jueves, 7 de octubre de 2010

Ana, la rana

Los domingos que no se salía al campo o a la playa y nos quedábamos en casa, mis padres y yo salíamos a dar una vuelta por ahí; paseábamos por las Ramblas, o íbamos al rompeolas, o caminábamos por los jardines de Montjuic, o nos íbamos al Mercat de Sant Antoni en el que los domingos se instalaban (y se instalan) los libreros de antiguo y de nuevo, y además de cambiar cromos “repes”, siempre conseguía arrancarles algún tebeo a mis padres y regresar a casa la mar de contento con mi adquisición.

Los domingos eran fantásticos. No había escuela y mi madre me dejaba remolonear en la cama, o lo que era más divertido aún, papá o mamá me llamaban desde su habitación y me invitaba a compartir un buen rato de cosquillas y juegos con ellos hasta que tocaba levantarse para iniciar una jornada tranquila y sin prisas.

Aún recuerdo lo mucho que me gustaba asomarme al balcón mientras ellos se arreglaban y contemplar como en los balcones de los vecinos también era domingo. La actividad en las demás casas no tenía nada que ver con los días normales y se respiraba calma por todas partes.

De regreso a casa tras el paseo, entrábamos en la pastelería y comprábamos un tortel de nata o un brazo de gitano de trufa o de crema catalana, lo que fuese, pero sin duda un buen postre para la sobremesa. Lo malo, lo que empezó a convertir en insufribles esos domingos era el momento previo a la comida... el aperitivo. Entrante exclusivo de los domingos que destacaban por la inusitada afición de ofrecer dicho manjar que marcaba la diferencia entre los días normales en los que cuando uno se sentaba a la mesa se encontraba directamente con el plato de sopa y las albóndigas, o con la verdura y las croquetas, o con lo que fuese, y los domingos en los que el “aperitivo”, parecía ser que era lo mejor para la jornada festiva y para arruinarme a mi un domingo que se me prometía como mágico, pero nada... ahí estaba invariablemente el maldito ágape.

No me disgustaban los berberechos con esa salsa de tabasco que preparaba mi padre. Tampoco les hacía ascos a las patatas fritas ni a las cortezas, ni al fuet, pero en el aperitivo... algo que no faltaba nunca jamás, eran las dichosas aceitunas con hueso. En realidad hasta más adelante no supe que las aceitunas eran deliciosas, sencillamente... no las había probado nunca, pero lo que me daba un asco terrible, y me lo siguen dando... son esos huesos de oliva que después de pasearse por las bocas de los comensales, después de haber sido literalmente roídos por los dientes ansiosos de llevarse hasta la última pizca de aceituna aprovechable, se quedaban ahí, sobre la mesa, cerca de los platos, de los vasos, e incluso algunos, los que rodaban un poco por haber sido lanzados con un ímpetu más allá de lo normal... se acercaban peligrosamente al pan o peor aún, en el más repugnante de los casos... llegaban a tocarlo.

Lo tremendo era que no había nada que hacer: si se me ocurría apartar un hueso de oliva con el tenedor tenía que pedirle a mi madre que me lo cambiase, lo mismo sucedía si lo apartaba con cualquier otro cubierto o con la servilleta. Es más... si alguna vez se me había ocurrido dispararlo de mi lado dándole un golpe con mi dedo índice, como si de una canica se tratase, no había posibilidad alguna de cambiarme el dedo, y eso era lo peor. Mi yaya Lola me lavaba la mano con agua y jabón, pero yo me pasaba el resto del día de fiesta olfateándome la punta del dedo, notando el olor del hueso de aceituna y aterrado solo de pensar que ese asqueroso aroma permanecería allí para los restos.

Ni que decir tiene que eso era considerado por mis padres como “una manía”, así que no dando crédito a lo exagerado de mis reacciones ante los huesos de aceituna, se divertían acercando las semillas devoradas lo más posible a mi plato, y ante mi expresión de no saber demasiado bien dónde meterme, se lo pasaban en grande hasta el punto de que la noticia –la manía del nene- se extendió por todo el resto de la familia: tíos, tías, primos, primas e incluso amigos íntimos. Nadie se puede llegar a imaginar la gran cantidad de huesos de oliva que podían llegar a amontonarse junto a mi plato los domingos que venían invitados a comer a casa.

El colmo llegaba en esos domingos en los que yo estaba en la mesa sentado comiendo mis patatas fritas, y distraído mirando la tele no me daba cuenta de que el resto de los comensales ya andaban haciendo de las suyas.

—Huy!... Qué es eso que tienes en el plato? —me preguntaba alguien.

