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La bodega Eloy la regentaban entre un padre y sus dos hijos; el padre era un tipo grueso, de cabello blanco y al que recuerdo sentado en una silla vuelta del revés y con los brazos reclinados en el respaldo, las piernas abiertas sosteniendo una descomunal barriga, y contemplando a la clientela con un palillo entre los dientes y una inexistente sonrisa que no asomaba jamás, ni en los mejores momentos. El hijo mayor era Eloy, el más activo y atento del local. Recuerdo cómo colocaba media docena de vasos sobre la barra, servía el vino y a continuación, deslizaba una mugrienta bayeta para quitar de en medio las gotas de espirituoso que se habían derramado. El hermano menor deambulaba arriba y abajo haciendo recados. Tenía un flequillo que se descolgaba con muy poca gracia sobre sus ojos, unos dientes superiores saltones que le impedían mantener la boca cerrada –aunque no hablaba nunca- y al que además, le faltaba un hervor. En definitiva, la bodega era uno de esos mundos dentro del Poble Sec con una fauna humana compuesta por ancianos que jugaban al domino y se echaban su cortado de después de comer, o bien de algún que otro vecino del barrio que repostaba para tomarse un aperitivo antes de la comida, y en la que tampoco faltaba algún vendedor de seguros despistado tomándose un vino para olvidar que eso de tratar de venderle seguros a gente de barrio, era una tarea bastante infructuosa.
Mis estancias en la bodega siempre fueron fugaces. Me limitaba a pedir la botella de “El Baturrico”, Eloy me la daba a la vez que tomaba mis dos duros y el casco vació de la botella anterior, me devolvía el cambio y seguidamente partía rumbo a mi casa, no sin antes echarle una ojeada al padre sentado en la silla, con su mirada clavada en la clientela y que parecía disecado de no ser por ese movimiento que hacía su palillo al pasearse lentamente de comisura en comisura, y que era el testimonio de que había vida en ese enorme cuerpo. Generalmente siempre me despedía de él dirigiéndole un tímido “adiós” que se limitaba a responder con un movimiento de su cabeza, pero sin perder de vista a la fauna del local que acaparaba constantemente su atención.
Ya en casa, mi padre no tardaba en llegar. Su presencia en el rellano de la escalera se delataba con el ruido que hacía con las llaves. Yo me apresuraba para abrirle la puerta y recibirle antes de que él pudiese abrir, y allí le encontraba, con las llaves en la mano y sonriéndome. Creo que el ruido con las llaves era un truco que él utilizaba para advertirme de su llegada, pero que en realidad, esperaba a que fuese yo quien le abriera ya que así era como sucedía siempre. Por más que estuviese entretenido con mis soldaditos de Monta-Plex, o imbuido en la lectura de mis tebeos, no se me escapaba jamás la llegada de mi padre llaves en mano.
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Mi padre regresaba al trabajo antes de que yo tuviese que volver a la escuela, así que apuraba el poco rato que me quedaba después de comer para volver con mis tebeos, o con mis mini héroes de infantería de plástico.
Con el paso del tiempo, finales de los 70’s aproximadamente, el vino “El Baturrico” fue retirado del mercado por hallarse en él una sustancia llamada cloropicrina cuyo uso frecuente era el de fumigante de suelos agrícolas, pero que los fabricantes del vino de esa marca utilizaron como fermento para evitar la formación de vinagre. Parece ser que esa práctica se realizaba en vinos peleones, fuertes y baratos, que se embotellaban y se producían en baja calidad para las clases trabajadoras que disponían de pocos ingresos.
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Toda esta historia me vino ayer a la cabeza después de enterarme de que el cartel publicitario del vino “Tío Pepe” será retirado temporalmente de la Puerta del Sol de Madrid; lugar en el que lleva desde 1935. Recuerdo que en los 14 meses que pasé en Madrid haciendo la mili, me gustaba pasearme por Puerta del Sol y, entre otras cosas, contemplar el rótulo luminoso. Imagino que lo asociaba al vino que bebía mi padre, y de paso, me recordaba mis idas y venidas de la bodega Eloy en busca de las botellas de “El Baturrico”. Pese a la retirada del cartel... Tranquilos, que para las campanadas de noche vieja seguirá allí, pero desaparecerá luego para poder rehabilitar la fachada en la que se encuentra.
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Sigo sin saber qué tendrá el vino cuando lo bendicen. Continúa sin decirme nada su sabor y aún acompaño mis comidas con Coca-Cola o alguna que otra porquería gaseosa, pero al contrario de los borrachos –que no recuerdan nada después de beber-, recuerdo perfectamente el olor del vino en barrica de la bodega Eloy, y a mi padre con las albóndigas sobre la mesa, leyendo su novela del Oeste y el vaso verde de Duralex con el vino con gaseosa.
3 comentarios:
El cartel de Tío Pepe está protegido, Sergi, todo controlado. En los tiempos que cuentas, en Madrid, éramos más de vino Savin. La Casera fue quitándole poder al sifón y tuvo que competir con La Pitusa, pero al final se llevó el vino al vaso...
Y fíjate cómo hemos evolucionado que hoy no podríamos ir a la bodega a comprar vino, que está prohibida la venta de alcohol a menores. Coño, nos jodían la hucha. Por cierto, me parece un poco caro dos pavos por una botella de vino. Pero esa es otra historia.
Pues me alegra mucho que no desaparezca ese cartel, una imagen muy simbólica en la Puerta del Sol y que en mi opinión le confiere mucho carisma.
Y ahora me parece hasta raro que no haya salido un "lumbreras" que aplicando en extremo la legislación se lo cargue sin miramientos.
En cuanto a ese desinterés tuyo por el vino... es que sobre gustos ya se sabe. Para mí hay tintos que son un verdadero placer para el paladar, en cambio no me des un plato de callos porque no puedo con ellos.
Un saludo
Que bueno tu blog. Me ha encantado, me ha recordado el día que me llevó un amigo a ver la embotelladora que Savin tenia en Madrid. Yo no entendía mucho de vinos, solo me los tomaba, pero aquel día supe que la historia del vino había cambiado. Ya en nada se volveria a parecer a lo que vio Cela en sus andanzas por el Madrid castizo.
http://vino-y-cela.blogspot.com.es/
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