Hablar de un coche a mediados de los sesenta o principios de los setenta significaba hablar de libertad, de categoría y de prestigio social.
Para la gran mayoría de familias de aquellos tiempos, un coche significaba el fruto de mucho esfuerzo y el tedioso pago de numerosísimas letras seguidas de una dolorosa entrada previa de unas 2.500 o 3.000 pesetas, o bien la posibilidad de que te tocase en suerte uniendo los vales de cartón que aparecían en el detergente AJAX y que te ofrecían la posibilidad de conseguir uno “por la cara”. No conozco a nadie que consiguiese un coche por ese procedimiento, aunque recuerdo que cuando mi yaya Lola llegaba de la compra, vaciábamos el polvo del detergente en una bolsa y nos afanábamos en la búsqueda del codiciado vale de cartón. Siempre aparecía uno, pero casualmente pertenecía a la parte trasera o delantera del vehículo y nunca, jamás de los jamases conseguimos encontrar el vale correspondiente a la parte central que nos permitiese completar el puzzle.
Una mañana de verano de 1968, mi padre me despertó y me pidió que le acompañase a dar una vuelta. Recuerdo que me sorprendió ya que eso solíamos hacerlo los domingos, y aunque no era domingo, tampoco recuerdo que día era. El caso es que mi madre me puso como un pincel y papá y yo salimos a dar un paseo. Entramos en un concesionario SEAT y nos metimos en un coche mientras que un tipo le daba a mi padre todo tipo de explicaciones. Papá le dio media vueltilla a la llave de contacto y salimos del concesionario con un SEAT 850 Especial de color verde botella. Yo miraba hacia atrás tratando de ver si el señor que nos había explicado tantas cosas corría detrás nuestro para recuperar el coche, pero lejos de eso, aquel caballero me saludaba con la mano y con una amplia sonrisa.
—Papá... este coche es nuestro? —Si cariño. Qué te parece? —WooOOoow...
A partir de ahí, desde el momento en el que un coche pasaba a formar parte de la familia, todo el universo giraba en torno a él: papá pasaba las noches asomado al balcón y vigilando que nadie le hiciese nada al recién llegado utilitario, la yaya Lola se ponía como loca a coser cojines de ganchillo y mamá se recorría las tiendas en busca de elementos para personalizarlo y hacerlo único y exclusivo.
Recuerdan? Seguidamente enumeraré algunos de los más característicos, pero seguro que la lista se podría ampliar muchísimo:
La correa del mareo: Todos los críos nos mareábamos en el interior de aquellos vehículos que alcanzaban la astronómica velocidad de 125 kilómetros por hora (en bajada) y que tomaban las curvas como si se tratasen de auténticas naves del espacio. Las biodraminas hacían su efecto, pero un día se pusieron de moda unas extrañas correas de goma que se colgaban del parachoques trasero y que supuestamente hacían auténticos milagros. Papá compraba una harto ya de pasarse el viaje diciéndonos “mira a la carretera. Tú mira a la carretera y verás como así no te mareas”, hasta que al final no quedaba más remedio que detener el coche en la cuneta para que potásemos y nos quedásemos a gusto. Por suerte, llegaba un fin de semana en el que salíamos con el coche y como no... con la correa del mareo colocada. Se le atribuían poderes mágicos a ese pedazo de goma diciendo, entre otras cosas, que por el hecho de ir arrastrándose por el asfalto transmitían unas cargas de electricidad estática al interior del vehículo que propiciaban un viaje feliz y placentero. Lo cierto es que pasadas unas cuantas curvas nuestros rostros palidecían y había que parar en una cuneta para vomitar ante la atónita mirada de papá que no daba crédito.
—Pero coño! —exclamaba—. Si llevamos la correa del mareo!!
El perro mueve cabeza: Auténticos engendros de plástico duro o cartón piedra que de un modo realista y con pelo, simulaban ser un perro situado en la parte trasera del vehículo y que con el movimiento del coche realizaban un sinuoso vaivén con sus cabezas. Un portento de gadget fruto de la elucubración de alguna mente enferma y que se comercializó con enorme éxito en aquella época. Yo recuerdo que me ponía de rodillas sobre el asiento trasero del coche, apoyaba mi cabeza entre mis brazos cruzados sobre el respaldo y era capaz de contemplar durante horas a aquel “bicho” como si se tratase de un pez en el interior de una pecera. Todo eso dio lugar a alguna que otra pesadilla y a suplicarles a mis padres que por favor, quitasen a ese monstruo del coche.
Las pegatinas en los cristales: Las familias motorizadas tomaban rumbo a algún merendero situado en plena montaña, comían paella, bebían vino con gaseosa y mirindas, y al terminar el día se les compraba un Chupa Chup a los críos y el dueño del lugar obsequiaba a nuestros padres con una pegatina del merendero para que la enganchase en el interior del cristal del coche. Por una parte implicaba publicidad para el local, por otra parte era como ir por la carretera diciéndoles a los demás dueños de vehículos: “Yo estuve allí”. Distintas pegatinas, pero con idéntica intención te daban si pasabas un domingo en algún parador nacional o lugar turístico, así como si asistías a alguna feria de productos hortícolas o de buscadores de setas. El caso es que las lunas laterales y traseras de los coches quedaban llenas de pegatinas que nos impedían contemplar el paisaje y no nos quedaba otra opción que la de ir leyendo los tebeos de la Pantera Rosa y como consecuencia... pillarnos un buen mareo.
El papá no corras: A veces papá se libraba de mamá, de la abuela y de nosotros y emprendía un viaje en solitario hacia algún lugar. No obstante, allí estaban nuestras fotos para recordarle que le queríamos, que le echábamos de menos y que no corriese demasiado para evitar tener accidentes. Los salpicaderos de la gran mayoría de coches lucían unos rectángulos de madera o aluminio forrados de escai que se sujetaban por medio de un imán y en el que aparecían los caretos de los miembros de la familia sobre la frase “Papá no corras” en letras metálicas. Vamos, una pieza super fashion de la muerte que posiblemente también motivó alguna pesadilla a más de uno.
Las hierbitas secas en el salpicadero: No sé si antes existía el pino aromático que ahora llevan los taxistas colgado del retrovisor y que desprende un “posible” buen olor que mezclado con el pestazo a sudor de tanta gente que entra y sale y de los aromas de los diversos perfumes, se acaba convirtiendo en algo nauseabundo, pero antes, en lugar de esos ambientadores artificiales se utilizaban auténticos remedios naturales.
Mientras papá buscaba caracoles por entre medio de las malas hierbas de la cuneta nosotros pillábamos un palo, y a modo de espada pirata terminábamos con una legión de enemigos imaginarios. Entre tanto, mamá y la yaya se dedicaban a recoger ramitas de romero o de tomillo que acababan colocadas en los armarios de casa y en el salpicadero del coche. A mí siempre me recordó al olor de la botica del pueblo.
Los cojines de ganchillo: Otra suerte de gadget que era una mezcla de horterismo e inutilidad a partes iguales. Se colocaba en la parte trasera del vehículo junto al perro mueve cabeza y servía única y exclusivamente para demostrar que las abuelas se entretenían en casa encantadas en decorar los coches de sus yernos. Los había de todo tipo, pero predominaban los motivos florales con unas pedazo floripondias enormes y los escudos de los equipos de fútbol. Nosotros creíamos que aquello debía tener alguna utilidad específica, así que tras una dura jornada de trajín en el campo, nos metíamos en el coche de camino a casa, nos entraba el sueño y agarrábamos el cojín para echarnos una siesta, pero no...
—Deja el cojín en su sitio! Con lo que has sudado hoy todo el día... Qué quieres? Llenarlo de porquería?
... definitivamente, no servían para nada.
Ah!... en la época se comercializó una pegatina especial para todo aquel conductor que no disponía de un cojín de ganchillo y que decía: “A mí también me están haciendo uno”.
Los colgantes de los retrovisores: Posiblemente se trata de un gadget automovilístico que perdurará por los siglos de los siglos, siguen siendo de uso obligado en el interior de cualquier vehículo que se precie y no han perdido su vigencia y rabiosa actualidad con el paso de los años. Los modelos fueron, son y serán de lo más variado y recorren todos los espectros estéticos. Algunos son discretos, simples elementos de decoración casi subliminal que pueden llegar a pasar desapercibidos. Por el contrario, otros... además de ser horteras y de tamaño XXL, obligan a los conductores a adoptar difíciles posturas con sus cabezas para poder ver la carretera a través de esos colgantes que ocupan prácticamente toda la luna delantera.
El de la foto corresponde al que se utilizó en el SEAT 850 de mi padre del año 1968. Representa la figura del Manelic; personaje central de la obra Terra Baixa del dramaturgo catalán Àngel Guimerà. El pobre está absolutamente descolorido y estropeado por el sol español que nos acompañó a lo largo de tantos y tantos kilómetros recorridos a través de nuestra geografía, pero ahí sigue, a sus 41 años y como si nada. Actualmente forma parte de mi colección de recuerdos setenteros y goza de un lugar privilegiado en una de mis vitrinas.
Total... que la moda de tunear coches parece que sea de ahora, pero al lado de nuestros padres, madres y abuelas, los tuneadores modernos son unos auténticos aficionados ;-)
Créditos de las imágenes: 1).- SEAT 850 de mi padre. En la foto aparecemos mi madre y yo en un desayuno de camino a alguna parte. 2).- Cartel publicitario de los 70 con el infalible SEAT 850. 3, 4, 5, y 6).- Imágenes bajadas de internet y debidamente tuneadas para la ocasión. 7).- El Manelic de mi viejo SEAT 850 que colgó durante años de su retrovisor, así como de los siguientes coches que tuvo mi padre. Colección particular.
En este mes de octubre se cumplen los 130 años del nacimiento de Joe Hill; músico y sindicalista norteamericano que fue condenado y ejecutado tras un controvertido juicio en el que se le acusó de asesinato. Sin duda se trató de un tipo molesto en una época en la que se dedicó a organizar a los trabajadores en sindicatos y utilizó la música como modo de lucha y propagación de reivindicaciones políticas y sociales. A partir de Joe Hill nació la canción protesta que en España tuvo su máxima representación durante las décadas de los sesenta y los setenta.
