizá, por el hecho de haber sobrevivido, hablaba de esa etapa de su vida con auténtico espíritu de vencedor. Para él la guerra fue algo que le marcó de por vida hasta tal punto que seguía escrupulosamente todas las noticias que llegaban a España de cuantas guerras se sucedían a lo largo y ancho del mundo, y en especial, de la Guerra de Vietnam. En ocasiones nos relataba experiencias suyas perfectamente comparables con el infierno que estaban viviendo los soldados norteamericanos. El señor Vallcanera nos contó que justo dos años antes, en 1973, un sargento llamado
John O’Neal Rucker había sido el último norteamericano caído en aquella selva poco antes de declararse el alto el fuego. Todas sus historias nos recordaban de un modo inevitable, nuestras refriegas con los niños de barrios vecinos y de algún modo nos sentíamos identificados con todos y cada uno de esos soldados de los que el hombre nos hablaba.
La tienda del Vallcanera; la de sus padres, estaba especializada en productos de dietética y de herbolario y además vendían unos estupendos caramelos con sabor a manzana. El Vallcanera me daba un puñado de ellos y yo montaba la primera guardia para que nadie pudiese acceder a nuestra leña a través de los patios interiores. Él se ocupaba de poner el "zulo" y de ese modo se libraba de las vigilancias que alternábamos entre los demás armados hasta los dientes con tirachinas, piulas verdes, mistos garibaldi, tracas chinas, y los truenos de cinco pesetas capaces de hacer saltar por los aires cualquier lata vacía de pintura por grande que fuera. En no pocas ocasiones habíamos tenido que poner en vereda a pequeños grupos de gitanos que trataban de hacerse con la leña y tirar por tierra el esfuerzo que nos había costado conseguirla. Sí para nosotros era un peligro acercarnos al Barrio Chino, no era menos peligroso para ellos dejarse ver por el Poble Sec.
La mañana antes de la gran verbena, el Hernández nos advirtió de que en la parte más alta de la calle Roser, tocando a la falda de Montjuïc, estaban haciendo una obra y que probablemente podríamos encontrar madera por allí. Los cinco nos pusimos en camino guardándonos las espaldas los unos a los otros, vigilando las esquinas y evitando un encuentro ya no sólo con gitanos, sino con los hijos de los inmigrantes andaluces, negros o italianos. Por San Juan, cualquiera que se cruzase en nuestro camino y cuyo objetivo fuese el de conseguir leña para su hoguera, era un enemigo en potencia, aunque durante el resto del año pudiésemos llevarnos más o menos bien.
Sacos de cemento, hierros, ladrillos, piedras, pero ni rastro de madera. Aquella obra era un lugar enorme, lleno de cosas, pero ninguna de ellas susceptible de ser engullida por el fuego. Frustrados por el inútil intento y agotados de recorrer aquella zona en obras, nos sentamos entre algunos montones de escombros y comenzamos a charlar de nuestras cosas... ya que estábamos allí, algo había que hacer, y aunque no conseguimos objetivo alguno, aquel era tan buen lugar como cualquier otro para contarnos historias.
El boliche no daba crédito a que en un lugar tan grande no encontrásemos lo que andábamos buscando, de modo que mientras nosotros nos enfrascábamos en nuestras conversaciones, él prosiguió con la infructuosa misión adentrándose en lo más profundo y oscuro de aquel gigante de hormigón y hierros entrecruzados.
El Hernández sacó un cigarro y se lo encendió con el mechero de los petardos. El día de la verbena salíamos con los petardos de casa aunque teníamos prohibido por nuestros padres encenderlos hasta la noche. El Hernández era el único que fumaba por aquellos tiempos, el resto empezamos poco más tarde.
—Cuidado con los petardos, no vayamos a arder —le advirtió el Vallcanera.
—Tranquilo, se lo que me hago. No es el primer cigarro que me fumo. Sabes? —respondió él haciéndose el mayor.
Alberto y yo estábamos echando de menos al boliche, llevaba rato sin dejarse ver y era de extrañar. El boliche era un buen amigo, pero en ocasiones resultaba cargante y eso de "desaparecer" y no dar la lata durante tanto tiempo empezaba a resultar preocupante.
—He chicos. Venid a ver esto! —gritó el boliche desde algún lugar de la obra bastante alejado de nuestra posición.
—Has encontrado madera? — preguntó el Vallcanera.
