Mi afición por el lejano Oeste se manifestó en mí cuando yo era un crío con tres años recién cumplidos. Poca influencia ejercieron las películas del Far west, las novelas de Zane Gray o de Marcial Lafuente Estefanía, ya que por aquel entonces, yo no iba al cine, no teníamos tele en casa, ni leía novelas. Imagino que sencillamente, el espíritu errante de algún vaquero perdido en el limbo entró en mí un buen día, me poseyó y me convirtió en un precoz aspirante a forajido.
Cuenta la leyenda, que durante la navidad del 67, mis padres y los de mi vecino Alberto, se pusieron de acuerdo para celebrar juntos el día de reyes. La idea era festejarlo un año en casa de unos y al siguiente en la de otros, y el motivo era por una pura cuestión “de bulto” ya que al parecer ninguna de las dos familias disponía de posibles como para llenar el comedor de regalos para sus respectivos cachorros humanos, de modo que se les ocurrió reunirnos a los dos críos en una cena conjunta en casa de la familia de Alberto ese primer año, pasar la noche juntos, y mientras nosotros dormíamos como benditos, nuestros progenitores dispondrían los escasos juguetes por el comedor para que al día siguiente, al despertar, no se apreciase esa expresión de frustración en nuestras caras al encontrar un simple par de paquetes envueltos; veríamos cuatro, la frustración vendría luego cuando nos tratasen de hacer entender que dos paquetes eran para Alberto y dos para mí.
La casa de Alberto era un entorno extraño. Se trataba de un piso idéntico al mío, pero al revés y con distintos muebles. Mi piso era el 2º 2ª y el suyo el 2º 1ª del mismo inmueble. Mi balcón daba a un patio interior, el suyo a la calle. Yo entraba en mi casa, atravesaba el recibidor, recorría el pasillo y llegaba al comedor para finalmente salir al balcón, y ese recorrido lo hacía dirigiéndome hacia mi izquierda. En casa de Alberto era lo mismo, sólo que había que dirigirse hacia la derecha. Por el camino me encontraba con la cortina que estaba situada en el mismo lugar que la de mi casa, pero que era de un color y un estampado distinto, como el sofá, la mesa, las sillas, etc. De verdad... daba mal rollo. Era como entrar en tu casa y encontrarla habitada por personas que aunque conocidas, habían cambiado las cosas de sitio y de dirección. Sin duda algo extraño que con tres años me costaba procesar y que indudablemente algún psicólogo me sonsacará un día de estos y a partir de lo cual generará una teoría en torno a algún posible trauma.
Llegó la mañana y Alberto y yo nos despertamos, pusimos nuestros pies descalzos en el suelo y fuimos a por nuestros juguetes con esa alegría desbordante y típica ante la incertidumbre de saber si los reyes se habían leído la carta, o si para variar... habían traído lo que les había dado la gana. Alberto salió primero, atravesó la puerta de su habitación y giró hacia su derecha, hacia el comedor; lugar en el que sin duda se hallaban los paquetes. Yo tras él, pero tal y como hubiese sido lo normal en mi casa me dirigí hacia mi izquierda topando con esa cortina situada cerca del recibidor, pero que no era del color de la mía. Fue algo así como un shock; me desperté de golpe, reaccioné, giré sobre mis pies y enfilé a toda velocidad por el interminable pasillo temiendo que al llegar, Alberto ya hubiese abierto todos los paquetes arruinándome cualquier posibilidad de sorpresa.
Los cuatro paquetes estaban allí, y los cuatro adultos expectantes y observando por primera vez en nuestras caras una expresión de niños de la más alta burguesía catalana ante tanto bulto. Cuatro paquetes de morirse! Bien envueltos con papeles de colores y rodeados de un par de tremendas bolsas de chuches. Había hasta de ese carbón de azúcar, que aunque arruinó mi dentadura para los restos, se trató de mi primer vicio manifiesto y uno de los muchos que aún mantengo.
Alberto, que había tomado una ligera ventaja y que era un año mayor que yo, empezó por los dos más grandes. Sus padres le arrebataron uno de los paquetes de sus apresuradas manos y me lo cedieron a mí pese a su cara de pocos amigos. En el suelo sentados, al lado de una estufa de gas butano, Alberto y yo empezamos a deshacer los paquetes; él más pendiente de qué contenían los míos, y yo interesado por saber qué había en los suyos.