Lo cierto es que el debate sobre si los artistas –de cualquier especialidad- deben o no comprometerse política o socialmente, ha estado abierto desde que el primer cavernícola pintó en su cueva una escena de caza utilizando la sangre de un venado, carbón vegetal y resina como primigenios materiales pictóricos.
Es indudable que el artista comprometido ha sido en muchas ocasiones la voz de una parte del pueblo que ha necesitado verse representado en determinados momentos políticos en los que las libertades han sido tan nulas como excesivas las injusticias. Por otra parte no pocos artistas en su coherencia de asumir su compromiso hasta el final, se las han visto ante sus verdugos y han sido ejecutados por el único delito de alzar la voz expresando un modo de pensar distinto al impuesto.
Pero como es obvio, todo compromiso tiene unas reglas, y de ahí que hay quien opine que un artista no debe comprometerse con nada más que con su arte y sólo en base a él ganarse al público; más que nada porque los tiempos hacen que las personas evolucionen en sus ideologías y en sus planteamientos, y a veces puede parecer que ciertos compromisos políticos no sean más que una forma de oportunismo para sacar a flote carreras artísticas actuando en pro o en contra de determinados regímenes o de ciertas causas que favorecen que el artista en cuestión se haga notar.
A todo esto... el pasado viernes andaba buscando algún tema de Victor Manuel para realizar una entrada musical. El cantautor asturiano me gustó bastante durante una época en la que las cintas de cassette de muchos artistas “comprometidos” llenaban mi Telefunken; a destacar algunos de la Nova Cançó catalana y en especial Joan Manuel Serrat, vecino de mi querido Poble Sec y al que algún día dedicaré una entrada.
Pues bien, la verdad es que Victor Manuel me tuvo con la mosca detrás de la oreja por el hecho de haberse declarado siempre tan comunista y por incurrir en el mundo del cine español como productor; ante lo cual uno piensa: “Bieeen... por fin alguien le quitará caspa al cine español y tras el reinado de Ozores y Frade se dedicará a hacer cine ‘comprometido’que al menos podrá tener un cierto interés”. Y va el tío y se pone a producir una película en la que la protagonista es Isabel Pantoja “Yo soy esa (1990)” y su subsiguiente secuela; es decir... de lo más casposo que ha parido el cine español y de manos de un “comprometido” que demostró serlo con su bolsillo como bien lo certificó en cierta ocasión cuando se le preguntó (con mala leche y mucho infortunio) que por qué no repartía sus beneficios con los pobres. Su respuesta fue tan estúpida como la pregunta, acuñando la frase histórica de: “Soy comunista, no soy gilipollas”; o en otras palabras: repartir los beneficios con los pobres... es de gilipollas.
Lo peor de todo es que ahondando en la vida del artista para dedicarle mi entrada del pasado viernes, me encontré con un documento antológico; un tema que compuso y que grabó en 1964 titulado “Un gran hombre”, dedicado ni más ni menos que...a Francisco Franco y en honor a la celebración de los primeros XXV años de dictadura.
Me quedé a cuadros. Al parecer el artista negó siempre este hecho en su vida hasta que finalmente, en una entrevista a “La Voz de Galicia” en diciembre del 2007, declaró que dicho episodio en su vida fue algo así como un pecado de juventud.
La verdad es que estuve a punto de mandar al pedo la entrada dedicada a Víctor Manuel; es más, en realidad lo hice y en su lugar le di paso otra cosa, pero tras darle vueltas al tema durante un par de días debo reconocer que Víctor Manuel no deja de ser un icono de la época, y de que su abuelo picador no tiene ninguna culpa de que le haya salido un nieto de un rojo más desteñido que el traje del payaso de Micolor.
Mi afición por el lejano Oeste se manifestó en mí cuando yo era un crío con tres años recién cumplidos. Poca influencia ejercieron las películas del Far west, las novelas de Zane Gray o de Marcial Lafuente Estefanía, ya que por aquel entonces, yo no iba al cine, no teníamos tele en casa, ni leía novelas. Imagino que sencillamente, el espíritu errante de algún vaquero perdido en el limbo entró en mí un buen día, me poseyó y me convirtió en un precoz aspirante a forajido.
Cuenta la leyenda, que durante la navidad del 67, mis padres y los de mi vecino Alberto, se pusieron de acuerdo para celebrar juntos el día de reyes. La idea era festejarlo un año en casa de unos y al siguiente en la de otros, y el motivo era por una pura cuestión “de bulto” ya que al parecer ninguna de las dos familias disponía de posibles como para llenar el comedor de regalos para sus respectivos cachorros humanos, de modo que se les ocurrió reunirnos a los dos críos en una cena conjunta en casa de la familia de Alberto ese primer año, pasar la noche juntos, y mientras nosotros dormíamos como benditos, nuestros progenitores dispondrían los escasos juguetes por el comedor para que al día siguiente, al despertar, no se apreciase esa expresión de frustración en nuestras caras al encontrar un simple par de paquetes envueltos; veríamos cuatro, la frustración vendría luego cuando nos tratasen de hacer entender que dos paquetes eran para Alberto y dos para mí.
La casa de Alberto era un entorno extraño. Se trataba de un piso idéntico al mío, pero al revés y con distintos muebles. Mi piso era el 2º 2ª y el suyo el 2º 1ª del mismo inmueble. Mi balcón daba a un patio interior, el suyo a la calle. Yo entraba en mi casa, atravesaba el recibidor, recorría el pasillo y llegaba al comedor para finalmente salir al balcón, y ese recorrido lo hacía dirigiéndome hacia mi izquierda. En casa de Alberto era lo mismo, sólo que había que dirigirse hacia la derecha. Por el camino me encontraba con la cortina que estaba situada en el mismo lugar que la de mi casa, pero que era de un color y un estampado distinto, como el sofá, la mesa, las sillas, etc. De verdad... daba mal rollo. Era como entrar en tu casa y encontrarla habitada por personas que aunque conocidas, habían cambiado las cosas de sitio y de dirección. Sin duda algo extraño que con tres años me costaba procesar y que indudablemente algún psicólogo me sonsacará un día de estos y a partir de lo cual generará una teoría en torno a algún posible trauma.
Llegó la mañana y Alberto y yo nos despertamos, pusimos nuestros pies descalzos en el suelo y fuimos a por nuestros juguetes con esa alegría desbordante y típica ante la incertidumbre de saber si los reyes se habían leído la carta, o si para variar... habían traído lo que les había dado la gana. Alberto salió primero, atravesó la puerta de su habitación y giró hacia su derecha, hacia el comedor; lugar en el que sin duda se hallaban los paquetes. Yo tras él, pero tal y como hubiese sido lo normal en mi casa me dirigí hacia mi izquierda topando con esa cortina situada cerca del recibidor, pero que no era del color de la mía. Fue algo así como un shock; me desperté de golpe, reaccioné, giré sobre mis pies y enfilé a toda velocidad por el interminable pasillo temiendo que al llegar, Alberto ya hubiese abierto todos los paquetes arruinándome cualquier posibilidad de sorpresa.
Los cuatro paquetes estaban allí, y los cuatro adultos expectantes y observando por primera vez en nuestras caras una expresión de niños de la más alta burguesía catalana ante tanto bulto. Cuatro paquetes de morirse! Bien envueltos con papeles de colores y rodeados de un par de tremendas bolsas de chuches. Había hasta de ese carbón de azúcar, que aunque arruinó mi dentadura para los restos, se trató de mi primer vicio manifiesto y uno de los muchos que aún mantengo.
Alberto, que había tomado una ligera ventaja y que era un año mayor que yo, empezó por los dos más grandes. Sus padres le arrebataron uno de los paquetes de sus apresuradas manos y me lo cedieron a mí pese a su cara de pocos amigos. En el suelo sentados, al lado de una estufa de gas butano, Alberto y yo empezamos a deshacer los paquetes; él más pendiente de qué contenían los míos, y yo interesado por saber qué había en los suyos.
Por fin, Alberto extrajo una caja de uno de ellos; se trataba de un traje de futbolista del Real Club Deportivo Español. Su padre, su tía y su abuela eran hinchas indiscutibles del equipo, posteriormente Alberto también lo fue, hasta el punto en que era de esos que cuando el Español perdía un partido le entraban todos los males y era mejor mantenerse a distancia ya que descargaba su furia ante el primero que se cruzase por delante de sus narices. Alberto siempre quiso ser portero del Español desde esa tierna infancia y desde esos cuatro años en los que ya sus ojos se llenaron de felicidad ante aquella caja rectangular y grandota que contenía una camiseta blanquiazul, un pantalón corto, unas rodilleras y unas botas de fútbol.
Reconozco que miré aquel regalo con indiferencia, pero mi paquete, también rectangular y grandote me hizo pensar lo peor. Aún no había sido capaz de desenvolverlo y ya empecé a hacer pucheros temiendo que en su interior me pudiese encontrar con un traje de futbolista. Y encima... con lo que me estaba costando abrirlo. Para qué? Tanto esfuerzo para nada? En primer lugar ya era alérgico al fútbol a los tres años, y si una cosa tenía clara era la de que yo no iba a salir a la calle a jugar con mis amigos vestido de futbolista por más que eso molase en el barrio.
Mi madre me echó un mano con ese papel de regalo y lentamente pude extraer la caja de su interior... Wow! Al parecer los reyes de Oriente conocían los gustos de todos y a mí me trajeron un precioso fuerte del Oeste con su torre de vigía, su bandera, casitas y soldados de plástico. Creo recordar que no era de la casa COMANSI, posiblemente se trataría de alguna marca desconocida, pero el fuerte era chulísimo y de madera de la buena.
