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jueves, 6 de octubre de 2011

Mi querida Srta. Pepis.

Mi vecina Maria Dolors era una auténtica genio con eso del Tricomarc. Resultaba alucinante verle tejer aquellos vestiditos, bufandas y ponchos para sus muñecas. Combinaba los colores a la perfección y tan pronto hacía rayas, como cuadros, como delicadas cenefas en los bordes de toda aquella ropita de juguete. Maria Dolors presumía de sus muñecas y de cómo las llevaba vestidas.

Yo me sentaba a su lado sin decir nada, ni palabra. Contemplaba el modo en como se manejaba con el ganchillo, las agujas de tejer y aquellos extraños bastidores de distintos colores y tamaños que habían en el interior de su caja del Tricomarc de la Srta. Pepis.

Toma, prueba —me decía a la vez que me daba el ganchillo y un ovillo de lana.

Yo? Quita, quita! Te has vuelto loca? —le respondía.

Eso de tejer era de niñas, y cualquier amigo mío que me viese haciendo bufanditas para muñecas, no hubiese dudado un solo instante en contarlo por todo el barrio y en convertirme en el marica más grande del mundo mundial.

Así no. La lana por encima del dedo, y ahora... una vuelta —me enseñaba ella que jamás perdió la paciencia conmigo a pesar de que fui muy mal alumno.

Otro día Maria Dolors se presentaba en mi casa para jugar conmigo. Yo le abría la puerta y allí estaba ella, con el uniforme del colegio de las monjas, pintada como un cuadro, con sombra azul sobre los párpados, carmín rojo en los labios y unos coloretes rosados que le daban el aspecto de haberse bebido media botella de tintorro.

Jugamos? —me preguntaba.

Vale. A qué?

Yo no había reparado en que bajo el brazo traía su juego de maquillaje de la Srta. Pepis. Una enorme caja que a mi me daba cierto miedo ya que en ella había una cara en forma de máscara que servía para probar todos los potingues que incluía el set.

Pues a qué va a ser? Nos vamos a tu habitación, y yo te pinto.

A mi? Quita, quita! Te has vuelto loca?

Y así Maria Dolors probaba qué tono de base de maquillaje le iba mejor a mi piel, y resaltaba mis labios con ese rojo carmín que sabía a rayos.

Por qué no pintas esa cara que va en la caja? —le preguntaba.

Esa cara es un timo. La pintura no coge bien. Es imposible pintarla.

Y a tu hermana? Por qué no pintas a tu hermana?

Mi hermana es un chicazo y pasa de esto. No quiere saber nada de maquillajes ni de cosas de esas —y añadía—. Ahora estate quieto que te voy a pintar los ojos.

Alguna vez había ido yo a jugar a casa de Maria Dolors. Nos sentábamos en la alfombra que había en su habitación a los pies de su cama y leíamos tebeos hasta que se cansaba, se levantaba y se ponía a escribir en su mesita.

Se puede saber qué escribes? —le preguntaba.

pues una carta —me respondía.

Una carta? A quién?

A la Srta. Pepis —contestaba ella dejando de escribir por un instante y lanzándome un contrariado ademán con el que me indicaba que la estaba desconcentrando.

Pero... La Srta. Pepis existe?

Pues claro que existe! —respondía Maria Dolors dejando el lápiz en su plumier, obligándome a levantarme de la alfombra y acercándome a su mesita.

Mira. Lo ves? En las cajas de sus juguetes hay estas cartas para que le escribamos y le hagamos consultas.

Oh, vaya! Y qué le escribes?

Maria Dolors se hacía la interesante, apretaba sus labios, ladeaba su cabeza, encogía sus hombros y con cierto aire de suficiencia me respondía:

Nada... cosas de chicas. Toma. Quieres escribirle una carta?

Yo? Quita, quita! Te has vuelto loca?

Recuerdo que un mediodía, al regresar mi padre del trabajo y recoger la correspondencia del buzón de la escalera, subió a casa y me dijo que había una carta para mí. Su cara fue un auténtico poema.

Toma, tienes una carta del consultorio de... la Srta. Pepis.

Acto seguido hizo carraspear su garganta, miró a mi madre con desconcierto y ambos se encerraron en la cocina. Yo abrí mi carta alucinado. Era cierto... la Srta. Pepis... existía!

Querido Sergi;

Es muy normal que tu vecina Maria Dolors no quiera jugar contigo ni con cochecitos, ni con los Madelman, ni a guerras con tus soldaditos de Monta-Plex. Ten en cuenta que es una niña y que sus juegos, así como su modo de ver la vida son distintos a los tuyos.

De todos modos, y a pesar de que te quejas de ese tiempo de juego que compartes con ella, me alegra saber que accedes a tejer con su Tricomarc, a dejarte maquillar con su juego de maquillaje, e incluso a escribirme cartas. Quizá no se trate de los juegos más adecuados para un niño, pero dice mucho de lo buen amigo que eres, y estoy segura de que Maria Dolors, cualquier día de estos, jugará contigo a cosas que te gusten más.

Me he alegrado mucho de recibir tu carta y espero haberte sido útil en tu consulta.

Quedo a tu entera disposición para cuanto desees. Recibe un cordial saludo:

La Srta. Pepis”.

Pasó mucho tiempo hasta que volví a ver a Maria Dolors. La vida tiene estas cosas. Recuerdo que fue una noche en la que yo estaba haciendo cola para entrar a un teatro de Barcelona. Ella paseaba por la calle con un niño en un cochecito y acomapañada de una amiga. Nos miramos, nos reconocimos y rapidamente nos dimos un cálido abrazo. En el breve tiempo que pudimos conversar antes de que yo tuviese que sacar mis entradas en taquilla, me comentó que el niño del cochecito era su sobrino, es decir; el hijo de esa hermana que según ella, era un chicazo. Su acompañante, Carmen se llamaba, era su novia con la que vivía felizmente desde hacía tres años. Recordamos juntos aquellas tardes de juegos en su casa o en la mía. Me confesó que yo fui el primer y único chico con el que jugó a médicos; evidentemente con el maletín de enfermería de la Srta. Pepis y del modo más inocente del mundo. Finalmente nos despedimos para no volver a reencontrarnos jamás. Ya saben... la vida tiene estas cosas.

Me alegró mucho ver a Maria Dolors. Me gustó verla bien, y me dio que pensar en lo afortunados que somos.

Crecimos en una España de libertades reprimidas, de colegios de monjas, de uniformes, de clases de labores del hogar, de juguetes de la Srta. Pepis... pero a pesar de todo, Maria Dolors fue capaz de hacerle frente a la vida tomando sus decisiones del modo más natural.


Créditos Imágenes: 1) Logo de juguetes de la Srta. Pepis. 2 y 3) Tricomarc de la Srta. Pepis. Colección particular.

martes, 4 de octubre de 2011

El boli BIC


Los abrumadoramente baratos bolígrafos de la marca Bic, o más popularmente llamados “boli Bic”, nos convirtieron en unos auténticos ninjas preadolescentes.

De las películas de Bruce Lee, así como de otras de artes marciales en general que se pusieron muy de moda por la década setentera; películas llamadas “de chupilais”, aprendimos que un ninja era un ser entrenado para la guerra y que él sólo se bastaba para sobrevivir ante cualquier adversidad, así como para eliminar a todo tipo de enemigos, siendo capaz de improvisar un arma mortífera con cualquier objeto que cayese en sus manos. Habitualmente los ninjas iban provistos de ciertos elementos letales del estilo de: una katana, estrellas ninja, luchacos, etc. Toda esa parafernalia nos mostraba a esos guerreros ninja como a unos auténticos aficionados a nuestro lado. Un escolar con bata a rayas y zapatos Gorila no necesitaba ninguna de esas armas para convertirse en un verdadero samurai, ya que en aquellas aulas que olían a goma Milan de nata y a Filvit champú, ser poseedor de un boli Bic era como tener todo el poder en nuestras manos.