Por fin, Alberto extrajo una caja de uno de ellos; se trataba de un traje de futbolista del Real Club Deportivo Español. Su padre, su tía y su abuela eran hinchas indiscutibles del equipo, posteriormente Alberto también lo fue, hasta el punto en que era de esos que cuando el Español perdía un partido le entraban todos los males y era mejor mantenerse a distancia ya que descargaba su furia ante el primero que se cruzase por delante de sus narices. Alberto siempre quiso ser portero del Español desde esa tierna infancia y desde esos cuatro años en los que ya sus ojos se llenaron de felicidad ante aquella caja rectangular y grandota que contenía una camiseta blanquiazul, un pantalón corto, unas rodilleras y unas botas de fútbol.
Reconozco que miré aquel regalo con indiferencia, pero mi paquete, también rectangular y grandote me hizo pensar lo peor. Aún no había sido capaz de desenvolverlo y ya empecé a hacer pucheros temiendo que en su interior me pudiese encontrar con un traje de futbolista. Y encima... con lo que me estaba costando abrirlo. Para qué? Tanto esfuerzo para nada? En primer lugar ya era alérgico al fútbol a los tres años, y si una cosa tenía clara era la de que yo no iba a salir a la calle a jugar con mis amigos vestido de futbolista por más que eso molase en el barrio.
Mi madre me echó un mano con ese papel de regalo y lentamente pude extraer la caja de su interior... Wow! Al parecer los reyes de Oriente conocían los gustos de todos y a mí me trajeron un precioso fuerte del Oeste con su torre de vigía, su bandera, casitas y soldados de plástico. Creo recordar que no era de la casa COMANSI, posiblemente se trataría de alguna marca desconocida, pero el fuerte era chulísimo y de madera de la buena.
Alberto estaba boquiabierto contemplando mi regalo mientras que con ambas manos sujetaba su caja con el equipo del Español. Era tan impresionante mi fuerte que olvidó por completo su segundo paquete. Yo en cambio, empecé a pelear con esos malditos embalajes de papel y cintas de colores para conseguir desentramar el misterio y averiguar que contenía mi segunda caja. Una caja bastante grande y cuadrada que aunque pesaba poco era difícil de manejar.
Oh Señor!... Enseguida que vi los dibujos de la caja, una vez extraída de tan complicado envoltorio, intuí que sus majestades habían metido la pata hasta el fondo. Claro, demasiados niños en el barrio, así que era fácil que esa caja en la que aparecían dibujados unos niños jugando al fútbol y la pelota que había en su interior, perteneciese a otro niño que al igual que a Alberto, le apasionaba ese deporte que yo tanto aborrecía. Alberto se puso en pie de inmediato, su boca seguía abierta y sus ojos tan redondos como mi balón. A contraluz contemplaba su silueta que se interpuso entre el balcón y yo dejando colar esa luz de la mañana que me molestaba en los ojos.
—Qué te parece? Para que puedas jugar con el Alberto al fútbol —me dijo el padre de Alberto con una cara de satisfacción más deslumbrante que la luz que entraba por el balcón.
Miré a mis padres para saber si ellos habían tenido algo que ver con semejante despropósito, pero pude ver en sus caras que eso había sido cosa de los reyes. Malditos capullos! Con el tiempo me enteré de que, dado que se celebraba ese día en común, un poco a lo hippie, los padres de Alberto se ocuparon de uno de mis regalos (la pelota) y los míos de uno de los de Alberto (el equipo de futbolista); vaya... un toma y daca para hacer más amena la festividad y para que eso de compartir tuviese más sentido.
Alberto seguía molestando ahí en pie, cada vez se me acercaba más, invadía mi espacio y todo parecía indicar que quería hacerse con mi pelota. Aún no había desenvuelto su segundo regalo. Su padre, presa de una ilusión desmedida trató de infundirme un amor hacia el fútbol mostrándome el gran valor que tenía mi pelota. La agarró bajo uno de sus brazos, tomó mi mano y me llevó hasta el pasillo. Alberto detrás de mí sin perder ripio. En mitad del estrecho pasillo colocó el balón y lo chutó con suavidad en dirección al recibidor; la cortina lo detuvo en su trayectoria. Se acercó a la pelota y nuevamente la colocó en mitad del pasillo.
—Ahora tú. Dale un chute bien fuerte! —dijo el padre de Alberto.
