No era necesario tener incrustado un tripi en el hipotálamo de forma perenne -como en el caso de Ágata Ruiz de la Prada-, para pasarse el día flipando un mundo en colores de gigantescos rombos, corazones o floripondios. No pedíamos tanto. Bastaba con un poco de caridad cristiana de esa que tanto nos enseñaban con aquello del Domund. Bastaba con tener una pizca de compasión por aquellos niños y niñas de los 60’s y de principios de los 70’s a quienes la moda infantil... nos marcó de por vida.
Tampoco pedíamos un derroche de creatividad. Creo, que con un poco de sentido común hubiésemos tenido de sobras. Porque, vamos a ver; por más frío que hiciese en los inviernos de aquellos años en blanco y negro, no era de recibo enfundar a un niño en un verdugo de lana del que únicamente nos asomaban, y a duras penas, los ojos, la nariz y cuatro pelos del flequillo. Los pobres niños que llevaban gafas parecían buzos en descompresión con los cristales entelados por culpa de su propia respiración, y lo que no iban a hacer los pobres, encima... era dejar de respirar, así que iban dándose topetazos contra los semáforos y las farolas que encontraban camino de la escuela. Los colores de los verdugos se limitaban al marrón oscuro, negro o azul marino, que ni tan sólo eran atractivos ni vistosos, así que parecíamos pequeños terroristas cargados con dinamita en nuestra cartera escolar.
Estaban también los jerséis de cuello de cisne, en los mismos colores que los verdugos, pero además en: blanco, rojo, granate y en un horripilante azul cielo. Generalmente, y por aquella manía materna de que “teníamos frío”, los jerséis de cuello de cisne nos los ponían debajo de un suéter de lana estampado en rombos y con el cuello de pico. Lo peor de todo, era que esos suéters nos los tejían las abuelas en esas largas tardes de seriales radiofónicos, y claro... Quién le decía a la yaya que no nos gustaba ese suéter y que no nos lo íbamos a poner? Las yayas todo lo hacían con amor aunque, a veces, se tratase de cosas verdaderamente horribles.
Para ganarle la batalla al frío nuestras madres nos hacían llevar, además, una trenca de tres cuartos (a veces con capucha incluida), y cuyos botones eran una especie de pequeños cuernos de madera. Jamás entendí el por qué de que los botones tuviesen forma de cuerno, pero era así. En aquellos tiempos todo era “así”... bastante inexplicable. Tanto, que no contentas aún con nuestra indumentaria, nos enrollaban una bufanda al cuello y nos encasquetaban unos guantes. El frío lo tenía difícil, a no ser, claro está... por un pequeño detalle:
Consistía en una especie de ley no escrita en la que era, casi obligado, que los niños llevásemos pantalón corto. Madres y abuelas estaban convencidas de que nosotros no sentíamos frío en las piernas, de modo que esa parte de nuestra anatomía, a pesar de las previsiones tomadas con el resto de nuestro cuerpo, quedaba ahí, al aire, sometida a la intemperie y a las inclemencias del tiempo. Curiosamente, en verano, cuando nos llevaban al campo, nos ponían pantalones largos de pana marrón para que no nos pinchásemos con las ortigas, pero en los días de cada día, incluso en invierno, el pantalón corto era de necesidad vital.
—Qué te pasa cielo? —preguntaban las madres cuando nos llevaban al colegio.
—Que tengo frío —respondíamos.
—Frío?! Pero si llevas el verdugo, la bufanda el cuello de cisne, el suéter y la trenca!!! —se extrañaban ellas sin entender que al tener frío en las piernas, lo sentíamos en todo nuestro cuerpo.
—Ya, lo sé, mamá, pero... tengo frío —insistíamos nosotros.
—Pues hala hijo!... no se hable más –y con un gesto maternal... nos colocaban la capucha de la trenca por encima del verdugo de lana.
Los modelos de pantalón corto tampoco eran propios de ninguna “Fashion Week”. Se limitaban a un modelo que era muy, muy corto, liso o con cuadritos, o a otro modelo ligeramente más largo (por encima de las rodillas), de una especie de tergal y que generalmente no tenía ningún tipo de estampado. Se había llegado a ver a niños con el suéter de cuello de pico estampado en rombos y con los pantaloncitos muy cortos con el estampado de cuadros, que más que ir al cole, parecía que tenían audición para presentarse a un casting en el Circo Ringling.