Qué contar de un boli inventado en Clichy, una pequeña localidad al norte de París por Marcel Bich y por allá el año 1945 recién terminada la Segunda Guerra Mundial. Cómo olvidar sus múltiples utilidades como por ejemplo, la de convertirle en una funcional chuleta tallando delicadamente su cuerpo hexagonal de plástico “que no rueda en la superficie de la mesa” con la aguja de un compás para recordar/copiar aquellos temas duros de aprender. O bien los recreos en los que nuestro boli Bic era transformado en una cerbatana con la que lanzábamos pelotitas de papel mojado con saliva o granos de arroz. Para ello bastaba con sacar la mina, ambos capuchones y el simple boli pasaba a ser una potente arma de asalto. También fue el mejor elemento antiestrés cuando, en los exámenes, lo devorábamos propinándole pequeños bocados y lo esculpíamos compulsivamente con nuestros dientes.

Ya en la adolescencia, utilizábamos el boli Bic para rebobinar las cintas sin necesidad de gastar las pilas de nuestros magnetófonos, e incluso pudimos leer a través de algún medio que algunos servicios de espionaje lo habían utilizado para colocar en su capuchón un negativo y fotografiar documentos secretos de esos que son capaces de poner en jaque al gobierno de un país. O que incluso, algún médico lo lleva en el bolsillo de su bata blanca para practicar traqueotomías de urgencia.

Una joya que... Ah! Se me olvidaba!... Servía también para escribir.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Del pantalón corto, a los Blue Jeans

No era necesario tener incrustado un tripi en el hipotálamo de forma perenne -como en el caso de Ágata Ruiz de la Prada-, para pasarse el día flipando un mundo en colores de gigantescos rombos, corazones o floripondios. No pedíamos tanto. Bastaba con un poco de caridad cristiana de esa que tanto nos enseñaban con aquello del Domund. Bastaba con tener una pizca de compasión por aquellos niños y niñas de los 60’s y de principios de los 70’s a quienes la moda infantil... nos marcó de por vida.

Tampoco pedíamos un derroche de creatividad. Creo, que con un poco de sentido común hubiésemos tenido de sobras. Porque, vamos a ver; por más frío que hiciese en los inviernos de aquellos años en blanco y negro, no era de recibo enfundar a un niño en un verdugo de lana del que únicamente nos asomaban, y a duras penas, los ojos, la nariz y cuatro pelos del flequillo. Los pobres niños que llevaban gafas parecían buzos en descompresión con los cristales entelados por culpa de su propia respiración, y lo que no iban a hacer los pobres, encima... era dejar de respirar, así que iban dándose topetazos contra los semáforos y las farolas que encontraban camino de la escuela. Los colores de los verdugos se limitaban al marrón oscuro, negro o azul marino, que ni tan sólo eran atractivos ni vistosos, así que parecíamos pequeños terroristas cargados con dinamita en nuestra cartera escolar.

Estaban también los jerséis de cuello de cisne, en los mismos colores que los verdugos, pero además en: blanco, rojo, granate y en un horripilante azul cielo. Generalmente, y por aquella manía materna de que “teníamos frío”, los jerséis de cuello de cisne nos los ponían debajo de un suéter de lana estampado en rombos y con el cuello de pico. Lo peor de todo, era que esos suéters nos los tejían las abuelas en esas largas tardes de seriales radiofónicos, y claro... Quién le decía a la yaya que no nos gustaba ese suéter y que no nos lo íbamos a poner? Las yayas todo lo hacían con amor aunque, a veces, se tratase de cosas verdaderamente horribles.

Para ganarle la batalla al frío nuestras madres nos hacían llevar, además, una trenca de tres cuartos (a veces con capucha incluida), y cuyos botones eran una especie de pequeños cuernos de madera. Jamás entendí el por qué de que los botones tuviesen forma de cuerno, pero era así. En aquellos tiempos todo era “así”... bastante inexplicable. Tanto, que no contentas aún con nuestra indumentaria, nos enrollaban una bufanda al cuello y nos encasquetaban unos guantes. El frío lo tenía difícil, a no ser, claro está... por un pequeño detalle:

Consistía en una especie de ley no escrita en la que era, casi obligado, que los niños llevásemos pantalón corto. Madres y abuelas estaban convencidas de que nosotros no sentíamos frío en las piernas, de modo que esa parte de nuestra anatomía, a pesar de las previsiones tomadas con el resto de nuestro cuerpo, quedaba ahí, al aire, sometida a la intemperie y a las inclemencias del tiempo. Curiosamente, en verano, cuando nos llevaban al campo, nos ponían pantalones largos de pana marrón para que no nos pinchásemos con las ortigas, pero en los días de cada día, incluso en invierno, el pantalón corto era de necesidad vital.

Qué te pasa cielo? preguntaban las madres cuando nos llevaban al colegio.

Que tengo frío respondíamos.

Frío?! Pero si llevas el verdugo, la bufanda el cuello de cisne, el suéter y la trenca!!! se extrañaban ellas sin entender que al tener frío en las piernas, lo sentíamos en todo nuestro cuerpo.

Ya, lo sé, mamá, pero... tengo frío insistíamos nosotros.


Pues hala hijo!... no se hable más –y con un gesto maternal... nos colocaban la capucha de la trenca por encima del verdugo de lana.

Los modelos de pantalón corto tampoco eran propios de ninguna “Fashion Week”. Se limitaban a un modelo que era muy, muy corto, liso o con cuadritos, o a otro modelo ligeramente más largo (por encima de las rodillas), de una especie de tergal y que generalmente no tenía ningún tipo de estampado. Se había llegado a ver a niños con el suéter de cuello de pico estampado en rombos y con los pantaloncitos muy cortos con el estampado de cuadros, que más que ir al cole, parecía que tenían audición para presentarse a un casting en el Circo Ringling.

Pero lo mío con los pantalones cortos ya era para alucinar. Les contaré que de pequeño tuve el complejo de tener las piernas extremamente delgadas. Detestaba mostrar unas piernas que eran poco más que unas escuálidas canillas con unas rodillas que sobresalían y que parecía que querían llegar a los sitios antes que yo. “Rodillas de guerrero” les llamaba, por esa similitud que guardaban con el complemento metálico y puntiagudo que los caballeros medievales llevaban en sus armaduras para proteger sus rótulas de los ataques enemigos. Pues pese a eso, aún y con mis canillas escuálidas y mis rodillas de guerrero, tenía que llevar pantalón corto y andar por ahí ofendiendo las sensibilidades de todos cuantos me mirasen las piernas.

Se decía (cosas de madres y abuelas) que había que llevar pantalón corto hasta una vez hecha la primera comunión. Yo creo que todo fue un invento de la iglesia para que, aún que sólo fuese por eso, deseásemos hacerla. Y vaya que si lo deseábamos! A quién no le gustaba recibir una hostia? Pero por encima de todo, y más que por quitarnos de encima el pecado original, o recibir en nuestro ser al cuerpo de Cristo, deseábamos hacer la primera comunión para, por fin! De una vez por todas, librarnos para siempre de nuestro pantalón corto.

También había quien mantenía a sus hijos en pantalón corto hasta terminada la E.G.B y a punto de comenzar el bachillerato. Eso era con los 14 años cumplidos, así que la humillación de esos pobres críos debería de ser para echarse a llorar. Quizá mis padres me hubiesen hecho llevar pantalón corto hasta ese punto, pero afortunadamente, salí rebelde y juré sobre mi libro de catecismo escolar, que después de la comunión, el pantalón corto sería historia.