Inocente de mi miraba, y me encontraba con los restos de aceituna, que en fila y como si de un acto de peregrinación se tratara, se desperdigaban por la mesa desde el plato que contenía las aceitunas hasta el mío, arruinándome, como no... el pollo con salsa que con tanta dedicación había preparado mi yaya. Evidentemente yo ponía esa cara de no saber dónde meterme que tanta gracia les hacía, y conseguía un nada deseado éxito despertando las risas y carcajadas de los presentes que parecía que estuviesen asistiendo a una tarde de circo en la plaza de toros de la Monumental.

Esos domingos de tranquilidad, de paz, de tomarse la vida sin prisas y de salir a pasear, pasaron a convertirse en el día más indeseable de la semana. Ese momento de remolonear en la cama por las mañanas, pasó a ser un infierno en el que la hora de la comida se acercaba, y con ella... el aperitivo, y con él... las aceitunas. Afortunadamente, y con el tiempo, mi madre se percató de que “la gracia” me llevaba a no probar bocado, y aunque en época de escasez ya estaba bien eso de que alguien comiese más bien poco en casa, no era plan de torturarme con semejante bobada. Así que un día entró en casa la fabulosa “rana de cerámica para huesos de aceituna”, presente en todos los hogares de los años 70 y un portento del ingenio humano que inventó, sin duda, alguien a quien de pequeño se le sometió a algún tipo de calvario similar al mío, y que como resultado de su trauma dedicó gran parte de su vida a desarrollar un recipiente que sería colocado en la mesa, y en el cual, todo el mundo dejaría los huesos de aceituna sin someter a presión psicológica a ningún menor. Ignoro el nombre de su inventor y desconozco el por qué el objeto en cuestión tenía que ser una rana, pero en cualquier caso, no hubiese estado de más concederle algún premio Nobel o similar; total... se lo dan a cualquiera...

Parecía que mis días de suplicio habían pasado ya. Me reencontré de nuevo con esa bonita sensación de despertar un día por la mañana con una sonrisa tonta dibujada al darme cuenta de que era domingo, de que no había prisa y de que iría a pasear con mis padres y a comprar un Tebeo y un tortel, o un brazo de gitano. Mi aversión estaba protegida por la rana Ana (así le llamábamos en casa), y ya no había nada por lo que temer, pero... nunca las cosas son tan sencillas como parecen. El domingo que vinieron unos primos del pueblo a comer a casa la rana Ana pasó de ser un simple recipiente en el que depositar los huesos de oliva, a convertirse en un lugar donde encestarlos, y claro, el gilipollas de mi primo Javier (un primo al que por fortuna, solo he visto en un par de ocasiones en mi vida), no era precisamente muy diestro en el deporte de la canasta, así que los huesos que hasta entonces me habían torturado cerca del plato, pasaron a hacerlo en el interior del mismo.

Una lamentable tragedia. Cabizbajo contemplaba como ese hueso de oliva flotaba en mi sopa. Por debajo de mis cejas mis ojos miraban a mi primo Javier a la vez que enrojecían, pero no por estar inyectados en sangre como producto de la ira, sino enrojecidos de contener lágrimas y de estar a punto de romper a llorar. Las comisuras de mis labios se arqueaban hacia abajo y comenzaban a temblar por más que yo trataba de contenerlas, y acto seguido los lagrimones se esparramaban por mis mejillas y ya no había nada que hacer. Mis padres contaban lo de mi manía y las carcajadas daban paso a que aquel primo idiota juguetease con los huesos de aceituna acercándolos a mi cara, poniéndolos por debajo de mis narices, arrimándolos a mi plato, y adivinando, como si gracias a una especie de poder telepático se tratase, todas aquellas cosas que me daban un asco superior para ponerlas en práctica. Maldito hijo de puta por más que parte de mi sangre fuese la misma que la suya.

Ante el fracaso, la rana Ana pasó a convertirse en una rana palillero y a albergar en su cuerpo de cerámica los mondadientes de madera, función para la que al parecer, fue inventada también, y que al igual que los huesos de oliva, los palillos... me dan un asco infinito.

A día de hoy las comidas o cenas con parientes y amigos siguen siendo de gran fiesta con esa manía mía. Digamos que con el tiempo he logrado contener las lágrimas, pero me siguen produciendo un auténtico pavor los huesos de oliva. En el caso de que una pizza contenga olivas no me conformo con retirarlas y necesito que una mano amiga las quite de la pizza, y ya de paso, que corte delicadamente la porción de pizza que se halle un centímetro a la redonda de donde se hallaba la jodida aceituna. Hasta que no la veo desaparecer no me quedo tranquilo.