Alberto estaba boquiabierto contemplando mi regalo mientras que con ambas manos sujetaba su caja con el equipo del Español. Era tan impresionante mi fuerte que olvidó por completo su segundo paquete. Yo en cambio, empecé a pelear con esos malditos embalajes de papel y cintas de colores para conseguir desentramar el misterio y averiguar que contenía mi segunda caja. Una caja bastante grande y cuadrada que aunque pesaba poco era difícil de manejar.
Oh Señor!... Enseguida que vi los dibujos de la caja, una vez extraída de tan complicado envoltorio, intuí que sus majestades habían metido la pata hasta el fondo. Claro, demasiados niños en el barrio, así que era fácil que esa caja en la que aparecían dibujados unos niños jugando al fútbol y la pelota que había en su interior, perteneciese a otro niño que al igual que a Alberto, le apasionaba ese deporte que yo tanto aborrecía. Alberto se puso en pie de inmediato, su boca seguía abierta y sus ojos tan redondos como mi balón. A contraluz contemplaba su silueta que se interpuso entre el balcón y yo dejando colar esa luz de la mañana que me molestaba en los ojos.
—Qué te parece? Para que puedas jugar con el Alberto al fútbol —me dijo el padre de Alberto con una cara de satisfacción más deslumbrante que la luz que entraba por el balcón.
Miré a mis padres para saber si ellos habían tenido algo que ver con semejante despropósito, pero pude ver en sus caras que eso había sido cosa de los reyes. Malditos capullos! Con el tiempo me enteré de que, dado que se celebraba ese día en común, un poco a lo hippie, los padres de Alberto se ocuparon de uno de mis regalos (la pelota) y los míos de uno de los de Alberto (el equipo de futbolista); vaya... un toma y daca para hacer más amena la festividad y para que eso de compartir tuviese más sentido.
Alberto seguía molestando ahí en pie, cada vez se me acercaba más, invadía mi espacio y todo parecía indicar que quería hacerse con mi pelota. Aún no había desenvuelto su segundo regalo. Su padre, presa de una ilusión desmedida trató de infundirme un amor hacia el fútbol mostrándome el gran valor que tenía mi pelota. La agarró bajo uno de sus brazos, tomó mi mano y me llevó hasta el pasillo. Alberto detrás de mí sin perder ripio. En mitad del estrecho pasillo colocó el balón y lo chutó con suavidad en dirección al recibidor; la cortina lo detuvo en su trayectoria. Se acercó a la pelota y nuevamente la colocó en mitad del pasillo.
—Ahora tú. Dale un chute bien fuerte! —dijo el padre de Alberto.
Le miré a él y miré la pelota. Creo que no entendí nada de qué era todo aquello, así que me giré en dirección a mi fuerte que estaba en el comedor esperando mi regreso. Las manos del padre de Alberto me tomaron por la cintura y me levantaron del suelo. En volandas me llevó al otro extremo en el que se hallaba el balón.
—Ya ves que si quieres ir a buscar el fuerte... no vas a tener más remedio que darle un chute a la pelota —me dijo sin perder ni por un momento esa expresión de felicidad en su rostro. Una expresión típica de alguien que cree haber dado en el clavo—. Alberto... ponte de portero! —añadió.
Ignoro que hacía Alberto colocado allí en mitad del pasillo impidiéndome el acceso al comedor. Tampoco sé que pintaba aquella pelota a escasa distancia de mis pies, ni que intenciones tenía el padre de Alberto a mis espaldas y jaleándome para que realizase no sé que tipo de ceremonia de iniciación ritual. En cualquier caso, yo lo tuve claro; el pasillo era estrecho, pero conseguí colarme entre el espacio que había entre la pelota y la pared para reanudar mi interrumpido viaje al comedor. Quedaba un obstáculo por vencer ya que Alberto permanecía allí obstruyendo el paso, pero todo fue más fácil de lo que en principio se podía prever. Alberto estaba tan alucinado de que alguien se negase a chutar un balón que esa pose que había adoptado de portero infalible ocupando el pasillo, se había convertido en un encogerse de hombros mirando a su padre y dejándome el espacio libre. Así que me dirigí a mi fuerte y lo empecé a montar con la ayuda de mi padre y con una mirada que me lanzó de absoluta complicidad.
—Alberto, aún no has abierto tu segundo regalo —dijo su madre—. Miquel ven a ver que le han traído los reyes a tu hijo! —gritó llamando a su marido que aún permanecía en medio de aquel pasillo y en un lamentable estado catatónico.
Y efectivamente... los reyes se habían equivocado hasta el punto de que se empezó a manifestar en mí un sentimiento claramente republicano.
Alberto lucía en sus manos un precioso envase de cartón y plástico que contenía un plateado y flamante revolver 31 de la casa JOAL. Una pistola metálica con las cachas encarnadas y un blister en el que aparecía ilustrada una cabeza de búfalo, una placa de sheriff y una espuela. El complemento perfecto para el gorro de Cow-boy y el chaleco negro que me pondría cada vez que jugase con mi fuerte y mis soldaditos de marca desconocida, pero eso si... de madera de la buena.
Mientras contemplaba esa pistola de juguete, Alberto no estaba boquiabierto ni tenía los ojos redondos como platos, era evidente que la pelota... mi pelota, le había hecho mucha más ilusión, de modo que me planteé la posibilidad de realizar un trueque. Corrí de nuevo hacia el pasillo en dirección al balón. El rostro de Miquel se iluminó y resplandeció más que ese sol de invierno que cada vez se colaba con más intensidad a través de los cristales del balcón.
—Anda!, Dale!, Chútala fuerte! —gritaba.
Su expresión se tornó en la noche más negra cuando vio que mi intención no fue otra que la de agarrar la pelota con las manos y correr con ella en dirección a Alberto para entregársela, librarme de ella para siempre y sustituirla por el revolver 31 de JOAL.
En un primer momento Alberto no cayó en la cuenta y no se lo pensó dos veces al entregarme la pistola para poder aferrarse a ese balón con ambas manos, tan fuerte que parecía que se trataba de un apéndice más de su propio cuerpo. Lo malo es que tampoco tardó mucho en reaccionar y tratar de recuperar su revolver tomando el balón con un brazo, apretándolo contra su pecho y extendiendo su mano libre solicitando la pistola con una impertinente insistencia. Alberto quería la pelota, pero no estaba dispuesto a deshacerse del revolver aunque tampoco se tratase de algo que le hiciese especial ilusión.
Miré a mi entorno en busca de respuestas y vi a mis padres con una sonrisa dibujada en sus caras, pero en un rictus como de apuro que quería decir: “no es tuya cariñito”. Juani, la madre de Alberto miraba alternativamente a mis padres, a su hijo y a mí sin saber que actitud tomar, y Miquel estaba sumido en un síndrome postraumático ante la visión de que un niño frente a una pelota, no había querido propinarle un chute.
Alberto seguía acercándose a mí, y si nadie lo impedía ese tipo acabaría arrebatándome la pistola y a ver luego quien le arrancaba la pelota que ya estaba prácticamente incrustada en su cuerpo. Lo cierto es que me importaba más bien poco dónde pudiese terminar la dichos pelota, pero el revolver de JOAL ya estaba en mis manos, ya había conseguido incluso sacarlo del blister y mientras daba pasos hacia atrás alejándome de Alberto podía sentir sus cachas encarnadas al tacto de mi mano, su peso debido a su material metálico y ese olor a juguete nuevo que me cautivó.
El balón iba dando botes por el suelo, cada vez con menos ímpetu hasta que finalmente se detuvo frente a la puerta de una habitación. Alberto murmuró algo... estaba completamente tendido en el suelo y con los brazos abiertos, yo me hallaba sobre él con mis rodillas clavadas en su pecho y con la pistola de JOAL apuntando entre medio de sus cejas. Con mi dedo pulgar levanté el martillo con suavidad, el tambor del revolver 31 giró hasta que un “crick” le detuvo en el lugar donde debería hallarse una supuesta bala. Mi dedo índice acarició el gatillo mientras cerraba mi ojo izquierdo tratando de tener buena visión con el derecho a través del punto de mira. Alberto me miraba desconcertado y bizqueando ligeramente ante la presencia metálica y plateada del cañón de la pistola sobre su nariz.
—No des un paso más forastero! —le dije—. De lo contrario, me veré obligado a disparar en tu entrecejo y volarte la tapa de los sesos.
Nadie supo de dónde había sacado yo esa frase que recité al más puro estilo John Wayne, posiblemente la habría escuchado anteriormente en casa de mis tíos que por aquellos tiempos eran los únicos que tenían tele, y sin duda me debió impactar del mismo modo que impactó a Alberto y a todos los allí presentes.
Levantarse el día de reyes para lanzarse sobre los regalos tiene el inconveniente de que no pasas antes por el lavabo para hacer un pis, así que Alberto, aún en el suelo y bizqueando, empezó a orinarse encima empapando el pantalón de su pijama y formando un charquito que se dirigía hacia su bolsa de chuches.
Nuevamente salí en volandas, pero esta vez fue mi padre quien me agarró de la cintura y me llevó hacia un rincón del comedor para soltarme una buena reprimenda. Juani se apresuró a levantar a su hijo del suelo y a recoger la bolsa de chuches antes de que la meada la echase a perder. Mi madre volvía de la cocina con el mocho en las manos y dispuesta a limpiar el estropicio, y Miquel... bueno, Miquel seguía tratando de averiguar el inescrutable misterio del niño que no quiso chutar un balón.
Empezó a armarse una buena: mis padres ordenándome que le devolviese el revolver a Alberto mientras yo les respondía abriendo fuego con la pistola descargada y escondido detrás del sofá a la vez que les alejaba de mí a gritos: “Largo de aquí pieles rojas! Os haré morder el polvo de la llanura!”. Juani regañando a su hijo por haberse meado y gritándole para que saliese de debajo de un armario en el que se hallaba apostado y nuevamente aferrado al balón. Por un momento hubo un disloque tremendo en esa casa; mis padres tratando de rodearme por ambos lados del sofá, yo saltando sobre él “No lograréis atraparme! Moriré con las botas puestas!”. Juani con el palo del mocho intentando sacar a Alberto de debajo del armario y Miquel en un rincón y con la mirada perdida. Vamos... que ni el mismísimo Gary Cooper se las vio tan difíciles en “Solo ante el peligro” como nos las vimos Alberto y yo aquella mañana de reyes.