Así que la primera comunión se convertía para muchos en una auténtica “puesta de largo”. No fue mi caso. Algunos hacían la comunión vestidos de marinero y llevaban su flamante pantalón largo en color blanco. Otros, la hicimos con el uniforme de la escuela que consistía en: camisa, corbata, americana con el escudo del colegio cosido en la pechera, y ... pantalón corto.

Mis rodillas de guerrero y yo nos acercamos al altar (ellas llegaron antes que yo) para recibir la sagrada forma. El cura me santiguó con ella y la introdujo en mi boca (la sagrada forma... se entiende), me fui otra vez hacia el banco de la iglesia en ordenada fila con mis compañeros, y todos nos sentamos a rezar y a esperar que la hostia bendita se diluyese en nuestra boca. Se suponía que el día de la primera comunión era un día emocionante, y a decir verdad; para mi lo fue, ya que en casa me estaban esperando unos maravillosos Blue Jeans que serían estrenados al día siguiente sin más demora.

La primera sensación con mis pantalones vaqueros puestos no fue muy buena. Los tejanos no me quedaban como a James Dean o al detective Starski de la serie de TV, o como a los “Jets” o los “Sharks” de la película West Side Story. No se ceñían a mi piel ni marcaban mis formas, al contrario; me quedaban un poco como los que se llevan de moda ahora, sólo que en esa época... no estaba de moda llevar los pantalones al estilo “cagao” y con las perneras anchas. Vamos, que en mis tejanos cabíamos un amigo mío y yo, y ese no era el plan.

Qué se podía esperar de un niño con vaqueros, pero con canillas escuálidas y rodillas de guerrero?.

Un día descubrí que mis pantalones tejanos me quedaban bien los jueves. Resulta que en la escuela a la que yo iba por esas fechas, los jueves era el día que a primera hora de la mañana hacíamos gimnasia. Con el fin de que no nos demorásemos mucho en el vestuario y de que la clase se iniciase lo antes posible, nos obligaban a salir de casa con el chándal puesto, pero para que tampoco se nos viese paseándonos con ropa de deporte por la calle (no estaba demasiado bien visto entonces), había que camuflarlo debajo de la ropa de calle. Es decir; que en verano era un auténtico morirse de calor por eso de llevar el pantalón del chándal debajo del vaquero y la chaqueta puesta. Pero en invierno... el verdugo, la camiseta de deporte, la chaqueta del chándal, la trenca, la bufanda, el pantalón del chándal, el vaquero la bufanda y los guantes. A veces pienso que si los niños de esa generación aguantamos eso, estamos preparados para aguantarlo todo.

A pesar de lo engorroso de la situación, los jueves me quedaban los vaqueros que ni pintados. El “relleno” del chándal por debajo suplía la falta de carnes y me convertía en un auténtico chico Blue Jeans. Pocos días pasaron hasta recibir una bronca monumental por parte de mi madre, que al buscar el pantalón de mi chándal para ponerlo a lavar, y no dar con él, ni en lunes, ni martes, ni miércoles... finalmente descubrió el pastel.

Con chándal y sin él, llevé esos vaqueros hasta que se cayeron a pedazos, e incluso cuando se empezaron a agujerear de la parte de las rodillas por jugar a las canicas o al churro, mi abuela me cosió unas rodilleras de escai que tapaban el agujero y dejaban los pantalones como nuevos. Así que aún y hechos polvo, los seguí llevando. Cualquier cosa antes que protestar por esos vaqueros que no me gustaban, y menos aún después de la guerra que había dado para que me los comprasen.

Afortunadamente llegó la adolescencia. Mamá y la yaya se dieron cuenta de lo resistentes y sufridos que eran unos pantalones como esos, hasta el punto de que ya toda la familia llevábamos vaqueros como si se tratase de la cosa más normal. El problema era que durante la adolescencia, los cambios a los que se vio sometido mi cuerpo fueron alarmantes. Una mañana me despertaba y tenía los brazos más largos de lo normal. Otra mañana la nariz se había convertido en una patata llena de granos. Las piernas crecían de una manera anárquica sin pedir permiso ni guardar relación o proporción alguna con el resto del cuerpo, y así... no había quien se pudiese comprar unos vaqueros decentes, o cuanto menos, quien fuese capaz de mantenerse quieto dentro de ellos. La yaya estaba harta de subir dobladillos para tener que volver a bajarlos a los pocos días. Esas piernas que ya no eran tan delgadas y esas rodillas que ya no eran de guerrero, empezaban a sentirse apretadas dentro del pantalón, y eso molaba. Vaya que si molaba! Lo más de lo más era comprar unos vaqueros que ya de nuevos, pareciese que nos venían pequeños. Cuando tenía que aguantar la respiración y meter barriga para poder abrocharlos y salía del probador como envuelto en un mar de sudor, significaba, invariablemente, que esos vaqueros eran los buenos y los que había que comprar.


Pero hijo... te van muy prietos. Quieres decir? preguntaba mamá que esperaba pacientemente fuera del probador a que me probase un par de docenas de marcas y modelos distintos.

Si mama. Quiero estos! respondía con seguridad.

Pues hala hijo!... no se hable más. Ya eres mayor así que haz lo que quieras.

Y sí! Ya era mayor. Rondaban los años 1978, 1979, y con 14 y 15 años, estaba llevando mi transición personal de la adolescencia a la juventud, de un modo paralelo a la transición que estaba llevando el país de la dictadura a la democracia. Todo empezaba a dejar de ser en blanco y negro y daba paso al color, al azul de los Blue jeans y a los anuncios de pantalones tejanos que se podían ver por televisión y que empezaban a mostrarnos a chicas con ropa ceñida en un mundo diferente y absolutamente nuevo. Un mundo en color... aunque costase respirar dentro de los vaqueros.


Créditos imágenes: 1) Ilustración de Sergi Càmara. 2, 3, 4) Fotografías de infancia del Kioskero del Antifaz. 5) Cartel publicitario de pantalones tejanos Lois años 70's.

Vídeos: 1) Anuncio de tejanos Lois, modelo juvenil. Año 1967. 2) Selección de anuncios de vaqueros setenteros: Levis (Principios años 70's), Jeans Cimarrón (1978), Grin's (1978), Lois (1979), Marlboro Jeans (1979).

lunes, 29 de noviembre de 2010

Algo tendrá el vino cuando lo bendicen

Cada diez o quince días, al llegar de la escuela, mi madre me daba un par de duros y me decía “bájate a la bodega y compra una botella de “El Baturrico”. Así que obediente, y sabiendo que sobrarían un par de pesetillas que podrían tener como destino mi hucha, me dirigía a la bodega de la esquina, la “Bodega Eloy” y compraba esa botella de vino para mi padre.

La bodega Eloy la regentaban entre un padre y sus dos hijos; el padre era un tipo grueso, de cabello blanco y al que recuerdo sentado en una silla vuelta del revés y con los brazos reclinados en el respaldo, las piernas abiertas sosteniendo una descomunal barriga, y contemplando a la clientela con un palillo entre los dientes y una inexistente sonrisa que no asomaba jamás, ni en los mejores momentos. El hijo mayor era Eloy, el más activo y atento del local. Recuerdo cómo colocaba media docena de vasos sobre la barra, servía el vino y a continuación, deslizaba una mugrienta bayeta para quitar de en medio las gotas de espirituoso que se habían derramado. El hermano menor deambulaba arriba y abajo haciendo recados. Tenía un flequillo que se descolgaba con muy poca gracia sobre sus ojos, unos dientes superiores saltones que le impedían mantener la boca cerrada –aunque no hablaba nunca- y al que además, le faltaba un hervor. En definitiva, la bodega era uno de esos mundos dentro del Poble Sec con una fauna humana compuesta por ancianos que jugaban al domino y se echaban su cortado de después de comer, o bien de algún que otro vecino del barrio que repostaba para tomarse un aperitivo antes de la comida, y en la que tampoco faltaba algún vendedor de seguros despistado tomándose un vino para olvidar que eso de tratar de venderle seguros a gente de barrio, era una tarea bastante infructuosa.