La verdad es que he recuperado la alegría de esos domingos, la paz, la tranquilidad, y disfruto como nunca de ir a pasear por las Ramblas, o por los jardines de Montjuic, o de ir al Mercat de Sant Antoni para husmear por los puestecitos de los libreros de antiguo y de nuevo, y de ver como mis hijos cambian sus cromos “repes”, y consiguen siempre arrancarnos a su madre y a mi algún tebeo. Y es que en mi casa, los domingos... ya no se comen aceitunas.

Fotografía de Ana la rana procedente de mi colección particular.

10 comentarios:

Marc dijo...

Leyendo tu destornillante y atormentdo relato de tu relación con los huesos de las aceitunas -que comparto con un grado muy menor- me he sentido como tú pero también un poco como el hijoputa de tu primo... En casa poníamos los huesos justo debajo del ala del plato de cada cual, en la sombra de los platos, pero no recuerdo que nunca se verbalizara nada de donde poner estos huesos. Ahora aun se me hacen extraños los recipientes que se ponen en las mesas para los huesos de oliva, que són las mismas "tapas", donde incluso te viene a la mente que si no estás atento puedes equivocate y ponerte a la boca una aceituna roída. Lo cierto es que crean un pequeño estrés que hace que todo el mundo pregunte más de una vez si es allí donde tienen que dipositar los huesos, por más que ya haya algún hueso. Sin querer remover o amplificar tu animadversión -hacer de tu primo-hijoputa- veo que has escogido una imagen de los huesos de oliva poco repugnante (supongo que evitas toda presencia de las mismos). Yo los recuerdo menos limpios, con trozos de oliva desgarrados, y no sigo describiendo, que no soy como tu primo...
A mi lo que me producía una animadversión igual a la que describes, que también sucedía en los domingos, era la paella. Las cabezas, las antenas, los ojos, los pies, etc, de los crustáceos me repugnaban en el mismo grado que tú los huesos de los olivas. Para mi entonces -ya no- los crustáceos eran igual de repugnantes que los escorpiones. Encima a mi padre le gustaba chupar las cabezas de estos bichos y se reía que a nosotros nos diera asco. Ahora me gusta mucho la paella, pero siempre que encuentro alguna pierna o alguna antena entre la lengua y el paladar, no puedo evitar un escalofrío.

El Kioskero del Antifaz dijo...

Bueno, bueno... con las cabezas de gamba hay tema para otra entrada :-D
El estrés del que hablas con el tema de que puedes comerte un hueso de aceituna roído, teniendo en cuenta el lío que se ocasiona al mezclarse, a veces, huesos y olivas, o bien por el hecho de que uno no sabe donde meter el hueso... lo he vivido en más de una ocasión. No porque yo tuviese el problema, ya que directamente paso de echar mano al plato de aceitunas, pero siempre observo a los demás, y cuando pienso en la posibilidad de que alguien "se coma" por confusión un hueso... me suda el cogote. Puajjj... ;-)

Anónimo dijo...

Creo que han sacado ya aceitunas sin hueso, pero es un rumor por confirmar...

Fuera de bromas el asunto de las aceitunas lo vivo yo en mi casa con mi mujer que las odia cordialmente hasta el punto de que si una oliva, no ya el hueso, el fruto entero, toca su plato no se lo come, si toca el cubierto lo cambia, etc, etc...

Deberiais pensar en abrir algun grupo del Facebook o algo asi, sois legión.

PD: La entrada buenisima, y los ratos que llevo echados matando marcianos desde la ofi, ufff.

JuanRa Diablo dijo...

Debe ser jodido eso de servir de diversión a los demás por algo que es superior a tus fuerzas. No me ha pasado nunca pero me lo imagino.

Créete que esas ranas siempre las creí palilleros, nunca las he visto utilizar como traga-huesos.:0
Y ahora que nombro los palillos, sí que me da mucho asco ver cómo algunos hurgan sus dientes estando en la mesa. Recuerdo que siendo niño (absténganse de leer los aprensivos) la madre de un amigo estuvo un buen rato dale que te pego a las muelas con un palillo paa terminar lanzándolo sobre los restos de paella de su plato y dejarlo ante mis ojos ¡¡con restos de sangre!!
Ha pasado la traca de años y aun me acuerdo ¡¡¡Qué ascazo!!!

Un saludo

PD.- Me ha encantado eso de
"y contemplar como en los balcones de los vecinos también era domingo"

Cristina dijo...