—No, no hay madera, pero venid. Rápido! —insistió.
Los cuatro nos pusimos rumbo hacia donde se hallaba el boliche con nuestras bolsas de petardos colgadas del cinto. Hubo que descender por una pared de ladrillos, meterse por el interior de un túnel que apestaba a orines y finalmente subir una pequeña cuesta de grava. Allí estaba el boliche, en lo alto, señalando algo a sus pies y metiéndonos prisa para que nos acercásemos.
—Habéis visto esto? Que maravilla! —el boliche no salía de su asombro.
Entremedio de un montón de sacos de cemento se hallaba una camada de perritos, seis para ser exactos, sus ojos aún no estaban completamente abiertos, apenas se sostenían sobre sus patas, temblorosos y absolutamente desvalidos estaban allí, prácticamente acabados de nacer y protegidos por esos sacos.
—Mira que graciosos, se dan golpes con los hocicos. Parece que andan buscando la teta —advirtió el Hernández.
—Pues lo llevan claro. Dónde cuernos estará la madre?
Apenas terminaba Alberto de preguntar cuando a nuestras espaldas, una enorme perra rugía entre dientes y se plantaba amenazante ante nosotros. El boliche se apresuró a mediar -como si la perra pudiese atender a argumentación alguna- Se acercó al enfurecido animal intentando calmarle y tratando de acariciarle con la mano. La perra ladró lanzando espumarajos por la boca y saltó sobre el boliche que fue lo suficientemente hábil como para evitar ese primer envite de la perra que se disponía, de nuevo, a saltar sobre él. Los demás estábamos habituados a hacerles frente a enemigos humanos, quizá no funcionase con un animal, pero ya todos estábamos provistos de piedras y grava que habíamos arañado del suelo y nos encontrábamos en disposición de abrir fuego ante el menor movimiento.
Hernández fue el primero, casi a la misma vez que Alberto; ambas piedras impactaron en la cabeza de la recién estrenada madre que aún y así no cedía en el empeño de proteger a sus cachorros. Ante un nuevo ataque de la perra lanzamos fuego a discreción a medida que retrocedíamos lentamente. El Hernández prendió una traca con su cigarrillo y la lanzó entre sus patas. Los demás reponíamos arsenal agarrando piedras y más piedras del suelo, levantando polvareda, ensordecidos por las explosiones de los petardos y lanzando pedradas contra el animal que se resistía a la huída.
Dolorida y aullando de impotencia, la perra se alejó finalmente del lugar. En silencio nos mantuvimos en pie, jadeantes de cansancio, de miedo y de la sobredosis de adrenalina que rebosaba por los poros de nuestra piel. Permanecimos con las manos llenas aún de piedras y las uñas descarnadas mientras la polvareda flotaba en el aire.
Nuestros corazones saltaban en el interior de nuestros pechos. Mirábamos en todas direcciones, asustados y temerosos de que aquella perra u otro animal se lanzase sobre nosotros. Nos mantuvimos en alerta y por las cabezas de alguno de nosotros desfilaron las historias de guerra que el padre del Vallcanera nos había contado una y otra vez. Cualquier elemento de nuestro entorno era sospechoso y se nos mostraba como amenazador.
—Allí, cuidado!... un nido de ametralladoras tras esos sacos terreros! —gritó el Vallcanera mientras señalaba el improvisado lugar de nacimiento de los pequeños cachorros.
—A cubrirse! —ordenó el Hernández, mientras saltaba al interior de un foso y el resto le seguíamos.
—Es necesario distraerles como sea! Hernández, lanza otra traca, eso les mantendrá despistados! —gritaba el Vallcanera mientras que con su mano simulaba sostener un Walkie-Talkie a través del cual solicitaba fuego de artillería. El Hernández prendía una nueva traca con su cigarro y la lanzaba sobre nuestro imaginario enemigo.
Todo el entorno se transformó en un campo de batalla. Aquello pasó de ser una obra a convertirse en una ciudad bombardeada entre cuyas ruinas, un grupo de hombres, una escuadra de soldados invencibles, trataba de abrirse paso bajo el intenso fuego enemigo. Las explosiones de las tracas eran como bombazos que caían cerca de nosotros y que ponían en auténtico peligro nuestras vidas. El objetivo era terminar con aquellos soldados enemigos que se habían hecho fuertes en su nido de ametralladoras y que nos disparaban sin dejar que asomásemos las cabezas de nuestra improvisada trinchera.