Mis estancias en la bodega siempre fueron fugaces. Me limitaba a pedir la botella de “El Baturrico”, Eloy me la daba a la vez que tomaba mis dos duros y el casco vació de la botella anterior, me devolvía el cambio y seguidamente partía rumbo a mi casa, no sin antes echarle una ojeada al padre sentado en la silla, con su mirada clavada en la clientela y que parecía disecado de no ser por ese movimiento que hacía su palillo al pasearse lentamente de comisura en comisura, y que era el testimonio de que había vida en ese enorme cuerpo. Generalmente siempre me despedía de él dirigiéndole un tímido “adiós” que se limitaba a responder con un movimiento de su cabeza, pero sin perder de vista a la fauna del local que acaparaba constantemente su atención.

Ya en casa, mi padre no tardaba en llegar. Su presencia en el rellano de la escalera se delataba con el ruido que hacía con las llaves. Yo me apresuraba para abrirle la puerta y recibirle antes de que él pudiese abrir, y allí le encontraba, con las llaves en la mano y sonriéndome. Creo que el ruido con las llaves era un truco que él utilizaba para advertirme de su llegada, pero que en realidad, esperaba a que fuese yo quien le abriera ya que así era como sucedía siempre. Por más que estuviese entretenido con mis soldaditos de Monta-Plex, o imbuido en la lectura de mis tebeos, no se me escapaba jamás la llegada de mi padre llaves en mano.

Nos sentábamos a comer y mi padre mezclaba el vino de “El Baturrico” con gaseosa “La Casera”. Como gran adicto que he sido siempre a las bebidas gaseosas, jamás he podido entender como es posible estropear el sabor de una buena gaseosa con un vino, o el de una Coca-Cola con una ginebra o un whisky, pero... incomprensiblemente es algo que la gente hace. Comíamos los cuatro: mi madre, mi padre, mi yaya Lola y yo. Charlábamos aunque mi padre no sacaba ojo de la novela de Marcial Lafuente Estefanía, algo que disgustaba a mi madre que nunca aceptó que mi padre leyese a la hora de comer, pero que él hacía siempre a pesar de mantenerse al tanto de la conversación de turno. De vez en cuando yo recibía algún capón por irme de la boca y comentar alguna diablura perpetrada en la escuela; la iniciativa del capón era absolutamente aleatoria y podía provenir de cualquiera de mis mayores, a veces incluso, recibía más de uno por una mala coordinación entre mi madre y mi abuela que no decidiendo previamente quien de las dos me lo soltaba, lo hacían a la vez, en estéreo... en una época en la que en los hogares de barrio no habían más que transistores mono.

Mi padre regresaba al trabajo antes de que yo tuviese que volver a la escuela, así que apuraba el poco rato que me quedaba después de comer para volver con mis tebeos, o con mis mini héroes de infantería de plástico.

Con el paso del tiempo, finales de los 70’s aproximadamente, el vino “El Baturrico” fue retirado del mercado por hallarse en él una sustancia llamada cloropicrina cuyo uso frecuente era el de fumigante de suelos agrícolas, pero que los fabricantes del vino de esa marca utilizaron como fermento para evitar la formación de vinagre. Parece ser que esa práctica se realizaba en vinos peleones, fuertes y baratos, que se embotellaban y se producían en baja calidad para las clases trabajadoras que disponían de pocos ingresos.

De modo que mi padre se pasó al “Tío Pepe” y a tomarlo sólo de vez en cuando en los aperitivos, pero eso me pilló ya a una edad en la que no era yo quien se lo bajaba a comprar a la bodega Eloy, así como tampoco compartía siempre mesa con mis padres ya que prefería hacerlo con amigos y compañeros. Me pregunto que sintió mi padre el primer día que tuvo que utilizar las llaves para entrar en casa ya que no acudí yo a abrirle la puerta por más ruido que hiciera con ellas.

Toda esta historia me vino ayer a la cabeza después de enterarme de que el cartel publicitario del vino “Tío Pepe” será retirado temporalmente de la Puerta del Sol de Madrid; lugar en el que lleva desde 1935. Recuerdo que en los 14 meses que pasé en Madrid haciendo la mili, me gustaba pasearme por Puerta del Sol y, entre otras cosas, contemplar el rótulo luminoso. Imagino que lo asociaba al vino que bebía mi padre, y de paso, me recordaba mis idas y venidas de la bodega Eloy en busca de las botellas de “El Baturrico”. Pese a la retirada del cartel... Tranquilos, que para las campanadas de noche vieja seguirá allí, pero desaparecerá luego para poder rehabilitar la fachada en la que se encuentra.

El sol de Andalucía embotellado”, el cartel de "Tío Pepe" con su chaquetilla, su sombrero cordobés y su guitarra, volverá más adelante cuando la citada rehabilitación esté concluida, y volverá seguro a su lugar de origen en el ático del que fue el antiguo Hotel París, ya que este mismo año que ya termina, ha sido declarado como patrimonio de la ciudad por el Ayuntamiento de Madrid. Seguro que su creador, el dibujante Luis Pérez Solero y pionero de la publicidad española, estaría satisfecho de saber que su obra, además de ser vista a diario por los más de 450.000 usuarios del metro de Sol, así como por numerosos turistas y visitantes, es tomada en tanta consideración.

Sigo sin saber qué tendrá el vino cuando lo bendicen. Continúa sin decirme nada su sabor y aún acompaño mis comidas con Coca-Cola o alguna que otra porquería gaseosa, pero al contrario de los borrachos –que no recuerdan nada después de beber-, recuerdo perfectamente el olor del vino en barrica de la bodega Eloy, y a mi padre con las albóndigas sobre la mesa, leyendo su novela del Oeste y el vaso verde de Duralex con el vino con gaseosa.

lunes, 11 de enero de 2010

Quién no tiene un buen trancazo?

En los setenta, pasadas las fiestas navideñas, además de las resacas y de los estómagos castigados tras los atracones típicos de estas fechas, nos quedaban los resfriados, los catarros, las narices moqueantes y un frío considerable que nos hacía empalmar un trancazo tras otro hasta bien terminado enero.

Recuerdo un anuncio radiofónico de la época de una famosa tienda de Barcelona, que decía: "En mantas, colchas y juegos de cama, la Mallorquina tiene fama". Así que lo mejor para mitigar las bajas temperaturas y el entorno hostil que reinaba en el exterior, era permanecer sumergidos en nuestras camas dejando que apenas nuestra nariz sobresaliese por entre medio de mantas y almohadones.

Lo malo del caso era que no quedaba más remedio que sacar pecho y hacer frente a nuestras obligaciones. Más que nunca había que estar en forma para seguir trabajando y recuperarnos un poco de los gastos navideños que siempre fueron considerables y bastante por encima de las posibilidades de la gran mayoría. De modo, que a los resfriados, se les sumaban unas buenas jaquecas fruto de las preocupaciones que nos esperaban para recuperarnos del gasto, y que, por si fuera poco, a partir del mes de enero todo, absolutamente todo... era un poco más caro.

Ah!... Qué resulta que ahora es lo mismo? No me digan?

Mecachis... Pues antes había una solución para todo eso, en cambio ahora... pues no sé.



martes, 5 de enero de 2010

Día de Reyes

Esta madrugada, sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, harán sus aparición triunfal en las casas de los niños españoles y dejarán los regalos a todos y cuantos se los hayan merecido; es decir... a todos, ya que aún no concibo la idea de que algún niño haya hecho algo tan tremendo como para no ser merecedor de amanecer por la mañana y de encontrar un buen surtido de juguetes con los que colmar algunas de sus ilusiones. Como mucho, algunos encontrarán dulce carbón junto a sus juguetes, así que espero haberme portado lo suficientemente mal como para encontrar algún pedazo también junto a los míos.