Por fin Miquel salió de su estado de trauma y puso paz con unas sabias palabras.
—No cabe duda de que los reyes han cometido un error. No creéis familia? —miró al resto de adultos que se detuvieron en su empeño de capturarnos.
—Vamos a ver —prosiguió Miquel—. Estoy convencido de que esa pistola era para esta especie de vaquero que no levanta tres palmos del suelo, pero que está claro que nunca le dará una patada a una pelota. Mientras que la pelota no puede ser para nadie más que para alguien que de mayor será portero del Español. No? Clicar esta imagen Todos asintieron y aceptaron el error de los reyes. Alberto y yo empezamos a salir de nuestros escondites y a aproximarnos de nuevo el uno al otro. Él seguía aferrándose a la pelota temeroso de que se la fuese a quitar y yo iba apuntándole con la pistola no fiándome un pelo de que aceptase el cambio.
El resto del día transcurrió estupendamente bien. Una vez recogidos los trastos nos dirigimos todos al 2º 2ª, a ese piso de enfrente, que era el mío, y que no estaba al revés como el de Alberto y en el que su abuela y la mía habían preparado un comida especial que consistía en pollo, una botellita de cava y un roscón de reyes. Comimos todos juntos mientras que Alberto le contaba a su padre no sé qué acerca de un joven que en un futuro próximo sería jugador del Español y que se llamaba Solsona. Yo iba cerrando mi ojo izquierdo para apuntar bien con el derecho y tener bajo el punto de mira de mi pistola a todos cuantos habían en la mesa “Detente Toro Sentado!... he visto caballos tuyos galopando por la pradera!”. “John Dillinger, ya te dije que nunca debiste cruzar el mississippi!”. Mi padre iba soltándome algún que otro capón para hacerme callar, al parecer mis soliloquios de legendario forajido interrumpían la conversación que estaba manteniendo con Miquel y que giraba en torno a un tipo muy malo, que mandaba y que se llamaba Franco. Mi madre y Juani hablaban de colegios, de que las vacaciones de Navidad se terminaban y de que había que comprarnos algo de ropa con no sabían que dinero. Las abuelas, mientras, hablaban de muertos y de enfermedades. El sol que había aparecido por el balcón de la casa de Alberto, empezaba a desaparecer ahora por el mío mientras que las mamás recogían los platos de la mesa y los papás sacaban copas y una botella de coñac.
Recuerdo muchas comidas y cenas en casa de Alberto o en la mía, todos reunidos como siempre y pasándolo bien. Lo que no logro recordar es si volvimos a festejar otro día de reyes juntos.
Créditos de las imágenes: Todas las fotografías mostradas en esta entrada pertenecen a la infancia del legendario forajido conocido como: "El Kioskero del Antifaz". Imágen nº 6.- Pistola de la casa Joal. Colección particular. Videos pertenecientes a las series de televisión que vimos durante los años 60 y 70: "El hombre del rifle", "Bonanza", "El Virginiano", "Jim West", "El Gran Chaparral".
Ahora que me veo convaleciente de mi tendinitis en el codo, y con mi brazo derecho inmovilizado, me acuerdo de esos domingos de los años 70 en el campo con nuestros padres, tíos y primos. Las mesitas y las sillas de camping, el vino con gaseosa, las tortillas de patatas, los libritos de lomo. Los SEAT 600 y los 850 Especial iban cargados hasta los topes de neveras portátiles, fiambreras de la casa Tupperware, vasos y platos de Duralex en colores verde y ambar, y de críos. Un montón de críos en cada coche en dirección al deseado “día de campo” y sin elevadores, sillitas ni cinturones de seguridad.
Y como no, me acuerdo de que una tendinitis nunca se solucionaba ni con inmovilizaciones ni con infiltraciones. Cualquier mal tenía su cura inmediata con aquellos botiquines setenteros que nuestros padres llevaban en la guantera del coche y que contenían: alcohol, agua oxigenada, mercromina, sulfamidas, vendas, esparadrapo de la marca Imperial, algodón, tiritas y el infalible Calmante Vitaminado.
Cualquier trompazo, arañazo, caída con voltereta incluida, etc, tenía su remedio aplicando unas gotas de alcohol, unos polvos sulfamidas para prevenir infecciones, una venda sujetada por una tirita y un Calmante Vitaminado para evitar el dolor.
Por si eso fuera poco; nosotros regresábamos a casa vendados y llenos de mercromina hasta las orejas, tal y como si hubiésemos mantenido una refriega contra alguna guerrilla revolucionaria, y con nuestro calmante entre pecho y espalda, pero siempre, absolutamente siempre... algún tío se había pasado de vueltas con el vino, la gaseosa o con el brandy Soberano, y alguien de la familia le administraba también el calmante vitaminado de turno.
—A ti qué te duele tío? —preguntábamos.
—A mí?... A mí no me dfuele naaadza —respondía el tío con una sonrisa socarrona y la nariz colorada.
Y es que claro..., ya lo decía el anuncio: “Beba sin temor. Ya todo ha pasado con Calmante Vitaminado”.
Así que ni controles de alcoholemia, ni leches; el tío cargaba de nuevo el coche con un puñado de críos y emprendía el viaje de regreso a la ciudad aunque llevase un pedo del quince. Como mucho, en alguna curva tomada un poco en Zig-Zag, se le acercaba una pareja de la guardia civil, le hacían detener el coche, bajar la ventanilla, y le saludaban con ese: “Güenas tardes... Documentassión”. El tío sacaba los papeles del coche de la guantera, los guardia civiles veían el botiquín, miraban el interior del vehículo -que más bien parecía un parvulario en día de excursión- y ya consideraban que el tío era un señor responsable. Además... si su aliento echaba un poco de pestazo a Brandy Soberano, su categoría aumentaba a la de “macho ibérico”, ya que eso... “era cosa de hombres”. Le despedían con un: “Güen viaje, caballero” y en marcha de nuevo.
Total, que ya estoy harto de reposo, voy a mandar al carajo mi vendaje, mi cabestrillo y voy a pillar una borrachera de tres pares. Luego me tomaré un Calmante Vitaminado y a trabajar que ya va siendo hora.
Me parece a mi que esto de la tendinitis... no es más que otra excusa que se buscan los médicos de hoy en día para evitar que los viejos botiquines de los años 70, les dejen sin curro.
Debo confesar que en la génesis de este blog creí que estaría más sólo que la una. Mi intención no era otra que la de colgar fotografías de mis objetos de colección setenteros acompañadas de imágenes que pudiese ir rescatando de aquí o de allá. También tenía previsto añadir algún texto y así, proporcionarme una excusa más para hacer eso que tanto me gusta y que es contar historias. El hilo temático del blog me permitía escribir mis relatos y compartir mis recuerdos dándoles una coherencia argumental en base a un tema que me sirviese como denominador común entre todos ellos: Los setenta.
Más de 11.000 visitas y de 60 seguidores en apenas nueve meses de existencia. Un buen montón de comentarios que se han convertido en grandes aportaciones y a través de los cuales se han compartido anécdotas y recuerdos con los que espero que todos nos hayamos divertido, y que han contribuido a conocernos un poco, aunque la mayoría, no nos conocemos en realidad, pero vaya... ya casi.
Creo que el interés que despiertan los años 70 en la actualidad, surge de la nostalgia de los que a día de hoy ya tenemos cierta edad, y que pese a la infancia exenta de libertades en la que nos tocó vivir, prevalece por encima de todo el hecho de que fuimos niños; etapa que sólo se vive una vez y que sólo puede seguir presente y permanecer ahí gracias al esfuerzo de muchos por no olvidar.
Las fotografías que muestro en esta entrada pertenecen a una mínima parte de mi colección particular. Algunos de los objetos ya han sido presentados en este blog, y en ocasiones asociados a algún relato inspirado en algún recuerdo rescatado de mi memoria. Como se puede apreciar quedan aún muchísimos objetos y un montón de historias que compartir, de modo que si les parece bien y desean acompañarme en este viaje en el tiempo, seguiremos en ello.
Iván tenía sus cosas. Era un crío como nosotros, jugaba con nosotros, iba al cole con nosotros y le divertían las mismas cosas que a nosotros, pero siempre andaba unos pasitos por detrás y no se le podía considerar un niño “despierto”.
En el Poble Sec y con diez años de edad, ya todos habíamos desarrollado una picaresca típica y propia de supervivientes natos, en cambio, para Iván, la vida era un complejo berenjenal en el que ante cualquier situación siempre salía perdiendo.
—No te metas con Iván y procura que tus amigos tampoco lo hagan —me decía mi madre. —Por qué no mamá? Iván es tonto. —Hijo... Iván sólo tiene un problema, pero los tontos sois vosotros.
Yo no podía llegar a entender a mi madre cuando en clase, la propia señorita Isabel era la primera en ensañarse con él.
La señorita Isabel si oía una sola mosca en sus clases de matemáticas, necesitaba obsesivamente que apareciese un culpable. Daba igual que el culpable fuese uno u otro... ella necesitaba uno, y nosotros, conocedores de que a Iván ya no le venía de aquí, siempre le señalábamos como el causante de todos los males. Iván recibía estopa a diestro y siniestro ya que lo que a la señorita Isabel le gustaba más en este mundo era pegar. Lanzaba bofetadas con sus manos cargadas de anillos y sus muñecas repletas de pulseras. Las hostias que recibíamos nos causaban más dolor por el impacto en nuestros rostros de tanta chatarra que por los manotazos en sí. El ceño fruncido, pero a la vez esa cara de satisfacción que ponía la señorita Isabel cuando hostiaba a Iván no casaba con los consejos que trataba de darme mi madre, y para mí, para todos, era más fácil tener a Iván y apuntarle con el dedo cada vez que la profesora de “mates” pedía a gritos la presencia de un tierno infante a quien llenarle la cara de manos.