Pero lo mío con los pantalones cortos ya era para alucinar. Les contaré que de pequeño tuve el complejo de tener las piernas extremamente delgadas. Detestaba mostrar unas piernas que eran poco más que unas escuálidas canillas con unas rodillas que sobresalían y que parecía que querían llegar a los sitios antes que yo. “Rodillas de guerrero” les llamaba, por esa similitud que guardaban con el complemento metálico y puntiagudo que los caballeros medievales llevaban en sus armaduras para proteger sus rótulas de los ataques enemigos. Pues pese a eso, aún y con mis canillas escuálidas y mis rodillas de guerrero, tenía que llevar pantalón corto y andar por ahí ofendiendo las sensibilidades de todos cuantos me mirasen las piernas.
Se decía (cosas de madres y abuelas) que había que llevar pantalón corto hasta una vez hecha la primera comunión. Yo creo que todo fue un invento de la iglesia para que, aún que sólo fuese por eso, deseásemos hacerla. Y vaya que si lo deseábamos! A quién no le gustaba recibir una hostia? Pero por encima de todo, y más que por quitarnos de encima el pecado original, o recibir en nuestro ser al cuerpo de Cristo, deseábamos hacer la primera comunión para, por fin! De una vez por todas, librarnos para siempre de nuestro pantalón corto.
También había quien mantenía a sus hijos en pantalón corto hasta terminada la E.G.B y a punto de comenzar el bachillerato. Eso era con los 14 años cumplidos, así que la humillación de esos pobres críos debería de ser para echarse a llorar. Quizá mis padres me hubiesen hecho llevar pantalón corto hasta ese punto, pero afortunadamente, salí rebelde y juré sobre mi libro de catecismo escolar, que después de la comunión, el pantalón corto sería historia.
Así que la primera comunión se convertía para muchos en una auténtica “puesta de largo”. No fue mi caso. Algunos hacían la comunión vestidos de marinero y llevaban su flamante pantalón largo en color blanco. Otros, la hicimos con el uniforme de la escuela que consistía en: camisa, corbata, americana con el escudo del colegio cosido en la pechera, y ... pantalón corto.
Mis rodillas de guerrero y yo nos acercamos al altar (ellas llegaron antes que yo) para recibir la sagrada forma. El cura me santiguó con ella y la introdujo en mi boca (la sagrada forma... se entiende), me fui otra vez hacia el banco de la iglesia en ordenada fila con mis compañeros, y todos nos sentamos a rezar y a esperar que la hostia bendita se diluyese en nuestra boca. Se suponía que el día de la primera comunión era un día emocionante, y a decir verdad; para mi lo fue, ya que en casa me estaban esperando unos maravillosos Blue Jeans que serían estrenados al día siguiente sin más demora.
La primera sensación con mis pantalones vaqueros puestos no fue muy buena. Los tejanos no me quedaban como a James Dean o al detective Starski de la serie de TV, o como a los “Jets” o los “Sharks” de la película West Side Story. No se ceñían a mi piel ni marcaban mis formas, al contrario; me quedaban un poco como los que se llevan de moda ahora, sólo que en esa época... no estaba de moda llevar los pantalones al estilo “cagao” y con las perneras anchas. Vamos, que en mis tejanos cabíamos un amigo mío y yo, y ese no era el plan.
Qué se podía esperar de un niño con vaqueros, pero con canillas escuálidas y rodillas de guerrero?.
Un día descubrí que mis pantalones tejanos me quedaban bien los jueves. Resulta que en la escuela a la que yo iba por esas fechas, los jueves era el día que a primera hora de la mañana hacíamos gimnasia. Con el fin de que no nos demorásemos mucho en el vestuario y de que la clase se iniciase lo antes posible, nos obligaban a salir de casa con el chándal puesto, pero para que tampoco se nos viese paseándonos con ropa de deporte por la calle (no estaba demasiado bien visto entonces), había que camuflarlo debajo de la ropa de calle. Es decir; que en verano era un auténtico morirse de calor por eso de llevar el pantalón del chándal debajo del vaquero y la chaqueta puesta. Pero en invierno... el verdugo, la camiseta de deporte, la chaqueta del chándal, la trenca, la bufanda, el pantalón del chándal, el vaquero la bufanda y los guantes. A veces pienso que si los niños de esa generación aguantamos eso, estamos preparados para aguantarlo todo.