De modo que esta noche, y a lo largo de todo el día de mañana, tocará ser monárquicos y demostrarle a Santa Claus que aunque le dejemos transitar por estas fechas junto a nosotros, tenemos una tradición a la que no vamos a renunciar, ya que aunque no sea más que un día al año... los reyes sirven para algo!

A estas alturas ya todos hemos escrito nuestra carta y se la hemos entregado a los pajes reales; eso espero. A los rezagados decirles que sí no la han mandado aún, que luego no se quejen. No valen las excusas, siempre pueden imprimir y recortar la que les adjunto en esta entrada y darse prisa en mandarla, aún están a tiempo. Se trata de una estupenda carta ilustrada por Pere Massana, el ilustrador catalán de quien ya hablé en una entrada anterior. La realizó en el año 1969 y creo que fue una de las más tradicionales de nuestra infancia y que se podía conseguir gratuitamente en las jugueterías y librerías de toda España.

Así que ya saben: los zapatos de los niños deben estar llenos de turrón y frutos secos en la puerta de casa, junto a ellos, unos curruscos de pan y un recipiente con agua para los camellos, y tres copitas de vino dulce para que sus Majestades se remojen el gaznate. Ah! Y no se preocupen por nada más, los Reyes van en camellos y ningún guardia urbano les someterá a un control de alcoholemia.

Espero que los Reyes se porten bien con todos y que mañana, al despertar, no se encuentren ni con los típicos calcetines de rombos, ni con corbatas, o con pijamas de franela para pasar las noches de invierno. Espero de corazón que se encuentren con maravillosos juguetes ya que se trata de eso, de un día en el que todos, absolutamente todos, tenemos el derecho y casi, el deber, de ser un poco niños.

Les dejo el anuncio que quizá representa con mas fuerza el espíritu navideño. Se trata de un anuncio realizado en 1970 por la casa de juguetes Famosa y que a día de hoy sigue siendo un referente insustituible de la importancia que tienen los juguetes en estas fechas.

Para terminar, que se coman a gusto el roscón y a ver a quién le toca el haba; no me vayan a hacer los rácanos y a tragársela con papel albal y todo con tal de no pagarlo.

Feliz día de Reyes!!!!

Créditos de las imágenes: 1-2) carta a Sus Majestades los Reyes Magos ilustrada en 1969 por Pere Massana. Colección particular.



martes, 22 de diciembre de 2009

El Kioskero les desea Felices Fiestas

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Que digo yo que si los del cava Freixenet, en solidaridad con la crisis, se dedican a repetir el mismo spot navideño que ya hicieron el año pasado, no creo que pase nada malo si yo hago lo mismo. No?

Confeccionar una de estas felicitaciones de Navidad suele llevarme un trabajo importante, y sinceramente... este año no he tenido tiempo. De modo que repito al igual que los del cava que, por una vez, nos han privado de uno de los grandes clásicos de estas fiestas y que consistía en tratar de averiguar a qué personaje famoso ficharían para felicitarnos las fiestas brindando junto a las sensuales burbujas.


Para ver la animación de esta felicitación del Kiosko no tenéis más que pinchar la imagen de la entrada. Espero que os guste ;-)


Felices Fiestas!!!

domingo, 20 de diciembre de 2009

Alto a la ley! Agente Federal del FBI

La marca de juguetes Redondo, se especializó, entre otras cosas, en miniaturas y reproducciones metálicas, sobretodo de pistolas. La gran mayoría de ellas disparaban potentes fulminantes en diversos formatos y el nivel de detalles en sus juguetes era exquisito y les daban un aspecto muy real.

De la gran cantidad de pistolas en diferentes tamaños que sacó al mercado, quizá una de las que más me encandiló y con la que más jugué, se trató del modelo que les muestro en la fotografía que encabeza la entrada; consistía en el, por aquel entonces famoso y anunciado en televisión: “Equipo completo de Agente Federal”, con el no menos suculento subtitulo añadido de: “Para la defensa de la ley”.

El Kit en cuestión contenía una preciosa pistola tipo revolver de cañón corto con su correspondiente funda sobaquera, unas esposas metálicas, una linterna, una lupa de investigador privado, una placa del FBI, un carné de identidad de agente que podías rellenar con tus datos y fotografía, y un par de cajas de fulminantes de rollo de 100 disparos cada uno de ellos. Muchos de esos fulminantes se resolvían satisfactoriamente con un potente “BANG!” y un espectacular fogonazo; aunque tampoco faltaban los que nos ofrecían un frustrante y tímido “PiiiiiF!” que daba al traste con nuestra reputación como agentes secretos, pero bueno... no tardábamos en reaccionar y en sustituir al fracasado fulminante por un “Piñau, Piñau!!” que entonábamos a todo pulmón.

En aquellos tiempos, y motivados por las series de televisión, todos queríamos ser vaqueros o detectives privados, y esos equipos completos que se vendían en preciosas cajas, eran el sueño de más de uno y el juguete que encabezaba la carta a los Reyes Magos de Oriente. Lo demás podía pasar; siempre supimos que los Reyes nos terminaban trayendo lo que les daba la gana, pero lo primero de nuestra lista, ese juguete que figuraba en cabeza después del obligado: “Queridos Reyes Magos...”, para ese no había excusa y los Reyes sabían que tenían la obligación de hacer lo imposible por conseguirlo.

Yo creo que fue en la Navidad de 1969 cuando los Reyes Magos se colaron en mi casa y me dejaron mi “Equipo completo de Agente Federal – Para la defensa de la ley”. Los amantes de lo ajeno, o todos cuantos estuviesen dispuestos a burlar la ley lo llevaban claro a partir de ese momento. Un nuevo detective de cinco años de edad había nacido y estaba muy dispuesto a poner orden y a hacer respetar la ley.



Créditos de las imágenes: 1) Equipo completo Agente Federal de la casa Redondo (Colección particular) .-2) Fulminantes de 100 tiros (Colección Particular).

sábado, 7 de noviembre de 2009

"La VOZ" de los anuncios de la tele

Cada año las campañas publicitarias televisivas de anuncios de juguetes empiezan a aparecer masivamente a mediados de octubre, sobretodo durante la programación matinal mientras los niños desayunan en casa antes de ir al cole.

Estás tomándote tu café con leche y las tostadas, con la mente en blanco (a esas horas no hay quien piense en nada... no hay capacidad para ello) y oyes como tus hijos van diciendo: “yo quiero este”, “me lo pido!”, “papá. Me lo traerán los reyes?”... Tu vas asintiendo con la cabeza, con los ojos semicerrados y tratando de entender cómo es posible que ellos tengan esa energía a unas horas de la mañana en las que tú no eres más que una piltrafa humana deseando que a medida que avance el día empieces lentamente a convertirte en persona.

De todos modos, y a pesar de ese estado catatónico matutino en el que los cuerpos están recién levantados de la cama, pero los cerebros permanecen aún dormidos, hay algo –que al menos a mi- no se me escapa. Imagino que será eso que llaman “deformación profesional” ya que por mi trabajo, me dediqué durante bastantes años a la publicidad, asistí a numerosas post-producciones de spots televisivos en los que había colaborado, y entre otras, mi función era la de supervisar las locuciones de los anuncios de la tele; eso que llaman “la voz en off” y que consiste en que una voz (obvio) va narrando y describiendo las virtudes de un producto a medida que las imágenes nos lo van mostrando.