En el patio jugábamos “a la melé”, la típica melé de los partidos de Rugby; consistía en que uno de la clase se lanzaba sobre otro gritando “A la melé! A la melé!!”. Ante este grito que era algo así como una llamada de la selva o similar, el resto saltábamos los unos sobre los otros formando un amasijo humano y sepultando al pobre de turno que perdía la respiración tratando de zafarse de los diez o quince “compañeros” de clase que le habíamos caído encima. Generalmente -salvo contadas excepciones- el pobre que se hallaba aplastado en el suelo tras dispersarse el amasijo humano... era Iván.
Un día en la calle, vimos a un par de gitanos jugando con un juguete nuevo; se trataba del paracaidista “Halcones del espacio”. El Vallcanera, el niña, el boliche y yo nos quedamos mudos ante ese juguete y contemplando como esos críos lanzaban por el aire a un muñeco que, al caer, desplegaba su paracaídas y descendía lenta y suavemente. De inmediato corrimos hacia el kiosco del señor Sánchez con la esperanza de que esa novedad estuviese presente sobre su mostrador y en unidades suficientes como para satisfacer el capricho de cuatro críos que a empujones y a toda velocidad atravesábamos las calles del barrio.
Allí estaban, en varios colores y metidos en su blister de plástico. El señor Sánchez estaba acostumbrado a que abordásemos su kiosco cual piratas al asalto de un buque inglés, pero aquella tarde creo que temió por su integridad física ya que nuestra escandalosa llegada y aquel empeño en ser los primeros en conseguir uno de esos paracaidistas fue apremiante.
—Un paracaidista señor Sánchez! Deme un paracaidista! —El boliche, pese a que debía desplazar consigo varios kilos de carne más que el resto, se las ingeniaba siempre para llegar el primero a todas partes. —Otro para mí! —gritaba el niña desde el final de la cola, el último en llegar y con ese aspecto y esa vocecilla que le hacían merecedor de semejante mote (confieso no recordar su verdadero nombre... siempre fue “el niña”... eso le pasaba por guapo).
15 pesetas valía por aquellos tiempos el paracaidista. Eso era un montón de dinero que no reuníamos entre los cuatro en ese momento. El señor Sánchez nos deseó suerte con nuestros padres y con nuestras huchas emplazándonos de nuevo en cuanto tuviésemos el dinero.
Pasados dos o tres días estábamos en el patio de clase una tarde, contando nuestro dinero y observando con un brillo en nuestros ojos que la cantidad que habíamos reunido entre todos, nos daba para comprar cuatro maravillosos halcones del espacio, uno para cada uno, así que ahora sólo quedaba pelearnos por los colores, pero a toda costa, fuese como fuese, el mío tenía que ser amarillo. Me fascinó el día en que frustradamente intentamos hacernos con uno en el kiosco, me impactó ese paracaídas de cuadros morados y blanco, de modo que estaba dispuesto a lo que fuese con tal de que ése fuese el mío.
Timbre que anunciaba el final de las clases y consiguiente carrera hacia el kiosco con el fin de reclutar a uno de esos maravillosos aventureros del aire para nuestra colección de juguetes predilectos. El señor Sánchez nos vio llegar y se apresuró a salir del kiosco con un montón de paracaidistas en sus manos protegiendo su chiringuito del impacto sobre él de nuestros cuerpos, y del posible riesgo de llegar a desmontarlo y convertirlo en un montón de tablas de madera pintadas de color verde.
—Tomad! Tomad!, pero no os acerquéis ni un milímetro más! Que sois como la peste!!!
Hay veces que la vida te lo pone fácil, y eso era algo a lo que los niños de barrio no estábamos acostumbrados, pero el azar, el orden en el que íbamos entregando las 15 pesetas al señor Sánchez a la vez que él iba repartiéndonos blisters con paracaidistas, hizo que sin pedirlo, sólo deseándolo, el kioskero depositase en mis manos al deseado halcón amarillo con el paracaídas a cuadros morados y blancos.
—Ahora no hagáis como el hijo de la Encarna que ha saltado del balcón agarrado al muñeco.
No le hicimos demasiado caso, no reparamos en sus palabras ya que nuestro entusiasmo rebasaba cualquier límite dentro de la normalidad. Tres manzanas calle abajo, esas palabras del señor Sánchez se clavaron en nuestros cuerpos provocándonos un dolor que aún dura al recordar.
Iván hacía tres días que no venía a clase por culpa de unas anginas, pero daba igual. Creo que nadie le echó en falta a excepción, quizá, de la señorita Isabel. La señora Encarna le había comprado a su hijo un halcón del espacio para hacerle más llevadera su convalecencia, y esa tarde, en la que Iván ya se notaba más recuperado, se lanzó al vació desde un cuarto piso tratando de surcar el cielo con el paracaídas de ese muñeco con el que ya jugábamos todos los críos.
Unos montones de serrín en el suelo tapando un charco de sangre y un par de patrullas de la policía fue todo lo que llegamos a ver de lo que pasó en el barrio aquella tarde.
No sabría decir si Iván se ganó sus alas de piloto realizando ese vuelo suicida, pero lo cierto es que nos dio una lección. Estoy seguro de que todos, seguimos echando de menos a alguien a quien nunca tuvimos en cuenta. Y efectivamente, él tenía un problema, pero nosotros... fuimos siempre muy tontos.
Créditos de las imágenes: Fotografías del paracaidista "Halcones del espacio". Colección particular.
Los viernes pretende ser el día oficial en el que este blog presenta un tema musical de los 70, pero... por alguna extraña razón, siempre termino posteándolo en sábado.
Lo cierto es que la razón no es tan extraña. En realidad es por culpa del conocido síndrome del “Oye, ya que estás...” Se trata de un síndrome que padecen la gran mayoría de editores con los que trabajo y que viene dado por culpa de que ellos... no trabajan los viernes por la tarde. No obstante, y pese a esa virtud y privilegio del que gozan, necesitan invariablemente el trabajo realizado para el lunes, motivo que da lugar a otro conocido síndrome denominado “A ser posible a primera hora”. Es decir, que todo se resume en algo del estilo de lo siguiente:
“Oye, ya que estás... a ver si me puedes tener esto listo para el lunes. Ah!... y a ser posible a primera hora”.
De modo que a este bloggero, setentero y rockero, no le quedan más huevos que pisar el acelerador a fondo durante el viernes para poder librar el sábado y aún y así... entregar el jodido lunes a primera hora.
Esta vez, me toca currar también en sábado así que les dejo este tema de “The Manhattans” que lleva por título “Kiss and Say Goodbye”. Música R&B en estado puro. El grupo se formó en New jersey por el año 1962 y el tema corresponde a uno de sus éxitos de 1975.
Ahora disfruten de la música, y como a mí me toca seguir laborando un poco, sólo les digo que... un beso y adiós.
Hasta más ver hermanos ;-)
NOTA: Cagüen tó lo que se menea! Acabo de ver que estos putos del Goear, ahora le meten publicidad a la música. Habrá que buscar otro servidor, o tragarse el anuncio.
En la parroquia de Santa Madrona, en la calle Tapioles del Poble Sec, hacían sesiones cinematográficas, y como consecuencia de ello, esas eran las pocas ocasiones en las que yo entraba en una iglesia.
Recuerdo con especial agrado el pase de una de esas películas ( a decir verdad, se trata de la única que recuerdo). La peli se titulaba “El anillo de los Nibelungos”, historia de la cual se han realizado innumerables remakes, pero que creo, que la que yo vi era una producción germano-yugoslava de 1966, aunque tampoco puedo estar seguro. El caso es que disfruté como un loco de las aventuras y de los colores estridentes del film, que sin duda, si lo volviese a ver a día de hoy imagino que me horrorizaría. Quién sabe?
Esas visitas “al cine” de la iglesia de Santa Madrona solían ser organizadas por la escuela; por las mañanas el señor Rius, y profesor de religión para más señas, nos introducía en la trama de la película que iríamos a ver esa misma tarde, y por la mañana del día siguiente nos animaba a comentarla en clase.
Uno de los recuerdos que más se conserva en mi memoria de esas sesiones de película, es el hecho de que podíamos asistir a la sala con los bocadillos y las botellas de gaseosa. Ni que decir tiene que medio bocadillo era engullido, mientras que la otra mitad era deshecho en migas que lanzadas como proyectiles se estampaban en las cocorotas de los compañeros de clase que se hallaban sentados en las filas delanteras, así como en la cabeza de alguno de los profesores que en mitad de la película, se levantaba de su asiento y pedía orden del modo más infructuoso que nadie se pueda llegar a imaginar.
El señor Rius, además de tratarse de nuestro profesor de religión, era cura aunque nunca le vimos vestido con su hábito, pero... lo era, tenía toda la pinta. En una de sus introducciones a la película que íbamos a ver esa tarde de otoño de 1971, nos habló de la Virgen María y nos contó que era una joven muy hermosa, limpia de todo pecado y la escogida por Dios para... no recuerdo qué. Imagino que el señor Rius lo dijo, pero a decir verdad no presté mucha atención ya que en las últimas filas de clase -en las que yo me hallaba- se estaba fraguando una guerra de “munis” y era cuestión de ir preparando las gomas de pollo y de ponerse a doblar concienzudamente papelitos para tener un buen arsenal preparado.
Tampoco recuerdo qué película vimos por la tarde ya que había mucho que hacer en esa sala de cine: comerse medio bocadillo y preparar proyectiles con el otro medio, beberse la gaseosa, cambiar cromos con mi compañero de clase José Luís Naval, corretear entre las filas de asientos y lanzarse cuerpo a tierra en cuanto el señor Rius se ponía en pie para solicitar orden. En fin... que no se podía estar en todo.