Le miré a él y miré la pelota. Creo que no entendí nada de qué era todo aquello, así que me giré en dirección a mi fuerte que estaba en el comedor esperando mi regreso. Las manos del padre de Alberto me tomaron por la cintura y me levantaron del suelo. En volandas me llevó al otro extremo en el que se hallaba el balón.
—Ya ves que si quieres ir a buscar el fuerte... no vas a tener más remedio que darle un chute a la pelota —me dijo sin perder ni por un momento esa expresión de felicidad en su rostro. Una expresión típica de alguien que cree haber dado en el clavo—. Alberto... ponte de portero! —añadió.
Ignoro que hacía Alberto colocado allí en mitad del pasillo impidiéndome el acceso al comedor. Tampoco sé que pintaba aquella pelota a escasa distancia de mis pies, ni que intenciones tenía el padre de Alberto a mis espaldas y jaleándome para que realizase no sé que tipo de ceremonia de iniciación ritual. En cualquier caso, yo lo tuve claro; el pasillo era estrecho, pero conseguí colarme entre el espacio que había entre la pelota y la pared para reanudar mi interrumpido viaje al comedor. Quedaba un obstáculo por vencer ya que Alberto permanecía allí obstruyendo el paso, pero todo fue más fácil de lo que en principio se podía prever. Alberto estaba tan alucinado de que alguien se negase a chutar un balón que esa pose que había adoptado de portero infalible ocupando el pasillo, se había convertido en un encogerse de hombros mirando a su padre y dejándome el espacio libre. Así que me dirigí a mi fuerte y lo empecé a montar con la ayuda de mi padre y con una mirada que me lanzó de absoluta complicidad.
—Alberto, aún no has abierto tu segundo regalo —dijo su madre—. Miquel ven a ver que le han traído los reyes a tu hijo! —gritó llamando a su marido que aún permanecía en medio de aquel pasillo y en un lamentable estado catatónico.
Y efectivamente... los reyes se habían equivocado hasta el punto de que se empezó a manifestar en mí un sentimiento claramente republicano.
Alberto lucía en sus manos un precioso envase de cartón y plástico que contenía un plateado y flamante revolver 31 de la casa JOAL. Una pistola metálica con las cachas encarnadas y un blister en el que aparecía ilustrada una cabeza de búfalo, una placa de sheriff y una espuela. El complemento perfecto para el gorro de Cow-boy y el chaleco negro que me pondría cada vez que jugase con mi fuerte y mis soldaditos de marca desconocida, pero eso si... de madera de la buena.
Mientras contemplaba esa pistola de juguete, Alberto no estaba boquiabierto ni tenía los ojos redondos como platos, era evidente que la pelota... mi pelota, le había hecho mucha más ilusión, de modo que me planteé la posibilidad de realizar un trueque. Corrí de nuevo hacia el pasillo en dirección al balón. El rostro de Miquel se iluminó y resplandeció más que ese sol de invierno que cada vez se colaba con más intensidad a través de los cristales del balcón.
—Anda!, Dale!, Chútala fuerte! —gritaba.
Su expresión se tornó en la noche más negra cuando vio que mi intención no fue otra que la de agarrar la pelota con las manos y correr con ella en dirección a Alberto para entregársela, librarme de ella para siempre y sustituirla por el revolver 31 de JOAL.
En un primer momento Alberto no cayó en la cuenta y no se lo pensó dos veces al entregarme la pistola para poder aferrarse a ese balón con ambas manos, tan fuerte que parecía que se trataba de un apéndice más de su propio cuerpo. Lo malo es que tampoco tardó mucho en reaccionar y tratar de recuperar su revolver tomando el balón con un brazo, apretándolo contra su pecho y extendiendo su mano libre solicitando la pistola con una impertinente insistencia. Alberto quería la pelota, pero no estaba dispuesto a deshacerse del revolver aunque tampoco se tratase de algo que le hiciese especial ilusión.
Miré a mi entorno en busca de respuestas y vi a mis padres con una sonrisa dibujada en sus caras, pero en un rictus como de apuro que quería decir: “no es tuya cariñito”. Juani, la madre de Alberto miraba alternativamente a mis padres, a su hijo y a mí sin saber que actitud tomar, y Miquel estaba sumido en un síndrome postraumático ante la visión de que un niño frente a una pelota, no había querido propinarle un chute.