Como digo, lo que a mi no se me escapa, es que “la voz” de la gran mayoría de anuncios de juguetes con los que somos acribillados cada mañana, pertenece al mismo tipo, al mismo locutor, y que no es otro –ni más ni menos- que Constantino Romero; el mismo que en las olimpiadas del 1992 de Barcelona, rogaba a los atletas que se bajasen del escenario en la ceremonia de clausura y ante la posibilidad de que este cediese debido al peso de todos cuantos andaban por ahí encima cantando el “amics per sempre naino, naino, naino-nai”, el mismo que dobla a Clint Eastwood en la versión española y que dice como nadie eso de: “Anda... alégrame el día”, y el mismo que ha presentado numerosos concursos televisivos y que en realidad, está en todas las salsas. Constantino Romero, un albaceteño que llegó un buen día a Barcelona, se quedó, y desde un estudio de grabación es capaz de llegar hasta nosotros a través de las voces de Arnold Schwarzenegger, del malo malísimo Darth Vader o de los colchones Lo Monaco.

Conocí personalmente a Constantino Romero, “Tino” (como le llaman afectuosamente en el ramo) cuando yo tenía 19 años. Por aquel entonces estaba trabajando en un estudio de publicidad colaborando en anuncios de televisión realizados en dibujos animados. Era una época gloriosa en la que se ganaba mucho dinero en ese negocio y en la que cualquiera que andase metido en publicidad podía llegar a cobrar unos sueldos que rondaban las 500.000 pesetas al mes; lo que ahora serían unos 3.000 euracos del ala. Yo tenía la mili pendiente y mi cabeza le daba vueltas a la idea de mantenerme como humorista gráfico, pero pese a ello, la publicidad me atraía, era un mundo en el que se podía aprender mucho y en el que era posible ganar un dinero que no venía mal. Yo tenía el privilegio de estar en un estudio en el que quien más y quien menos ganaba esos 3000 euracos, en el que me hacían trabajar más horas que a un reloj, en el que se me encargaban todo tipo de trabajos a horas intempestivas y en el que se me pagaban... 20.000 pesetas al mes (unos 120 euros...). Vamos, que no era yo que digamos un potentado, ya que por encima de todo mi trabajo consistía en preparar cafés y llevarles los almuerzos a los que en realidad, ganaban esa pasta gansa haciendo trabajos por los que yo hubiese dado un brazo. Eran animadores que daban vida a los personajes de los anuncios, se encargaban de realizar los decorados de las películas, de planificar y de organizar el Cristo que supone sacar adelante una mini producción de 20 segundos; en definitiva, un trabajo apasionante.

Durante algo más de tres largos meses estuvimos trabajando para una campaña de Cheetos compuesta de tres anuncios para varios de los productos: los ricitos, los torciditos y los bolitas. La cantidad de horas mensuales de trabajo de cuantos estábamos allí arrojaba una media de 17 horas diarias por persona, no es broma, trabajábamos día y noche, dormíamos escasamente tres o cuatro horas en una habitación del estudio en la que habían unas mantas y una moviola, mal comíamos, mal cenábamos, mal dormíamos, apenas nos aseábamos, pero todo esfuerzo era poco, los tres anuncios tenían que estar terminados en la fecha prevista o de lo contrario, la agencia podía poner una sanción económica al estudio y alguien podía quedarse sin sus 3000 euros; yo sin mis 120.

El trabajo contrarreloj, el agotamiento de todos y la necesidad de presentarse en el estudio de grabación con material bajo el brazo y completar la última etapa del proceso, hizo que por azar o mala leche, me tocase a mi personarme en el estudio y supervisar la post-producción de los tres anuncios.

—Yo?
—Si tú. Toma este dinero y píllate un taxi cagando leches. Esto tiene que estar listo a mediodía.
—Pero si yo... Ya sabré?
—Tranquilo, mientras el actor haga la locución tu estarás en una cabina con unos cascos puestos. Lo único que tienes que hacer, en cuanto él termine, es mirarle sonriente y levantar tus pulgares como haciéndole saber que lo ha hecho de puta madre.
—Y ... Ya está?... Y si no lo hace bien?
—Si no lo hace bien estamos jodidos! No hay tiempo para cambios ni revisiones, el cliente nos meterá un paquete si no tiene esto sobre su mesa antes de comer, así que tú... levanta esos jodidos pulgares!

Con tres rollos de película en una bolsa del Spar y metido en un taxi, me dirigí hacia el estudio de grabación. Y al llegar... allí estaba el incombustible Constantino Romero.

—Hola hijo. Eres tú el director de todo esto? —La voz de Clint Eastwood se estaba dirigiendo a mi. Temía tener que mentirle, pero... igual desenfundaba su Mágnum 357 y hacía en mi pecho el agujero del tamaño de un puño.
—Seeee... Si —le dije intentando transmitir convicción.
—Pues vamos allá! Esto va a ser divertido! —dijo la voz.

Divertido? Yo andaba más perdido que Trazan en New York.

Los técnicos colocaron uno de los rollos de película en la moviola. Constantino se colocó frente a un atril y se puso los cascos, a mi me encerraron en la cabina de sonido familiarmente conocida como “la pecera” y junto a mi, un técnico manipulaba una mesa llena de botones, lucecitas, interruptores y palancas. Las luces de la sala descendieron su intensidad, un pequeño foco iluminó el atril en el que “Tino” tenía los papeles con el texto de su locución. La moviola comenzó a reproducir las imágenes del spot.

Yo tuve que darle la señal a Tino de cuando él tenía que inmortalizar con su voz aquel momento. Lo hice y... Eh!... lo hice bien. A la primera! Y Tino se arrancó con su portentosa voz y con su desbordante talento.

Cheetos. Los masqueseros, más que buenos, más que divertidos!

Yo estaba pendiente mientras todos: Tino, técnicos y demás asistentes me miraban.

—Ya está? —pregunté.
—Eso tú. Cómo lo has visto? Te parece bien? —me preguntó el técnico.
—Eeehh... Si... No?
—Si? —insistió.

Tino me miraba con las cejas levantadas por encima de sus gafas, su calva brillaba debido a la luz del pequeño foco, el bigote dibujaba una mueca torcida como de estar a la expectativa de mi decisión.

Le miré... le lancé una de mis mejores sonrisas, levanté mis pulgares y a partir de ahí una tensión que había reinado el ambiente durante breves minutos, se convirtió en alivio y en calma total. Era la primera vez en mi vida que yo tenía poder, la primera vez en la que bajo mi responsabilidad estaba el control absoluto de una situación, y animado por mi éxito estaba deseoso de continuar con aquello.

—Bien, perfecto! —dije, mientras que le impostaba cierta seguridad prepotente a mi voz—. Chicos... vamos a por los otros dos spots.
—Los otros dos? —Preguntó Tino.
—Si Tino —le respondí (ya éramos colegas, así que podía tratarle con familiaridad)–. Olvidas que eran tres rollos?

El técnico que me acompañaba en la pecera tapó sutilmente el micrófono de sus cascos con una de sus manos y se dirigió a mi.

—Esto... la locución es la misma para los tres. No es necesario grabar nada más, a menos, claro está, que consideres que este “take” no ha sido bueno —me aclaró.

Todo mi poder se vino abajo. Reaccioné rapidamente, como pude, tratando de enmendar mi error y de devolverme a mí mismo la autoridad que en un “plis” había tirado por tierra.

—Oh claro!... Perfecto Tino, perfecto! Todo ha salido perfecto! —mi sonrisa se quedó paralizada en mi rostro, una gota fría de sudor descendía por mi sien y mis pulgares se mantenían tiesos y petrificados. Creo que Tino pensó que tenía alguna enfermedad en los dedos, ya que desde ese momento hasta que se fue después de cobrar su talón de 150.000 pesetas, estuve levantándole los pulgares cada vez que me cruzaba con él.