Lo que recuerdo perfectamente, es que en la cola que formamos para salir ordenadamente del cine, una imagen de madera de la Virgen María y a tamaño natural, se hallaba allí, en pie, flanqueando la puerta que daba a la salida de la iglesia. No recordaba haber visto esa imagen en las otras ocasiones que habíamos asistido a Santa Madrona a ver una película. Posiblemente, la imagen se encontraba de paso, o quizá estuvo allí siempre, pero nunca me fijé. El caso es que con siete años y cursando 3º de EGB, pude percatarme de que realmente, la Virgen María era absolutamente hermosa.
En medio de aquella fila, iba acercándome poco a poco a aquella figura que ya ocupaba todo mi campo de visión; sus ojos miraban en dirección a un absoluto vacío y de ellos brotaban unas diminutas lágrimas en una expresión de tristeza que transmitía una gran ternura.
Recordé una frase que durante la mañana pronunció el Señor Rius en uno de esos momentos en los que yo no le prestaba atención alguna: “La Virgen María no había conocido hombre”. Y me dio por pensar que quizá por eso lloraba. No hubiese sido de extrañar ya que hasta 3º de EGB yo había asistido a colegios en los que los niños éramos separados de las niñas, pero en ese nuevo cole en el que consiguieron matricularme mis padres tras mi expulsión del colegio anterior, estábamos todos juntos, y el hecho de haber conocido a niñas y poder jugar con ellas, me resultó especialmente agradable.
Finalmente y mientras avanzaba la cola, allí estaba ella, escasamente a dos palmos de mí. No conseguí que sus ojos me mirasen por más que trataba de buscarlos con los míos, no había forma de coincidir. En el intento de captar su atención de algún modo, llegué incluso a salirme de la fila, y ya que estaba, decidí darle un rodeo a la imagen para ver cómo diablos llevaba sujeto el alo a la cabeza; algo que había visto en las estampas y en las ilustraciones de los libros de religión, pero que no había sido capaz de entender nunca.
Juro que fue sin querer, pero a pocos centímetros de mi nariz el culo de la Virgen llamó sorprendentemente mi atención. Jamás había reparado en la idea de que la Virgen pudiese tener culo, pero... vaya que si lo tenía! Un hermoso culo, terso y redondo, cubierto por un fino manto que permitía adivinar todas sus turgencias y que me hizo recordar aquella tarde en la que Ana Ochoteco y yo, jugando en el patio, nos metimos en una especie de lío en el que yo andaba tocándole el culo a ella mientras que ambos, entre risas, intuíamos que estábamos pecando y no entendiendo muy bien el por qué.
En una acto puramente cristiano, casto y con la mayor intención de solidaridad de la que fui capaz, posé mis dos manos sobre el culo de la Virgen María esperando arrancar de ella una sonrisa y borrar esa aflicción de su rostro.
Al parecer el señor Rius no lo entendió así. Me sorprendió palpando las posaderas de María, y con una expresión en su rostro más propia de un ser del infierno que del cielo, saltó sobre mí rezando a voz en grito el Ave María. En la fila, las caras de mis compañeros y compañeras de clase eran de estupefacción. Todos me miraban como a un bicho raro, a excepción de Ana Ochoteco, que para variar, se reía recordando viejos tiempos. El señor Rius agarró mi oreja como si se tratase de su paga de fin de mes y me arrastró en dirección a la calle. Apenas pude ver de soslayo el rostro de la Virgen María, pero me di cuenta de que seguía llorando. No supe en aquellos momentos si lloraba porque mi intento no había surtido efecto alguno, o si lo hacía ante aquella escena en la que un ser maligno se retorcía de ira y me arrastraba de la oreja para alejarme del lugar.
Una vez en la calle, el señor Rius me zarandeó cogiéndome de los brazos, tirándome del pelo y del cuello de mi jersey. De su boca salieron todo tipo de insultos de entre los cuales recuerdo uno que me dejó absolutamente impresionado; “hijo de Satanás!” Joder con el cura de incógnito! En un arranque de melodramatismo extremo se arrodilló en el suelo en plena calle, y en actitud de súplica al Todo Poderoso exclamó: “Dios mío! Perdona a este pobre desgraciado que no sabe lo que hace!”. Se levantó nuevamente y continuó con sus zarandeos y con todo lo más rancio que fue capaz de sacar por su boca. Yo ya estaba por echarle mano a la goma de pollo, sacar una “muni” de mi bolsillo y saltarle un ojo, pero afortunadamente una señora (gracias señora) que pasaba por la calle y que, al parecer, estaba informada por alguno de mis compañeros de cuanto allí había sucedido, se acercó al señor Rius y le dijo:
—Oiga! Deje en paz a este crío, que por más que le haya tocado el culo a la Virgen... no ha sido él quien la dejó preñada!
Preñada? Poco tiempo después me enteré de qué significaba eso, pero... No habíamos quedado en que “La Virgen María no había conocido hombre”?
Me gustaría, de corazón, que en la ciudad de Madrid se celebrasen los próximos juegos olímpicos del 2016.
Por otra parte, quiero recordarles a los madrileños, y sobretodo a los más de 100.000 que ayer se reunieron en Cibeles para apoyar la candidatura de su ciudad, que Barcelona, antes de celebrarlas en 1992, había sido candidata en los años 1924, 1936 y 1940, vaya... que tampoco fue fácil, pero que finalmente se consiguió, y que del mismo modo lo conseguirá Madrid, y a ser posible... en este ansiado 2016.
Seguro que para entonces ya habrán dejado de marear a la estatua del oso y el madroño, a la cual, durante la pasada semana vi como la cambiaban de su lugar original para facilitar el acceso del tráfico a la calle del Carmen. También me sorprendió ver como sustituían al viejo Kilómetro Cero de la Puerta del Sol; emblema que da origen a las carreteras radiales españolas. Yo fui uno de los muchos turistas, que en su día, puse mi pie sobre ése Kilómetro Cero y pensé para mí: “Yo he estado aquí”.
También es muy posible que para el 2016, los madrileños hayan encontrado el tesoro que andan buscando por la ciudad y dejen de hacer socavones a diestro y siniestro. Quizá también, con suerte, para entonces Espe ya sea historia, aunque a decir verdad, la veo yo muy incombustible a ella, y lo que aún es peor... con muchas ganas de guerra.
En cualquier caso, y al margen de los muchos intereses políticos que rodean un evento de semejante magnitud, Madrid merece esas olimpiadas, y los madrileños merecen contemplar como su ciudad sufre una transformación para bien. Y lo que es más importante aún, en un (relativo) corto espacio de tiempo ver como grúas y boquetes desaparecen de sus calles; ya que si algo de bueno tiene un acontecimiento tal, es el de observar como finalmente se reactivan y se dinamizan todas esas obras por la vía pública que ahora... parecen eternas.
Personalmente me la repampimfla bastante el tema deportivo en cuestión. En su día no fui un gran entusiasta de que se celebrasen las olimpiadas en mi ciudad, Barcelona. No obstante, debo reconocer que el cambio de imagen que se le dio a la ciudad y su definitiva apertura hacia el mar, fue algo necesario que hoy en día se agradece. Así pues, estoy convencido de que los madrileños que hoy tuercen el morro ante el evidente disloque que suponen unas olimpiadas en cualquier lugar, estarán encantados de la vida al contemplar la innumerable cantidad de deseables cambios.
Volviendo a los 70, cabe recordar que durante ésa década tuvieron lugar dos juegos olímpicos que marcaron la actualidad del momento; más por cuestiones políticas, que por acontecimientos deportivos.
Munich 1972
La XX edición de los juegos olímpicos marcaron a fuego la fecha del 5 de septiembre de 1972. Un grupo terrorista palestino, denominado “Septiembre negro” y compuesto por 8 integrantes, secuestraron a 11 atletas del equipo olímpico israelí. Tras un fallido intento de rescate perpetrado por las autoridades alemanas, se arrojó un balance de 16 muertos (los 11 atletas y 5 de sus secuestradores) y sólo 3 de los terroristas fueron capturados con numerosas consecuencias, que a posteriori, se sucedieron en años sucesivos y en las que se incluyeron bombardeos, asesinatos, atentados, coches bomba, detenciones, etc. Vaya, que no fue para medalla, por decirlo de algún modo.
Como nota positiva cabe destacar la actuación del Atleta Mark Spitz, nadador estadounidense de origen judío que se hizo con 7 medallas de oro en natación, y que rompió las anteriores marcas mundiales con cada uno de sus triunfos. El nadador pasó a la historia de ése fatídico año olímpico llenando álbumes de cromos, programas de televisión y portadas de revistas setenteras.
Los trágicos sucesos de aquel año olímpico en el que tan sólo se suspendieron los juegos y demás eventos durante 24 horas tras los terribles acontecimientos, no lograron enturbiar la merecida victoria del nadador y su capacidad de esfuerzo.
Montreal 1976
24 países africanos se retiraron de las competiciones y se largarón de Canadá con motivo de que Nueva Zelanda no fue excluida de los juegos. Las delegaciones africanas solicitaron dicha exclusión ya que la selección de Rugby Neo Zelandesa había jugado contra la de Sudáfrica, país excluido del Comité Olímpico Internacional por su política racista.
Para más razón de males, Montreal no logró saldar las deudas contraídas durante la inversión en infraestructuras de sus juegos hasta el año 2006. Un puñado de preciosos años que los ciudadanos canadienses han estado “pagando el pato”.
De las olimpiadas de Montreal, siempre nos quedará el recuerdo de la gimnasta rumana Nadia Comaneci, que con sus 14 años consiguió unos rotundos 10 puntos; primeros en la historia olímpica tras una actuación perfecta sobre las barras asimétricas.
Sus méritos deportivos la llevaron a ser considerada una de las más grandes gimnastas del siglo XX. Ahí es nada.
En este orden de cosas, y tras las malas experiencias de las olimpiadas de los 70, cabe recordar nuevamente, y para buena referencia a los madrileños, lo que fueron las olimpiadas de Barcelona 92, consideradas en su día las mejores de la historia, y convirtiendo a mi ciudad en un punto visible y admirado a nivel internacional.
Aunque no puedo ocultar el secreto deseo de que lo hagan un poco peor que los barceloneses (no jodamos... que para algo somos ciudades rivales ;-), les deseo muy sinceramente, la mejor de las suertes a todos los madrileños.