Alberto seguía acercándose a mí, y si nadie lo impedía ese tipo acabaría arrebatándome la pistola y a ver luego quien le arrancaba la pelota que ya estaba prácticamente incrustada en su cuerpo. Lo cierto es que me importaba más bien poco dónde pudiese terminar la dichos pelota, pero el revolver de JOAL ya estaba en mis manos, ya había conseguido incluso sacarlo del blister y mientras daba pasos hacia atrás alejándome de Alberto podía sentir sus cachas encarnadas al tacto de mi mano, su peso debido a su material metálico y ese olor a juguete nuevo que me cautivó.
El balón iba dando botes por el suelo, cada vez con menos ímpetu hasta que finalmente se detuvo frente a la puerta de una habitación. Alberto murmuró algo... estaba completamente tendido en el suelo y con los brazos abiertos, yo me hallaba sobre él con mis rodillas clavadas en su pecho y con la pistola de JOAL apuntando entre medio de sus cejas. Con mi dedo pulgar levanté el martillo con suavidad, el tambor del revolver 31 giró hasta que un “crick” le detuvo en el lugar donde debería hallarse una supuesta bala. Mi dedo índice acarició el gatillo mientras cerraba mi ojo izquierdo tratando de tener buena visión con el derecho a través del punto de mira. Alberto me miraba desconcertado y bizqueando ligeramente ante la presencia metálica y plateada del cañón de la pistola sobre su nariz.
—No des un paso más forastero! —le dije—. De lo contrario, me veré obligado a disparar en tu entrecejo y volarte la tapa de los sesos.
Nadie supo de dónde había sacado yo esa frase que recité al más puro estilo John Wayne, posiblemente la habría escuchado anteriormente en casa de mis tíos que por aquellos tiempos eran los únicos que tenían tele, y sin duda me debió impactar del mismo modo que impactó a Alberto y a todos los allí presentes.
Levantarse el día de reyes para lanzarse sobre los regalos tiene el inconveniente de que no pasas antes por el lavabo para hacer un pis, así que Alberto, aún en el suelo y bizqueando, empezó a orinarse encima empapando el pantalón de su pijama y formando un charquito que se dirigía hacia su bolsa de chuches.
Nuevamente salí en volandas, pero esta vez fue mi padre quien me agarró de la cintura y me llevó hacia un rincón del comedor para soltarme una buena reprimenda. Juani se apresuró a levantar a su hijo del suelo y a recoger la bolsa de chuches antes de que la meada la echase a perder. Mi madre volvía de la cocina con el mocho en las manos y dispuesta a limpiar el estropicio, y Miquel... bueno, Miquel seguía tratando de averiguar el inescrutable misterio del niño que no quiso chutar un balón.
Empezó a armarse una buena: mis padres ordenándome que le devolviese el revolver a Alberto mientras yo les respondía abriendo fuego con la pistola descargada y escondido detrás del sofá a la vez que les alejaba de mí a gritos: “Largo de aquí pieles rojas! Os haré morder el polvo de la llanura!”. Juani regañando a su hijo por haberse meado y gritándole para que saliese de debajo de un armario en el que se hallaba apostado y nuevamente aferrado al balón. Por un momento hubo un disloque tremendo en esa casa; mis padres tratando de rodearme por ambos lados del sofá, yo saltando sobre él “No lograréis atraparme! Moriré con las botas puestas!”. Juani con el palo del mocho intentando sacar a Alberto de debajo del armario y Miquel en un rincón y con la mirada perdida. Vamos... que ni el mismísimo Gary Cooper se las vio tan difíciles en “Solo ante el peligro” como nos las vimos Alberto y yo aquella mañana de reyes.
Por fin Miquel salió de su estado de trauma y puso paz con unas sabias palabras.
—No cabe duda de que los reyes han cometido un error. No creéis familia? —miró al resto de adultos que se detuvieron en su empeño de capturarnos.
—Vamos a ver —prosiguió Miquel—. Estoy convencido de que esa pistola era para esta especie de vaquero que no levanta tres palmos del suelo, pero que está claro que nunca le dará una patada a una pelota. Mientras que la pelota no puede ser para nadie más que para alguien que de mayor será portero del Español. No?