Hola kioskero. He llegado a tu blog por casualidad, me ha encantado la historia de las aceitunas, aunque, pobre.. que pena. Recuerdo muy bien esos años, los 70, donde yo también era niña y por lo que estoy viendo voy a poder leer sobre un montón de aspectos de la época.

Ya te tengo en favoritos, nos iremos viendo por aquí.

Hoy es sábado, pero hemos tomado aperitivo en casa de mi madre, aceitunas, por supuesto, con hueso, son las auténticas.

Tòssia dijo...

jejeje... siendo cría fuimos con la familia a cenar a un restaurante cuya decoración imitaba unas grutas, muy chulo. Y muy oscuro. Demasiado.
En el vestíbulo tenían una especie de barril pequeño con aceitunas para ir haciendo boca antes de entrar en el comedor.
Metí la mano y... sólo habían huesos roídos!!! Suerte que no me llevé nada a la boca. La pena fue no tener lejía con qué limpiarme esos dedos...
Debería tener unos seis años y aún me da impresión recordarlo.

El tema gambas... ecs!!! Esas patitas de cucaracha...

abril en paris dijo...

Esto...comprendo perfectamente tu 'asco' por lo graficamente que lo describes y como es cuestión de gustos...nada que decir.
Es cierto que las 'babas' ajenas son un asquito pero..
¡ las aceitunas ! ( confirmado: las hay sin hueso )¡si están buenisimas !! ¿ Y el aceite que nos proporcionan..?
De acuerdo en lo del 'problema' " ¿ dónde dejo el maldito hueso ? pero ejem...
Es un trauma infantil ésta claro y con eso no hay quien pueda ji ji..
( me rio, no de tí sino de tu forma de narrarlo ).
Lo de 'chupa la gamba' tambien es un poco aggg..pero ¡ la paella que no me la toquen que es patrimonio nacional!.
Me suena esa rana..creo que en casa era verde y para palillos..
Genial el relato de tus aventuras-desventuras de domingo ja ja ja..
Lo del mercadillo un gustazo.
Un abrazo Sr. " escrupuloso" con todo el cariño ¡eh!.:-))

Boutiquedenancy dijo...

hola, no se si te gustarán estas cosas, pero tienes un premio en mi blog
http://mismunequitosdelainfancia.blogspot.com/2010/10/premio-reconocimiento-los-valores.html
un abrazo

NÚRIA dijo...

Uff yo no solo odio las aceitunas...tb las gambas y demás crustáceos y en mi familia íbamos mucho en domingo al Rey de la Gamba de la Barceloneta...yo siempre con mis patatas fritas de bolsa haciendo el vermut y tb siendo la burla de mis hermanos y primos ( k no veas cómo zampaban )...Y ya saliendo con mi marido uff...recuerdo un día k comió boquerones tapeando y yo después ni le quise besar ;) Patatera lo sigo siendo y las mejores patatas las he comido ( y las como ) en El Tropezón ( gótico ) te lo recomiendo...

Por cierto k por Andalucía hay una empresa k compra los huesos de las aceitunas ( de las k hacen sin hueso ) y hacen almohadas con ellos ;)Saludets...


P.D.: El Rompeolas ya no es lo k era...Las Golondrinas ya ni paran siquiera allí dónde estaba el restaurante ( k ya cerraron y no recuerdo el nombre...Terramar creo )...mi padre se metía entre las rocas y cogía cangrejos k metíamos en tarros y, luego en casa, hacíamos carreras mis dos hermanos y yo...¡¡¡K tiempos aquéllos!!!

Anónimo dijo...

Comparto totalmente con usted esta infinita aversión --horror, diría yo-- hacia esa abominación de la naturaleza, que ni siquiera me atrevo a nombrar. El asco que me produce es tan variado y admite tantos matices como cada una de las formas, tamaños y colores que puede adoptar aquello. (>En Andalucía, para más inri, parecen formar parte de toda una "cultura" de cuyos subproductos es difícil --casi pesadillesco-- escapar)

Enhorabuena por su extraordinaria blog, una auténtica delicia que nos remonta a un paraíso ahora recobrado por fin gracias a internet --qué prodigio-- y a gente estupenda como usted, con la que compartimos, sin apenas conocernos, tantas cosas increiblemente hermosas en su sencillez.

A lo mejor, siempre con su bendición, "aprovechamos" algunos de sus magníficos artículos--con su bendición urbi et orbe, y citando debidamente las fuentes, of course-- para consagrar una o dos entradas en nuestra propia blog a este asunto de la infancia y sus epifenómenos.

Un cordial saludo
Flegetanis, www.viajesconmitia.com