Ánimo en este empeño que esas olimpiadas ya son vuestras (nuestras)... tengo una corazonada ;-)
Con apenas 5 años esta canción me erizaba el vello. Les pedía a mis padres discos de Neil Diamond mientras que ellos insistían una y otra vez en recordarme que no teníamos tocadiscos y que ya tenía bastante con escucharla por la radio, cosa que afortunadamente... sucedía muy amenudo. Por aquellos tiempos, 1969, año en el cual este tema fue un auténtico Hit, recuerdo que era poner la radio... y sonar el Sweet Caroline.
Tampoco sabía entonces que significaba eso del “touching me, touching you” que decía la canción, pero ya intuía que eso, tenía que molar.
Con 7 años mi tío Montano me regaló un radiocassete de la marca Telefunken y dejé de escuchar el Sweet Caroline a través del transistor a pilas. Con el Telefunken enchufado a la corriente eléctrica y con la cinta de cassete que finalmente conseguí que mis padres me comprasen, tenía el poder y podía escuchar a Neil Diamond y a su Sweet Caroline a todas horas y por todos los rincones de la casa. La discografía del autor / cantante / actor / productor, pasó por mi radiocassete una y otra vez hasta que un día mi madre me explicó que había otra gente que se dedicaba a eso de hacer música. Bueno... a decir verdad yo ya lo sabía, pero es que en esos momentos Neil, era mucho Neil.
Imagino que por el motivo de que Elvis Presley versionó el tema, empecé a interesarme también por él, y como consecuencia, y dadas sus influencias, por la música negra que de algún modo es la que a día de hoy sigue acompañándome a todas horas.
No sé exactamente que pasó. Mi cuerpo sufrió los cambios típicos de la edad preadolescente, mis sentidos estaban ubicados única y exclusivamente en mis hormonas y Neil pasó a un segundo plano. No obstante, ese “touching me, touching you”... empezó a cobrar un importante significado.
Recorrer el FNAC en busca de alguna película o de algún libro, merece la pena en ocasiones.
Hará un par de semanas compré a precio de saldo (5 €uros), la película VIDA Y COLOR escrita y dirigida por Santiago Tabernero, un riojano especializado en programas y reportajes de contenido cinematográfico para la 2 de TVE, y que en los 90 inicia una buena labor como guionista colaborando en diversos largometrajes. En el 2005 dirige su primer largometraje: VIDA Y COLOR.
No soy gran amante del cine español. Reconozco que me pone nervioso el sonido directo que, a estas alturas, los técnicos aún no han aprendido a manejar, y que no son pocas las películas españolas que deberían ser subtituladas para poder entender fragmentos importantes de los diálogos de los actores. Me pone nervioso también el carente sentido “del espectáculo” que poseen algunos directores de cine español, que no se dan cuenta de que una película es una historia que además de mostrárnosla, ha de apetecer verla. Y por encima de todo, no soporto sentarme en una sala de cine y apreciar a esos directores contemplándose el ombligo en lugar de transmitirnos algo a los que en realidad hemos pagado la entrada.
De modo, que no me extrañó encontrar la ópera prima de Santiago Tabernero a 5 €uros, mientras que otras, realizadas en el mismo año, seguían vendiéndose a 11, 17, e incluso 20 €uracos del ala. Claro, la mayoría de ellas eran norteamericanas, y a decir verdad, grandes películas para las que no pasa el tiempo.
Entre mi colección de objetos setenteros el álbum de cromos VIDA Y COLOR ocupa un lugar importante. Se editó en España en el año 1965 por “Álbumes Españoles S.A, Barcelona” en una primera edición de la cual tengo un ejemplar completo y en un estado impecable. Sus ilustraciones me atrajeron de pequeño y me siguen atrapando hoy en día, y a pesar de que la técnica de la ilustración la conozco un poco, -aunque sólo sea por obligación profesional- esos cromos fueron, son, y seguirán siendo una maravilla por los siglos de los siglos.
Enamorado del álbum de cromos en cuestión, pero habiendo dejado pasar, en su día el estreno de la película en las salas comerciales, no pude por menos que adquirirla, total... 5 €uros que en un momento dado siempre se pueden recuperar, en parte, cambiándola por otro DVD en el mercado de San Antonio. Así que me dirigí hacia la caja con la peli, con el dinero y con muy poca confianza depositada en ella, todo y que, en su época, las críticas que leí la ponían bastante bien, pero claro; si no te puedes fiar de un director de cine español... ve a fiarte de un critico!
Esa misma noche, mi mujer, mi hijo y yo, vimos la película, y puedo decir que hubiese pagado por ella los 11, 15 o 17 euros que costaban las demás. Cuando uno tiene la posibilidad de disfrutar de una buena historia, y encima bien contada, el momento no tiene precio.
Cierto que adolece de esa terrible lacra del sonido directo en algunos momentos (afortunadamente con el DVD puedes rebobinar y enterarte bien de qué han dicho los actores en un momento dado), pero lo fundamental es el buen hacer de su autor a través de toda la trama. Lo bien contada que está y la gran labor de los actores que intervienen en ella, y que parece ser, se nota, que eran conscientes de que estaban trabajando al servicio de lo que sería una buena película.
VIDA Y COLOR gira en torno a Fede, el personaje principal de la obra y que está a punto de dejar atrás sus miedos preadolescentes, a la vez que de un modo paralelo, la España en la que vive está emergiendo lentamente de los años de dictadura que han marcado su historia. Todo ello narrado a través de una simbología acertada que empuja la trama, la hace avanzar y engancha al espectador a través de las vivencias del protagonista y de los propios recuerdos.
Uno de los muchos símbolos que aparecen en la película es el álbum de cromos que da título al film VIDA Y COLOR y que sirve de hilo argumental y se entrelaza con alguno de los demás símbolos utilizados como por ejemplo “el esqueleto”, e incluso con la propia inquietud de Fede en dar con el único cromo que le falta para completar su colección; el del cráneo frontal de la sección de anatomía humana, y del cual sólo existen 10 en todo el mundo.
En definitiva, una película que nos transporta a la España de mediados de los 70’s, una historia limpia, sin trampas, un director al servicio de su obra, como debe ser y no a la inversa, y una recomendación: hay que verla!
Desde finales del pasado año he estado trabajando en un libro que ahora, y una vez terminado, me gustaría darles a conocer, ya que para mi tiene mucho que ver con los años setenta, los años en los que me inicié como humorista gráfico aunque luego, la vida... da muchas vueltas.
Se trata de un libro de alrededor de 200 páginas, editado por Parramón Ediciones, y que saldrá al mercado en el mes de noviembre tras darse una vuelta por la feria internacional del libro de Frankfurt. En él he intentado explicar qué es y cómo se hace humor gráfico, y lo he ilustrado con un centenar de los gags que he ido creando desde finales de los años 70 hasta la actualidad, además de numerosísimas ilustraciones realizadas para explicar los diversos procesos de elaboración de un chiste de prensa.
Quiero agradecerles muy sinceramente a mis editores la oportunidad que me han dado al dejarme hacer este libro y el placer que he experimentado recuperando mi faceta como humorista gráfico. Faceta que nunca ha dejado de estar ahí en mi quehacer diario, pero que debido a mis diversas inquietudes profesionales, ha ido alternándose con las películas de dibujos animados, los cuentos infantiles y demás historias.
También quiero dejarles en este blog la introducción que escribí para el libro, ya que de algún modo, se trata de un relato que gira en torno a un recuerdo setentero que convendría no olvidar jamás... por si las moscas.
En los estertores de la dictadura española, aproximadamente entre 1972 y 1975, se inició lo que se dio en llamar “la edad dorada del humor gráfico español” que duró aproximadamente hasta 1978 ya en plena transición hacia una nueva era de deseada democracia. Durante ese periodo numerosas revistas de humor gráfico cargadas de sátira salieron al mercado con la intención de agitar las conciencias de un pueblo temeroso aún de abrirse y de “ver mundo”. Por esa época yo contaba con apenas trece años y una abultada carpeta repleta de dibujos, lamentables en su mayoría, pero cargados de ilusión.
Recuerdo que haciéndome pasar por un adolescente de dieciséis años me puse en contacto telefónico con la redacción de una de esas revistas de humor con la intención de poder pasarme por allí y mostrar mis trabajos. La secretaria con la que hablé concretó esa cita entre el editor y yo para un 20 de septiembre de 1977 a mediodía.
En los días que quedaban para la deseada entrevista fui preparando más material tratando de afinar los contenidos de mis gags con el tono satírico de la revista en la que deseaba con todas mis fuerzas que fuesen publicados.
El lunes día 19 por la mañana, la amable secretaria me volvió a llamar aplazando mi reunión un día más, dejándola así para el miércoles día 21 y con el motivo de que el día 20 (día inicialmente propuesto para la cita) había consejo de redacción y editor, dibujantes y demás colaboradores, tenían que permanecer reunidos para revisar contenidos.
Ese día 20 a mediodía, los noticiarios de las cadenas de televisión, informaban que en la redacción de esa revista, EL PAPUS, y a la hora en la que yo hubiese tenido mi primer encuentro con el editor, un grupo terrorista había colocado una bomba que causó la muerte del conserje del edificio y dejó una docena de heridos entre los cuales se encontraba la secretaria con la que justamente había hablado en dos ocasiones anteriores. Al parecer salió despedida por la ventana del edificio y salvó milagrosamente su vida cayendo sobre el capó de un turismo que se encontraba estacionado en la calle. La redacción de la revista EL PAPUS quedó literalmente destruida, y gracias a que todos sus colaboradores se hallaban reunidos en una zona algo alejada de la explosión consiguieron salir ilesos del desastre.
Tres años más tarde; cuando en realidad ya era un adolescente de dieciséis, conseguí publicar mis dibujos en tres de las revistas de esa misma editorial.
