A peseta se vendían las pistolas de agua en los kioskos de barrio. Una suerte de baratija kioskera creada en plástico inflado de diversos colores y con el más simple de los mecanismos: extraías el pitorro que hacía las veces de bocacha a través de la cual salía disparada el agua, la llenabas en el grifo de una fuente cercana, colocabas de nuevo el pitorro y no tenías más que apretar el plástico del que estaba compuesta la pistola para empezar a disfrutar de una guerra sin cuartel con los demás niños del barrio.
Las guerras de pistolas de agua sustituyeron durante un buen tiempo a las de piedras, y Los botiquines domésticos y el farmacéutico del barrio lo notaron debido a un increíble descenso en el consumo de mercromina y tiritas. Por otra parte, nosotros lamentábamos que las pistolas de agua, tan modernas e imprescindibles, causasen tan pocos daños; quieras que no... una brecha siempre era una brecha, y el valor de cualquier niño de barrio era proporcional a su número de cicatrices.
Llevar las modas de la calle a la escuela era algo muy común, de modo que las pistolas de agua de plástico inflado no tardaron en formar parte del diverso material bélico que se ocultaba en los cajones de nuestros pupitres: gomas de pollo y ganchos de cortina camuflados en papel; proyectiles realmente dañinos y altamente prohibidos en la escuela, pero ya se sabe que “a mayor prohibición... mayor munición”, tirachinas de plástico duro (inyectado) con canicas de piedra como los proyectiles más adecuados, y ya por fin... las maravillosas pistolillas que presuntamente, eran lo más inocuo de cuanto estaba compuesto nuestro arsenal, pero en aquellos momentos, lo más divertido.
Mis últimos años de EGB los hice en una escuela en la que estábamos separados en aulas distintas hasta séptimo de EGB, y a razón de 40 alumnos por clase. El disloque llegaba en octavo cuando nos juntaban a todos en una sola aula; es decir... a los 40 de séptimo A y a los 40 de séptimo B. Increíble, pero cierto. 80 energúmenos y energúmenas confinados en una aula en la que se suponía que debíamos preparar nuestro ingreso al bachillerato.
Ni que decir tiene que aquello era un desparrame constante en el que absolutamente en todas las clases reinaba la más pura anarquía a excepción de las clases de historia, impartidas por el señor Villa, y las de matemáticas por la señorita Isabel. Ambos eran temibles: el uno por su palmeta con la que repartía leches hasta el despellejamiento de las palmas de nuestras manos, la otra por sus manos llenas de anillos y pulseras con las que hostiaba sin la más mínima contemplación. En sus clases, pese a los 80 energúmenos hormonados que posábamos nuestros culos en los pupitres, reinaba el silencio sepulcral.
En el patio, y después de una clase de historia o de mates, nos desahogábamos con nuestras pistolas de agua. Lo poníamos todo perdido y quien más y quien menos empezaba la clase siguiente chorreando agua por todas partes. El suelo del patio quedaba absolutamente empapado hasta el punto de que en una ocasión, el señor Villa se resbaló y estuvo a un pelo de partirse la crisma. Ni que decir tiene que las guerras de pistolas de agua quedaron inmediatamente prohibidas, y eso... no sólo nos importaba más bien poco, sino que además, hacía de esas guerras algo más interesante ya que había que perpetrarlas en la clandestinidad.
80 alumnos, cerca de 40 éramos niños y el resto niñas. Ellas no cogieron una pistola de agua en la vida, pero no recuerdo que hubiese uno solo de nosotros, de los niños, que no andase con su pistolilla metida en algún bolsillo y dirigiéndose a los grifos del lavabo para recargar munición.
Pues bien... entre tanto pistolero suelto, al único que el señor Villa pilló con las manos en la masa fue a mí.
Allí estaba yo, llenando mi pistolilla en el grifo mientras silbaba la musiquilla de la serie de TV Jim West cuando noté una inquisidora mirada clavada en mi nuca, y allí estaba él, el señor Villa con los brazos en jarras, pero afortunadamente (pensé) desprovisto de su palmeta. No sé que fue peor, el señor Villa se acercó a mí con toda la disposición que muestra un toro de lidia cuando sale al ruedo, me soltó cuatro manotazos, dos de los cuales fui capaz de esquivar, pero me merendé el otro par que estallaron de lleno en mis mofletes. Hasta ahí bien, la cosa pudo haberse quedado en ese par de hostias y todos tan contentos, pero el señor Villa quería más. El tipo rondaba los sesenta años y su resbalón en el patio, aunque no fue grave, pudo haber traído consecuencias, y al parecer, yo me encargué de pagarlas en mis propias carnes. Un nuevo acercamiento del señor Villa me dejó acorralado en una esquina de los lavabos desde la que pude observar como su puño cerrado caía sobre mí dando lugar a la primera vez en mi vida... que me rompían la nariz.
La versión oficial, en casa, fue la de que me había caído jugando en el patio, pero ante el aspecto de mi nariz que quedó absolutamente doblada hacia la derecha, mis padres decidieron llevarme al médico.
Según el doc. El tiempo haría que mi nariz volviese por sí sola a su sitio, de lo contrario, una sencilla operación le devolvería su aspecto normal. En cualquier caso, pasé una buena temporada con la nariz torcida, con voz nasal, y teniendo que girar la cabeza cada vez que quería olisquear cualquier cosa.
Afortunadamente la vida puso en mi camino a buenos amigos. Recuerdo una tarde en la que José Collado y yo estábamos jugando en el patio, nos repartíamos galletazos y nos agarrábamos de las batas del cole para ver quién tiraba antes al suelo a quién; el típico juego similar al que practican los cachorros de león cuando se pelean entre ellos para de una manera indirecta poner en forma sus dotes de caza y de defensa; es decir, una pelea entre dos amigos sin mayor repercusión. El azar quiso que un tremendo cabezazo de Collado diese lugar a la segunda vez en mi vida... que me rompían la nariz.
El golpe devolvió la nariz a su lugar de origen.
Jamás le agradeceré lo suficiente a José Collado que me librase de pasar por un jodido quirófano.
Créditos de las imágenes: Pistolas de agua, colección particular.
lunes, 16 de noviembre de 2009
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7 comentarios:
Lo que te digo "enfant terrible"..
Tu madre no debia ganar para sustos
je je.. pero creo que has sido un niño feliz! ;-)
Abrazos Kioskero !
Hola Kioskero:
Como siempre ¡¡¡Genial relato!!!
Y sobre las pistolitas de agua doy fé que todos teníamos una, durante un periodo de tiempo considerable. Recuerdo que esas baratijas iban por moda: ahora toca la pistolita, un mes o dos más tarde los bolis, tres meses despues la peonza....
Un saludo de Manolo
Pues yo sí que cogí pistolas de esas. En casa sólo éramos dos hermanos, un chico y una chica, y mi hemanillo, más pequeño que yo, no le quedaba otra que jugar conmigo. La verdad es q no recuerdo que él jugara nunca conmigo a "las casitas", pero yo sí que jugaba con él a los pistoleros y los indios. Y lo peor es que hasta me gustaba.... A ver si voy a tener algo yo de machorra y ni me he enterdado :-) Bué, tampoco me importaría mucho.
Besos, Sergi
¡Recuerdo estas pistolas! No serían maravillosas, pero servían para jugar de verdad.
magnífico...
Muy buen post
Que tiempos aquellos
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