Jordi Collado; un viejo amigo de la infancia y vecino de mi
barrio, el Poble Sec, y con quien comparto almuerzo de vez en cuando, es, sin
lugar a dudas, “el hombre milagro”.
Como ejemplo significativo baste decir que –teniendo en
cuenta cómo está el patio-, a día de hoy sigue conservando su empleo en una
inmobiliaria cercana a mi estudio. Pese a la burbuja, pese a la crisis, y pese
a que la venta y alquiler de pisos y locales ha caído en picado, ahí está Jordi
en la mesa de su despacho contemplando como el resto de mesas en las que se
hallaban sus compañeros están ahora vacías debido a los numerosos despidos de
los que “milagrosamente”, él se ha librado, aunque siempre sale de sus labios
la desesperanzadora frase de: “por el momento, por el momento...”.
Jordi era un niño de 10 años que estudiaba en la Academia
Montserrat, en el número 6 de la calle Teodor Bonaplata. Aparentemente aquel 21
de mayo de 1974 era un día normal; por la mañana su profesora de matemáticas le
felicitaba por su 10 en un examen (milagro donde los haya, ya que para mí, un
diez en matemáticas en mi infancia hubiese sido como poseer un billete de 500
Euros en la actualidad). En el patio jugó al fútbol antes de dirigirse al comedor
de la escuela y aunque no lo recuerda bien seguro que marcó algún gol. Las
clases de la tarde se siguieron una tras otra hasta que fue acercándose la hora
de guardar los rotuladores Carioca y la goma Milán (con olor a nata) en el
plumier, descolgar las chaquetas de los percheros y largarse del aula para
regresar a casa.
Quedaban escasos minutos para que el portal de la escuela
Montserrat se abarrotase de madres en busca de sus hijos; según recuerda Jordi,
eran más de 200 personas las que podían congregarse allí entre madres, abuelas
y alumnos del centro.
La cotidianeidad de cada día se rompió de repente por un
tremendo estruendo que sacudió la clase. Los alumnos se miraron entre ellos y
de inmediato clavaron sus ojos en el profesor al que hallaron agarrado a su
mesa como si le fuese la vida en ello. Su rostro se mostraba pálido y
automáticamente se dirigió a sus alumnos preguntándoles si estaban bien, a lo
que ellos, desconcertados, respondieron tímidamente con un “sí”.
El suelo y la escalera de acceso al piso inferior donde se
hallaba la portería de la escuela habían desaparecido, en su lugar todo eran
escombros bajo los cuales, Jordi, recuerda perfectamente los gemidos de una
madre y de su hijo que fueron sepultados, pero que afortunadamente pudieron ser
rescatados ilesos. Apenas cinco o diez minutos más tarde, la explosión de gas
que se produjo aquel 21 de mayo de 1974 hubiese sido una terrible tragedia que
se hubiese llevado por delante las vidas de aquellas 200 personas de las que
Jordi me hablaba. Prueba de ello fue que el almacén de tubos de goma que se
hallaba al lado de la escuela, sufrió también terribles daños en sus paredes y las
mesas de sus despachos volaron por los aires hasta el otro extremo de la calle
que se llenó de gran cantidad de cristales rotos.
Recordamos también aquellas tardes en las que él venía a
jugar a mi casa, o iba yo a la suya. En ambos casos pasábamos el rato en el
balcón junto a las bombonas de butano. Todos los balcones que rodeaban los
patios interiores de nuestras casas mostraban sus bombonas de butano,
imprescindibles para el gas de las cocinas o para mantener encendidas las estufas
en invierno, pero que visto a día de hoy... era como jugar en un campo de
minas, ya que por aquellos tiempos, a nivel doméstico, no existía ningún tipo
de control analizador de gases, e incluso, en
nuestra más ingenua candidez, alguna tarde la pasamos parapetados tras las
bombonas de butano del balcón en el que jugábamos y disparando con las
carabinas de aire comprimido a las bombonas de los balcones vecinos. Nos
encantaba escuchar el “Clinck” que producía el impacto del perdigón sobre el
envase metálico de aquellas bombas. Afortunadamente a eso jugaba con Jordi y
estaba claro que nada podía pasarnos, que por algo él es “el hombre milagro”.
De haber jugado a dispararles a las bombonas con otro crío, a día de hoy, ambos,
seríamos micropartículas flotando en el aire.
Jordi y yo salimos de la cafetería, y antes de despedirnos
para ocuparnos de nuestros asuntos, hice con él una última reflexión:
—Jordi... Alguna vez te ha tocado la lotería? —le
pregunté.
—No, nunca he comprado —me respondió.
—Tampoco yo —le dije—, pero ya que te tengo aquí...
Hice que Jordi me acompañase a un puesto de lotería cercano y
compré un número para el sorteo de mañana sábado. Se lo restregué por la
espalda, hice que lo tocase y entre risas nos despedimos hasta una próxima vez.
5 comentarios:
Cuando estés en una playa paradisíaca, entre mujer y mujer, haz-el-favó de seguir escribiendo en el blog.
Tendrás tiempo libre para hacerlo, que para eso serás millonario (aunque según qué sorteos están un poco de capa caída).
Como ves, no dudo de la milagrez de Jordi :-D
Suerte, pues.
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