No obstante, aquel día, el de la bomba, aprendí dos cosas: la primera: que el dibujo humorístico es una profesión de alto riesgo, similar a la de los detectives privados de las teleseries norteamericanas, pero con la diferencia de que los humoristas gráficos, en lugar de ir trajeados y cargar con pistolas, vestían pantalón tejano, lucían pobladas barbas y sus armas eran lapiceros, pinceles, e ingenio. La segunda: descubrí que hay gente aquejada de un terrible enfermedad denominada “falta de sentido del humor”, gente que persigue y lanza bombas contra aquellos que utilizan la sátira gráfica para ayudar a una sociedad a pensar por sí misma. Seres intolerantes contra los que el humor gráfico, al parecer, es un arma poderosamente efectiva, o cuanto menos... molesta.
Tal y como era de esperar la normalidad termina imponiéndose absolutamente siempre. A veces, dicha normalidad es deseable ya que nos mantiene en un equilibrio emocional y en una estabilidad que nos hace estar dentro de “lo normal”. Pero en otras ocasiones, la normalidad significa el final de algunas etapas verdaderamente sublimes de nuestras vidas.
Después de un viaje como el de la Ruta 66 volver a la normalidad resulta más bien molesto. Es algo así como despertar de un bonito sueño, tratar de dormir de nuevo para recuperarlo y no llegar a conseguirlo. Y es que efectivamente... el viaje ha terminado, la normalidad se ha impuesto, y lo que queda ahora es simplemente el grato recuerdo de 22 maravillosos días vividos que han pasado como un suspiro.
Afortunadamente quedan cosas importantes, cosas como las experiencias vividas, los recuerdos que permanecerán ahí almacenados en algún lugar de la memoria, y todo aquello que constituirá un sedimento de vida y que arrastraré conmigo a lo largo de mi existencia, al igual que les sucederá al resto de mis compañeros.
Nuestros cuerpos se han desplazado a lo largo de este viaje, parte de nuestras almas se ha quedado allí y nuestras pisadas permanecerán por siempre jamás a lo largo de los cerca de 4.000 kilómetros de aventura por tierras norteamericanas.
Ahora es momento de agarrarse con fuerza a la realidad, como de costumbre. Retomar la cotidianeidad y como no... seguir recordando lo 70’s.
Me tomaré unos días para hacer una necesaria “descompresión” de las emociones vividas durante esta breve, pero intensa etapa y para poner al día algunas obligaciones laborales. Seguidamente, espero y deseo que pronto, volverán los recuerdos setenteros.
Muchos besos.
Créditos de las imágenes: 1) El Kioskero del Antifaz. Autor: Gerard Càmara. 2) Los siete magníficos. Autor: Un indio Navajo que... pasaba por allí.
Ser niño es una etapa en la que uno puede quedarse si quiere. No hay ninguna ley que lo prohíba, y para ello... no hay más que cerrar los ojos con fuerza y pedirlo con convicción.
No hay nada malo en hacerse mayor; al contrario, pero el único pecado real que existe, es el de borrar al niño que fuimos de nuestra memoria.
Hay algo que no encuentras? Entra en el almacén y a ver si hay más suerte
MICROMO
En busca de las seis etapas esenciales de la vida:
Una infancia feliz.
Una adolescencia promiscua.
Una juventud exitosa.
Una madurez serena.
Una vejez lúcida.
Una muerte digna.
El Kioskero del Antifaz.
EL ÁLBUM DE FOTOS
Me equivoco si afirmo que todos estos recuerdos son comunes para la mayoría de nosotros?
A dormir pequeñin
Vamos... que uno acababa de llegar a este mundo y en lo único que pensaban nuestros progenitores era en hacernos dormir. El pretexto era que ellos necesitaban hacer lo mismo, pero... Quién en su sano juicio iba a desperdiciar tantas horas durmiendo con todo lo que había por ver?
La hora del baño
Siempre era inoportuna, siempre nos pillaba a destiempo y nos apetecía más cualquier otra cosa antes que la hora diaria del baño. Nuestros padres nos llenaban la "bañera" de juguetes de plástico con los que entretenernos; a veces esa táctica daba resultado, pero otras... no.
La hora del paseo
Nos encantaba que nuestros padres nos sacasen a pasear. Sin duda hubiese sido una experiencia mucho más gratificante si no fuese porque se empeñaban en ponernos siempre... esos dichosos gorros :-(
El poema de Navidad
En la escuela nos enseñaban un poema de Navidad que nosotros recitábamos en familia. Yo aún recuerdo uno de ellos que decía más o menos así: "Ya vienen los reyes por el arenal y al niño le traen oro, pan, vino y pañal. Oro le trae Melchor, incienso Gaspar y olorosa mirra le trae Baltasar".
De bruces con la realidad
De pequeño ya aprendí que siempre hay alguien que tiene las pelotas más grandes y que la competencia en la vida iba a ser dura.
Yo tuve un SIMCA
"Que difícil es hacer el amor en un Simca 1000, en un Simca 1000..." Ya lo decían los Inhumanos en su canción... Si, si, pero eso llegó algo más tarde, lo que realmente era bonito era... jugar con él ;-)
Cuando mi Simca se estropeaba era posible arreglarlo con escasos conocimientos de mecánica, pero es que entonces, nuestros juguetes no llevaban microchips.
También tuve un triciclo
Ya por aquel entonces las suelas de mis botas estaban llenas de polvo y de asfalto. Harley-Davidson's Kid... así me llamaban los que bien me conocían y sabían de sobra que era un tipo duro.
El estrecho balcón que servía de lugar ideal para nuestros juegos representaba para nosotros algo más que la legendaria Ruta 66.
La merienda
No es que hubiese mucho para comer, pero nunca faltaba una buena rebanada de pan con Nocilla para dejar la tripa llena.
Cumpleaños feliiiiizzz...
Por qué negarlo? Aunque ahora éso de cumplir años sea, para algunos, un engorro; de pequeños era motivo de fiesta y gran alegría: la tarta, invitar a los amigos, recibir regalos... siempre caían baratijas de kiosco a manos llenas, algún que otro juguete "de los caros", y como no... la típica tía que siempre nos regalaba ropa pensando que nos haría ilusión. Y evidentemente que por aquel entonces nada de "Happy Birthday", lo que se cantaba entonces era el "Feliz, feliz en tu día..." de los Payasos de la tele, faltaría más!
Los parques de atracciones
Una nube de algodón de azucar, una vuelta al Tio-Vivo, cuatro topetazos en los autos de choque y media docena de caramelos del tiro-Pichón, con eso... éramos los niños más felices de la tierra. Ahora no, ahora si no les llevas a Dineylandia no son nada. Los muy...
Los parques de columpios
Ya por aquellos tiempos se practicaban los deportes de riesgo de los que tanto se habla ahora. Quizá no estaban de moda el Puenting y el Rafting, pero el Toboganing... éso eran palabras mayores!
Montar en ése columpio al que me llevaba mi abuela alguna tarde, siempre fue para mi como cabalgar a lomos de mi caballo y atravesar las Montañas Rocosas.
Wild West
Todos queríamos ser Cow-Boys, desenfundar a gran velocidad nuestro Colt-35 de Joal y decir aquello de: "Ya te dije que no quería volver a verte a este lado del Mississippi... forastero"
Los veranos en la playa
Nosotros nos bañábamos en el mar y nos rebozábamos en la arena, mientras nuestras madres montaban las toallas y las sombrillas y nuestros padres gritaban eso de: "Que vienen las suecaaassss!!"
Los veranos en la piscina
Algunos veranos tocaba ir de "Ruta por España", pasar unos días de hotel, sumergirse en la piscina y ponernos morenitos con el sol de agosto. Yo llevaba siempre conmigo mi piragua hinchable de color verde con la cual flotaba en el agua de las piscinas, pero esa era sólo la realidad. En mi imaginación era un temible pirata que a bordo de su galeón surcaba los mares del sur. Por cierto... perdonarme si en la foto... os doy la espalda.
Los veranos en el pueblo
Los veranos en el pueblo quizá son los más gratamente recordados. Muchos de nosotros pasábamos parte de nuestras vacaciones en el pueblo de alguno de nuestros padres (concretamente yo iba al de mi padre; un pequeño pueblo bañado por las aguas del río Ebro). Allí vivíamos nuestras primeras experiencias en casi todo, nos reencontrabamos año tras año con nuestros amigos, y cargábamos las pilas para el regreso a la cotidianeidad de la ciudad.
La vuelta al cole
Terminadas las vacaciones, con nuestro plumier nuevo y nuestros zapatos "Gorila" recién estrenados, nos disponíamos a volver al cole y a respirar de nuevo ese aroma que era una mezcla entre lápiz de madera, goma Milán de nata y bimbollo de la casa Bimbo
Y llegaron ellas... Las mujeres!!
El primer contacto solíamos tenerlo con las primas; y claro, "cuanto más primo... más me arrimo".
Seguidamente les tocaba el turno a las vecinas. Terete fue mi primera novia (Bendita inocéncia). Era mi vecina y sus padres y los míos se hicieron amigos y nos hicieron pasar muchas horas juntos.
Paseábamos con los elementos imprescindibles que nos asegurasen una buena tarde: un juego de lanzar aros, una comba, un Madelman y... la atenta mirada de nuestras madres.
Ellas llevaban siempre la voz cantante, y bastaba un deseo suyo para que nosotros estuviésemos "a sus órdenes"
Un día ella te dice "Deja de llamarme Terete, me llamo Tere" (se empieza a hacer mayor y tú sigues siendo un crío). Sus padres se mudan a otra parte de la ciudad, se termina todo contacto, y llega... aissss... el primer desengaño amoroso.
La pandilla
Los inseparables que nos pasábamos el día jugando a los piratas, a indios y vaqueros y reviviendo innumerables aventuras con los Madelman y épicas batallas con los soldaditos de Monta-Plex. De izquierda a derecha: Laura, Alberto, el Kioskero del antifaz y Miguel Ángel.
I'm the king of the world!
Desde nuestra infancia, veíamos el futuro como algo alcanzable. Bastaba con estirar bien el brazo... y atraparlo!