A pesar de lo engorroso de la situación, los jueves me quedaban los vaqueros que ni pintados. El “relleno” del chándal por debajo suplía la falta de carnes y me convertía en un auténtico chico Blue Jeans. Pocos días pasaron hasta recibir una bronca monumental por parte de mi madre, que al buscar el pantalón de mi chándal para ponerlo a lavar, y no dar con él, ni en lunes, ni martes, ni miércoles... finalmente descubrió el pastel.
Con chándal y sin él, llevé esos vaqueros hasta que se cayeron a pedazos, e incluso cuando se empezaron a agujerear de la parte de las rodillas por jugar a las canicas o al churro, mi abuela me cosió unas rodilleras de escai que tapaban el agujero y dejaban los pantalones como nuevos. Así que aún y hechos polvo, los seguí llevando. Cualquier cosa antes que protestar por esos vaqueros que no me gustaban, y menos aún después de la guerra que había dado para que me los comprasen.
Afortunadamente llegó la adolescencia. Mamá y la yaya se dieron cuenta de lo resistentes y sufridos que eran unos pantalones como esos, hasta el punto de que ya toda la familia llevábamos vaqueros como si se tratase de la cosa más normal. El problema era que durante la adolescencia, los cambios a los que se vio sometido mi cuerpo fueron alarmantes. Una mañana me despertaba y tenía los brazos más largos de lo normal. Otra mañana la nariz se había convertido en una patata llena de granos. Las piernas crecían de una manera anárquica sin pedir permiso ni guardar relación o proporción alguna con el resto del cuerpo, y así... no había quien se pudiese comprar unos vaqueros decentes, o cuanto menos, quien fuese capaz de mantenerse quieto dentro de ellos. La yaya estaba harta de subir dobladillos para tener que volver a bajarlos a los pocos días. Esas piernas que ya no eran tan delgadas y esas rodillas que ya no eran de guerrero, empezaban a sentirse apretadas dentro del pantalón, y eso molaba. Vaya que si molaba! Lo más de lo más era comprar unos vaqueros que ya de nuevos, pareciese que nos venían pequeños. Cuando tenía que aguantar la respiración y meter barriga para poder abrocharlos y salía del probador como envuelto en un mar de sudor, significaba, invariablemente, que esos vaqueros eran los buenos y los que había que comprar.
—Pero hijo... te van muy prietos. Quieres decir? —preguntaba mamá que esperaba pacientemente fuera del probador a que me probase un par de docenas de marcas y modelos distintos.
—Si mama. Quiero estos! —respondía con seguridad.
—Pues hala hijo!... no se hable más. Ya eres mayor así que haz lo que quieras.
Y sí! Ya era mayor. Rondaban los años 1978, 1979, y con 14 y 15 años, estaba llevando mi transición personal de la adolescencia a la juventud, de un modo paralelo a la transición que estaba llevando el país de la dictadura a la democracia. Todo empezaba a dejar de ser en blanco y negro y daba paso al color, al azul de los Blue jeans y a los anuncios de pantalones tejanos que se podían ver por televisión y que empezaban a mostrarnos a chicas con ropa ceñida en un mundo diferente y absolutamente nuevo. Un mundo en color... aunque costase respirar dentro de los vaqueros.
Créditos imágenes: 1) Ilustración de Sergi Càmara. 2, 3, 4) Fotografías de infancia del Kioskero del Antifaz. 5) Cartel publicitario de pantalones tejanos Lois años 70's.
Vídeos: 1) Anuncio de tejanos Lois, modelo juvenil. Año 1967. 2) Selección de anuncios de vaqueros setenteros: Levis (Principios años 70's), Jeans Cimarrón (1978), Grin's (1978), Lois (1979), Marlboro Jeans (1979).