150.000 pesetas, novecientos y pico euros por decir, en apenas unos segundos: “Cheetos. Los masqueseros, más que buenos, más que divertidos”. Yo había “dirigido” la locución de un tipo que había cobrado en esa sesión lo que yo tardaría en ganar en unos ocho meses de arduo trabajo.

Ese día aprendí que no porque a uno le pongan una gorra de plato se convierte en general. El poder es algo más sutil que todo eso y no siempre lo poseen aquellos que aparentamente lo ostentan.

Jodeeerr.....

Todo eso sucedió durante mi estancia en el Estudio Andreu de Barcelona. Un estudio especializado en dibujos animados y que fue de los más importantes en España en las décadas de los 70 y de los 80 desarrollando una importantísima tarea en el campo de la publicidad. Anuncios como los del Búlgaro de Cropán, los Phosquitos, los calzados deportivos Paredes, Lois Junior, los primeros Mister Proper, la ranita del Confidest, El Caserio, y un largo etcétera. El que les dejo como muestra se trata del spot de Pilé 43, realizado en Estudio Andreu y rebosante de estética setentera.



Créditos de las imágenes: Consistentes en bocetos realizados en Estudio Andreu para varias capañas publicitarias .-1) No lo recuerdo bien, pero creo que eran personajes para un spot de Cutex .-2) Fotografía de Constantino Romero bajada de Internet .-3) Cheetos, los masqueseros .-4) La ranita del test de embarazo Confidest .-5) El Caserio .-6) Mister Proper.

viernes, 30 de octubre de 2009

Es cosa de hombres


Terminaron las vacaciones y tocaba incorporarse a un nuevo curso escolar, así que allí estábamos todos estrenando aula para el que iba a ser nuestro último año de permanencia en aquella escuela y pasar a lo que entonces se llamaba el BUP. Los pupitres revelaban el paso de anteriores alumnos que con las agujas del compás habían dejado sus nombres grabados y reseguidos con la tinta de los bolis Bic. También habían escritas algunas divertidas obscenidades y algún que otro apunte o fórmula matemática que tenía todas las pintas de ser alguna chuleta en vistas a un examen.


Aún no eran las nueve en punto de la mañana, la Señorita Isabel no había llegado todavía y algunos compañeros iban entrando y ocupando los sitios vacíos tratando de ponerse al lado de los que eran sus más afines. Cristina hizo su aparición en clase y pasó a acaparar la atención de cuantos allí estábamos. Durante ese verano entre séptimo de EGB y octavo, después de casi tres meses sin verla, había dado un cambio total. Siempre destacó por su naturalidad, desparpajo y saber estar, pero en esas vacaciones la naturaleza se había esmerado con ella moldeándola a conciencia. Las peculiaridades de la nueva aula ocuparon un segundo plano ante esa Cristina que en Julio se despidió de nosotros siendo una niña y que aparecía, ahora, convertida en una espléndida mujer. Cris, que así era como la llamábamos, era un pedazo de chica de quitarse el sombrero, y al parecer, eso no había afectado en absoluto a su simpatía y a esa manera que tenía tan particular de mostrarse amable con todo el mundo.


Sus amigas y compañeras que habían compartido con ella desde primero de EGB fueron las primeras en saludarla, en lanzarse a sus brazos y en mostrarse encantadísimas de volver a verla. Incluso alguna lágrima se derramó por parte de algunas que se sintieron súper emocionadas por el feliz reencuentro. Los tíos no llorábamos por eso. Nos alegraba reencontrarnos también, y nos dábamos collejas, empujones o lo que fuese necesario, pero... Llorar? Menuda mariconéz.


Con el paso de los días y del normal devenir del nuevo curso, las mismas amigas que se deshicieron en halagos ante lo hermosa que estaba Cristina, no tardaron en empezar a comentar por los rincones que al parecer, ese verano, la Cris... se lo había montado con más de uno en el pueblo de su madre. La Asun -su amiga del alma- llegó a decir que hasta había perdido la virginidad y que lo sabía de buena tinta ya que la propia Cris se lo había contado. Alguno preguntó que qué era eso de la virginidad, y como era de esperar en un cole de barrio, la respuesta no pudo ser más clara:


—Pues que se la han follado. Capullo!

El único pecado que cometió Cristina durante ese verano, lo que realmente sus amigas no le pudieron perdonar jamás, fue que les había tomado la delantera, y que mientras que ellas continuaban luciendo unas piernas escuálidas, unas formas rectas y unos pechos planos, Cristina mareaba con sus curvas incluso al “profe” de geografía del que todas, sin excepción, estaban loquitamente enamoradas.

Tal fue la propaganda a la que toda la clase fue sometida durante ese primer trimestre sobre los excesos que, al parecer, la Cris había cometido en el pueblo, que la falacia fue cobrando un incuestionable aspecto de realidad. La Cris se levantaba para tirar algo a la papelera y a la Asun le faltaba tiempo para llamar la atención de todos cuantos estaban sentados en los pupitres cercanos.

—Mirarla, mirarla como mueve el culo. Hay necesidad de exhibirse tanto? Ha vuelto hecha una puta!

Tanto se repitió que “la Cris va salida, la Cris va salida, la Cris va salida” que le cayó el apodo de “Crisálida”. No hay que decir que el primer golpe que recibió fue cuando se enteró de a cuento de qué se le había puesto ese mote. Recuerdo que rompió a llorar no entendiendo el motivo de semejante escarnio al que hasta ese día, ella había estado completamente ajena. Por fortuna, allí estaba Asun para consolarla y para decirle que no se preocupase y que quienes le decían eso lo hacían simplemente por envidia.

Tres pupitres por detrás se encontraba el Ortega. El pobre ya había sido un aspirante a gusano en quinto de EGB, en sexto se consolidó como tal. En séptimo fue un gusano profesional y en octavo le hubiesen podido llegar a dar un master. Su aspecto de macarra barato lo decía todo de él, y por lo que se ve, junto a sus secuaces había planeado calzarse a la Cris a lo largo de ese último curso en la escuela.


—A esta me la tiro yo por mis cojones.

—No hay huevos tío. Demasiado mujer para ti.

—Seeh, ya, pero... Qué no veis que es una guarra? A esta le entro bien y me la follo fijo.


Cristina, que ya era plenamente consciente de todo y cuanto se decía de ella, fue dejando poco a poco de ser esa chica tan extrovertida, se le agrió algo el carácter y empezó a desconfiar de todos en general. Alguna vez, no obstante, había conseguido hacerla reír con alguna de mis payasadas, y la clase, el patio, o la estancia en la que nos hallásemos, por amplia que fuese, se iluminaba con su amplia sonrisa y el brillo de sus ojos, pero... Asun seguía siendo su confesora, su paño de lágrimas y su hombro amigo sobre el que llorar; luego, le faltaba tiempo para largarles a los demás su maliciosa versión de todo cuanto su amiga le había confiado.


A los oídos de Ortega llegó el rumor de que si la Cris estaba triste, era porque se moría por sus huesos, pero que como él era el más chulo de la clase, lo más probable sería que no quisiese saber absolutamente nada de ella. Desde el día en que Ortega ante sus amigos sentenció cuales eran sus intenciones con respecto a Cris, que ya había dado algunos pasos tanteando el terreno, pero después de conocer esa noticia no le quedó la menor duda de que la chica andaba por él, pero que aún y a pesar de ser un zorrón no se atrevía a lanzarse de lleno.


—Claro —pensaría Ortega—. A lo mejor es que me ve demasiado hombre para ella.


Ortega se dispuso a cumplir con su objetivo convencido de su éxito y no dudando ni por un solo instante de sus posibilidades.


