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Recuerdo con especial agrado el pase de una de esas películas ( a decir verdad, se trata de la única que recuerdo). La peli se titulaba “El anillo de los Nibelungos”, historia de la cual se han realizado innumerables remakes, pero que creo, que la que yo vi era una producción germano-yugoslava de 1966, aunque tampoco puedo estar seguro. El caso es que disfruté como un loco de las aventuras y de los colores estridentes del film, que sin duda, si lo volviese a ver a día de hoy imagino que me horrorizaría. Quién sabe?
Esas visitas “al cine” de la iglesia de Santa Madrona solían ser organizadas por la escuela; por las mañanas el señor Rius, y profesor de religión para más señas, nos introducía en la trama de la película que iríamos a ver esa misma tarde, y por la mañana del día siguiente nos animaba a comentarla en clase.
Uno de los recuerdos que más se conserva en mi memoria de esas sesiones de película, es el hecho de que podíamos asistir a la sala con los bocadillos y las botellas de gaseosa. Ni que decir tiene que medio bocadillo era engullido, mientras que la otra mitad era deshecho en migas que lanzadas como proyectiles se estampaban en las cocorotas de los compañeros de clase que se hallaban sentados en las filas delanteras, así como en la cabeza de alguno de los profesores que en mitad de la película, se levantaba de su asiento y pedía orden del modo más infructuoso que nadie se pueda llegar a imaginar.
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Tampoco recuerdo qué película vimos por la tarde ya que había mucho que hacer en esa sala de cine: comerse medio bocadillo y preparar proyectiles con el otro medio, beberse la gaseosa, cambiar cromos con mi compañero de clase José Luís Naval, corretear entre las filas de asientos y lanzarse cuerpo a tierra en cuanto el señor Rius se ponía en pie para solicitar orden. En fin... que no se podía estar en todo.
Lo que recuerdo perfectamente, es que en la cola que formamos para salir ordenadamente del cine, una imagen de madera de la Virgen María y a tamaño natural, se hallaba allí, en pie, flanqueando la puerta que daba a la salida de la iglesia. No recordaba haber visto esa imagen en las otras ocasiones que habíamos asistido a Santa Madrona a ver una película. Posiblemente, la imagen se encontraba de paso, o quizá estuvo allí siempre, pero nunca me fijé. El caso es que con siete años y cursando 3º de EGB, pude percatarme de que realmente, la Virgen María era absolutamente hermosa.
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Recordé una frase que durante la mañana pronunció el Señor Rius en uno de esos momentos en los que yo no le prestaba atención alguna: “La Virgen María no había conocido hombre”. Y me dio por pensar que quizá por eso lloraba. No hubiese sido de extrañar ya que hasta 3º de EGB yo había asistido a colegios en los que los niños éramos separados de las niñas, pero en ese nuevo cole en el que consiguieron matricularme mis padres tras mi expulsión del colegio anterior, estábamos todos juntos, y el hecho de haber conocido a niñas y poder jugar con ellas, me resultó especialmente agradable.
Finalmente y mientras avanzaba la cola, allí estaba ella, escasamente a dos palmos de mí. No conseguí que sus ojos me mirasen por más que trataba de buscarlos con los míos, no había forma de coincidir. En el intento de captar su atención de algún modo, llegué incluso a salirme de la fila, y ya que estaba, decidí darle un rodeo a la imagen para ver cómo diablos llevaba sujeto el alo a la cabeza; algo que había visto en las estampas y en las ilustraciones de los libros de religión, pero que no había sido capaz de entender nunca.
Juro que fue sin querer, pero a pocos centímetros de mi nariz el culo de la Virgen llamó sorprendentemente mi atención. Jamás había reparado en la idea de que la Virgen pudiese tener culo, pero... vaya que si lo tenía! Un hermoso culo, terso y redondo, cubierto por un fino manto que permitía adivinar todas sus turgencias y que me hizo recordar aquella tarde en la que Ana Ochoteco y yo, jugando en el patio, nos metimos en una especie de lío en el que yo andaba tocándole el culo a ella mientras que ambos, entre risas, intuíamos que estábamos pecando y no entendiendo muy bien el por qué.
En una acto puramente cristiano, casto y con la mayor intención de solidaridad de la que fui capaz, posé mis dos manos sobre el culo de la Virgen María esperando arrancar de ella una sonrisa y borrar esa aflicción de su rostro.
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Una vez en la calle, el señor Rius me zarandeó cogiéndome de los brazos, tirándome del pelo y del cuello de mi jersey. De su boca salieron todo tipo de insultos de entre los cuales recuerdo uno que me dejó absolutamente impresionado; “hijo de Satanás!” Joder con el cura de incógnito! En un arranque de melodramatismo extremo se arrodilló en el suelo en plena calle, y en actitud de súplica al Todo Poderoso exclamó: “Dios mío! Perdona a este pobre desgraciado que no sabe lo que hace!”. Se levantó nuevamente y continuó con sus zarandeos y con todo lo más rancio que fue capaz de sacar por su boca. Yo ya estaba por echarle mano a la goma de pollo, sacar una “muni” de mi bolsillo y saltarle un ojo, pero afortunadamente una señora (gracias señora) que pasaba por la calle y que, al parecer, estaba informada por alguno de mis compañeros de cuanto allí había sucedido, se acercó al señor Rius y le dijo:
—Oiga! Deje en paz a este crío, que por más que le haya tocado el culo a la Virgen... no ha sido él quien la dejó preñada!
Preñada? Poco tiempo después me enteré de qué significaba eso, pero... No habíamos quedado en que “La Virgen María no había conocido hombre”?
Fíate tú de curas!