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Todos asintieron y aceptaron el error de los reyes. Alberto y yo empezamos a salir de nuestros escondites y a aproximarnos de nuevo el uno al otro. Él seguía aferrándose a la pelota temeroso de que se la fuese a quitar y yo iba apuntándole con la pistola no fiándome un pelo de que aceptase el cambio.
El resto del día transcurrió estupendamente bien. Una vez recogidos los trastos nos dirigimos todos al 2º 2ª, a ese piso de enfrente, que era el mío, y que no estaba al revés como el de Alberto y en el que su abuela y la mía habían preparado un comida especial que consistía en pollo, una botellita de cava y un roscón de reyes. Comimos todos juntos mientras que Alberto le contaba a su padre no sé qué acerca de un joven que en un futuro próximo sería jugador del Español y que se llamaba Solsona. Yo iba cerrando mi ojo izquierdo para apuntar bien con el derecho y tener bajo el punto de mira de mi pistola a todos cuantos habían en la mesa “Detente Toro Sentado!... he visto caballos tuyos galopando por la pradera!”. “John Dillinger, ya te dije que nunca debiste cruzar el mississippi!”. Mi padre iba soltándome algún que otro capón para hacerme callar, al parecer mis soliloquios de legendario forajido interrumpían la conversación que estaba manteniendo con Miquel y que giraba en torno a un tipo muy malo, que mandaba y que se llamaba Franco. Mi madre y Juani hablaban de colegios, de que las vacaciones de Navidad se terminaban y de que había que comprarnos algo de ropa con no sabían que dinero. Las abuelas, mientras, hablaban de muertos y de enfermedades. El sol que había aparecido por el balcón de la casa de Alberto, empezaba a desaparecer ahora por el mío mientras que las mamás recogían los platos de la mesa y los papás sacaban copas y una botella de coñac.
Recuerdo muchas comidas y cenas en casa de Alberto o en la mía, todos reunidos como siempre y pasándolo bien. Lo que no logro recordar es si volvimos a festejar otro día de reyes juntos.
Créditos de las imágenes: Todas las fotografías mostradas en esta entrada pertenecen a la infancia del legendario forajido conocido como: "El Kioskero del Antifaz". Imágen nº 6.- Pistola de la casa Joal. Colección particular.
Videos pertenecientes a las series de televisión que vimos durante los años 60 y 70: "El hombre del rifle", "Bonanza", "El Virginiano", "Jim West", "El Gran Chaparral".
viernes, 16 de octubre de 2009
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6 comentarios:
Nada, está visto que en tus genes no ha habido nunca ni pizca de futbolitis, macho.
Qué recuerdos, Kioskero. Lo he leído y me daba la impresión de haber vivido yo escenas idénticas, con esa magia especial que se vivía en los dias de Reyes y que ahora hemos de hacer que las vivan felices nuestros hijos.
Qué suerte que conserves tantas fotos de tu niñez. Yo tengo poquísimas.
En la primera parece que estés en un poblado vaquero, sólo ante el peligro.
Me ha encantado.
Un abrazo!
Pero qué monada de chaval... Yo también tengo una de esas fotos con sombrero vaquero en el Bajo Aragón. Quitando algún olivo es como estar en el lejano Oeste.
Si eras un niño muy mono...y algo
revoltoso por lo que nos cuentas.
A mi me encantaba jugar con mis primos a los indios y americanos
y hacerme la " dura " aunque me tirasen de las coletas y atasen al poste ( silla o perchero ) Uff ¡ qué
recuerdos ! El cine de barrio y
la sesión continua..
Muy bueno el video de las series míticas..
Un abrazo con sonrisas
Molt ben escrit. Pisos i regals al revés, el sol al principi i al final del dia i de la narració,..., i sobretot, la història amb fortes emocions, il·lusions, gelosies, fantasies, i incomprensions, que aquesta vegada acaba amb final feliç.
En algo mas coincides con mi marido!! nunca le ha gustado el futbol, y algunas de las fotos que tienes son muy parecidas a las de él mismo, con ese sombrero ,ese peinado conflequillo y esas "canillas" tann flacas en unos pantalones extra-cortos!! jejee, lo que desde luego no puedes negar es que fuiste un niño muy feliz.
Saludos
En un día como hoy, lluvioso, el cartero me ha traído una carta con el siguiente remitente: Nombre: Nostalgia, y apellidos: Maravillosos Recuerdos... El cartero se parecía mucho a tí;
Gracias infinitísimas...
Malena
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