Una tarde, en el patio de la escuela, andábamos cada uno a la nuestra y en los grupitos habituales de siempre; el Vallcanera, el Boliche y yo nos encontrábamos sentados en nuestra esquina comiendo nuestro bocadillo y charlando de nuestras cosas. El resto de chicos jugaban a la pelota y las chicas aunque simpáticas en general, estaban deseando terminar octavo, pasar al instituto y tener la posibilidad de conocer a chicos mayores, nosotros empezábamos a ser poca cosa.


Al poco rato unas voces llamaron la atención de todos. Alguien estaba discutiendo cerca de la puerta de los lavabos y la cosa parecía ir en serio.


—Suéltame idiota! —Cris le gritaba a Ortega que la tenía cogida de uno de sus brazos.

—Pero que coño te pasa tía?

—Que me sueltes te digo! —insistía.


Sin soltarle el brazo Ortega levantó su puño por encima de su cabeza y lo descargó con todas sus fuerzas sobre el rostro de Cristina desarbolándola completamente y tirándola al suelo. Seguidamente se giro y se dirigió a los suyos, tieso y triunfante como si se hubiese tragado el palo de una escoba.


—Será puta la asquerosa esta? No te jode la tía? —iba diciendo con una media sonrisa en su cara mientras se acercaba a un puñado de espectadores satisfechos.


Ortega no consiguió su trofeo, pero aquella acción viril le hizo revalidar ante sus amigos el título de macho alfa.


—Haz algo tío —me dijo el boliche en voz baja y sin dejar de mirar como Cristina lloraba arrodillada en el patio.


Me levanté y me acerqué a ella. No sabía esa vez cómo podría arrancarle una sonrisa. El Ortega me daba absolutamente igual; ni me planteé encararme con él en ningún momento. Cristina estaba ahí y ninguna de sus amigas se acercaba ni a ver qué tal estaba.


—Y tú? Qué quieres tú? —me preguntó clavándome sus ojos llorosos—. Déjame en paz. Quieres?


El timbre anunció el final del patio y de regreso a clase algunas compañeras miraban a Cristina como pensando “Tía... no puedes andar calentando a un tío para luego nada”.


El paso del tiempo determinó que Cristina "crisálida" terminase convirtiéndose definitivamente en mariposa y tomando el control de una vida; su vida. Ortega, el gusano... no pasaría nunca de capullo y terminó ocupando durante una buena temporada una celda de la prisión Modelo de Barcelona por un largo sinfín de asuntos sucios. Pero en aquel momento y ante una compañera llorando en el suelo del patio de la escuela, nada pude hacer. Estaba de más mi actuación o la actuación de cualquiera en una España en la que aporrear a una mujer... tenía premio.



sábado, 24 de octubre de 2009

Los Sugus

Debería tener yo unos seis años cuando mi yaya Lola se hizo testigo de Jehová; siempre he dicho que quería con locura a mi yaya Lola... nunca que fuese perfecta.

Los viernes, debido a que mis padres trabajaban hasta bien entrada la noche, mi yaya Lola me llevaba con ella a las reuniones en el Salón del Reino y allí pasábamos la tarde. Al parecer, yo daba bastante guerra mientras que los siervos discurseaban sus sermones, de modo que mi yaya tuvo la brillante idea de comprarme cada viernes, una bolsita de caramelos Sugus. Era un modo como otro de tenerme entretenido... supongo.

Siempre me fascinaron esos caramelos blanditos, paralelepípedos, perfectamente envueltos con doble papel: uno que contenía la marca y el sabor, así como su color correspondiente, y otro de color blanco que protegía a la viciosa chuche del calor. Lo mejor de lo mejor, lo más de lo más... era desenvolver uno de cada sabor: fresa, naranja, limón, piña, cereza y hacer con ellos una torre para meterla toda entera en el interior de la boca. Sin duda se trataba del súmmum extremo y mi expresión así lo describía: los carrillos hinchados y llenos de caramelos, la sublime explosión de todos los distintos sabores, los ojos en blanco y ligeramente entornados, la babilla resbalando por la comisura de los labios...

Viéndome esa cara, muchos de los allí congregados bien podían llegar a pensar que la palabra de Jehová estaba entrando y calando hondo en mi, pero... nada más lejos de la realidad. Se trataba de la casa chocolatera suiza Suchard la que verdaderamente me estaba haciendo tocar el cielo y convirtiéndome en un fiel adepto de los placeres más extremos.

Los dejaron de fabricar durante un tiempo, pero irremediablemente volvieron... será por algo. Los caminos de Suchard son inescrutables...

Amén.

jueves, 15 de octubre de 2009

Clamante Vitaminado, le devuelve la alegría

Ahora que me veo convaleciente de mi tendinitis en el codo, y con mi brazo derecho inmovilizado, me acuerdo de esos domingos de los años 70 en el campo con nuestros padres, tíos y primos. Las mesitas y las sillas de camping, el vino con gaseosa, las tortillas de patatas, los libritos de lomo. Los SEAT 600 y los 850 Especial iban cargados hasta los topes de neveras portátiles, fiambreras de la casa Tupperware, vasos y platos de Duralex en colores verde y ambar, y de críos. Un montón de críos en cada coche en dirección al deseado “día de campo” y sin elevadores, sillitas ni cinturones de seguridad.

Y como no, me acuerdo de que una tendinitis nunca se solucionaba ni con inmovilizaciones ni con infiltraciones. Cualquier mal tenía su cura inmediata con aquellos botiquines setenteros que nuestros padres llevaban en la guantera del coche y que contenían: alcohol, agua oxigenada, mercromina, sulfamidas, vendas, esparadrapo de la marca Imperial, algodón, tiritas y el infalible Calmante Vitaminado.

Cualquier trompazo, arañazo, caída con voltereta incluida, etc, tenía su remedio aplicando unas gotas de alcohol, unos polvos sulfamidas para prevenir infecciones, una venda sujetada por una tirita y un Calmante Vitaminado para evitar el dolor.


Por si eso fuera poco; nosotros regresábamos a casa vendados y llenos de mercromina hasta las orejas, tal y como si hubiésemos mantenido una refriega contra alguna guerrilla revolucionaria, y con nuestro calmante entre pecho y espalda, pero siempre, absolutamente siempre... algún tío se había pasado de vueltas con el vino, la gaseosa o con el brandy Soberano, y alguien de la familia le administraba también el calmante vitaminado de turno.

—A ti qué te duele tío? —preguntábamos.

—A mí?... A mí no me dfuele naaadza —respondía el tío con una sonrisa socarrona y la nariz colorada.

Y es que claro..., ya lo decía el anuncio: “Beba sin temor. Ya todo ha pasado con Calmante Vitaminado”.

Así que ni controles de alcoholemia, ni leches; el tío cargaba de nuevo el coche con un puñado de críos y emprendía el viaje de regreso a la ciudad aunque llevase un pedo del quince. Como mucho, en alguna curva tomada un poco en Zig-Zag, se le acercaba una pareja de la guardia civil, le hacían detener el coche, bajar la ventanilla, y le saludaban con ese: “Güenas tardes... Documentassión”. El tío sacaba los papeles del coche de la guantera, los guardia civiles veían el botiquín, miraban el interior del vehículo -que más bien parecía un parvulario en día de excursión- y ya consideraban que el tío era un señor responsable. Además... si su aliento echaba un poco de pestazo a Brandy Soberano, su categoría aumentaba a la de “macho ibérico”, ya que eso... “era cosa de hombres”. Le despedían con un: “Güen viaje, caballero” y en marcha de nuevo.

Total, que ya estoy harto de reposo, voy a mandar al carajo mi vendaje, mi cabestrillo y voy a pillar una borrachera de tres pares. Luego me tomaré un Calmante Vitaminado y a trabajar que ya va siendo hora.

Me parece a mi que esto de la tendinitis... no es más que otra excusa que se buscan los médicos de hoy en día para evitar que los viejos botiquines de los años 70, les dejen sin curro.