—Alberto y tú, mientras el Hernández, boliche y yo os cubrimos debéis alcanzar la base de la colina de grava. Una vez allí soltad vuestras granadas para que nosotros podamos seguir avanzando —el Vallcanera tenía clara la estrategia a seguir y Alberto y yo obedecimos.
—Ahora!
Ambos salimos en dirección a la pequeña cuesta de grava y vimos como los truenos y las tracas de Hernández, boliche y Vallcanera retumbaban por la zona. Un trueno lanzado por alguno de los que nos estaba cubriendo a Alberto y a mi estalló a pocos centímetros de mi oído, caí al suelo, un intenso dolor invadió mi cabeza y no oía más allá de un agudo pitido.
—Estás bien? —gritaba Alberto a pocos centímetros de mi cara.
—Estás bien? —insistía, pero era inútil, no le oía, el pitido era el único sonido perceptible mientras veía como Alberto movía los labios.
—Estás bien? —preguntó de nuevo, y esa vez algo llegué a oír.
—Te sangra el oído! —dijo Alberto, a la vez que intuyó que seguía sin oírle —. Te sangra el oído! —repitió.
—Estoy bien, si... estoy bien —respondí.
—Pues vamos. Estamos a escasos metros.
Alberto y yo tomamos la base de la colina, encendimos nuestros truenos y los lanzamos en el nido de ametralladoras mientras cubríamos nuestras cabezas y dábamos la señal al resto del grupo. Les vimos salir de la trinchera y venir corriendo hacia nosotros a la vez que iban lanzando más y más arsenal. El boliche, tratando de sacar munición de su bolsa tropezó con un hierro que emergía del suelo de arena y cayó abriéndose una ceja contra un montón de piedras. Me levanté con dificultad y corrí hacia él.
—Fuego de cobertura! —gritó el Vallcanera al ver que me dirigía en busca de un soldado herido.
—Todo bien boliche —le tranquilicé —. Una brecha más entre las muchas que tenemos.
Las explosiones iban poco a poco dejando de sonar, el humo y la polvareda llenaban el aire y la visibilidad era difícil. Boliche y yo pudimos apreciar como el resto de nuestra escuadra estaba en pie en la cima de la colina rodeando el abatido nido de ametralladoras. Nos ayudamos el uno al otro a levantarnos sin perder de vista a nuestros hombres, ambos estábamos sangrando y sosteniéndonos entre los dos. Nos acercamos poco a poco a la posición tomada mientras que el polvo se iba disipando lentamente y vimos que la cara del grupo era de espanto y de horror.
—Qué hemos hecho? —dijo alguno de nosotros.
—Mirad! —advirtió el boliche.
Uno de los cachorros pareció moverse. Estaba aparentemente hinchado, pero su barriguita mostraba indicios de algo parecido a unos intentos de respiración. Probablemente no estaba todo perdido y aún estábamos a tiempo de hacer algo para mitigar el inevitable azote de nuestras conciencias.
—No hay nada que hacer. Está en las últimas —dijo el Hernández —. Este no llega a la noche.
—Habría que hacer algo, aunque solo sea para evitarle el sufrimiento —dijo el boliche, y nos miramos entre nosotros tratando de encontrar a aquel capaz de dar el último tiro de gracia.
Aquella tarde la pasamos montando la hoguera, cabizbajos, sin mirarnos a la cara apenas y sin pronunciar palabra alguna sobre lo sucedido. Amontonamos los muebles viejos y toda la madera que habíamos obtenido de los vecinos más la robada a los gitanos. Conseguimos hacer una de las hogueras más enormes y espectaculares del barrio, pero no lo suficientemente grande como para quemar el desagradable recuerdo de aquella verbena de San Juan.
Créditos de las imágenes: 1) Internet. Autor desconocido. 2) Poble Sec año 1958. Autor: Oriol Maspons. 3) DongHaVietnam1966. Internet. Autor desconocido. 4) Internet. Autor desconocido. 5) 3285 day under fire vietnam. Internet. Autor desconocido. 6) Foto de las obras de UTE en Palermo. Uruguay.indymedia.org. Internet. Autor desconocido. 7/8/9) Internet. Autor desconocido. 10) My Lai Massacre. Wikimedia Commons.org. Fotografía tomada por United States Army. Autor: Ronald L. Haeberle (16 de Marzo 1968). 11) Internet. Autor desconocido.